jueves, septiembre 25, 2014

Biopics: Un visionario, un resignado y un niño



La visión de Parboni
Los enredos burocráticos me obligaron a ir a Roma casi apenas desembarcado en Módena. Me entrevisté con el funcionario Leonardo, que tenía una sonrisita cínica, y me dio el documento que necesitaba para poder cobrar mi beca “a destiempo”. Aproveché la ocasión para visitar a mi maestro y director de tesis, Riccardo Parboni, quien estaba de sabático (y, no lo sabían los modeneses, preparando su transferencia a la Universidad de Catania).

Le platiqué a Parboni de lo que planeaba investigar durante mi estancia en Italia: el contexto de flujos internacionales de capital que derivó en la crisis de deuda de varias naciones en vías de desarrollo (“emergentes”, se diría hoy). En buena medida, se basaba en la lógica de guerra de divisas como mecanismo para definir el poderío de las naciones o los bloques de naciones, que Parboni había manejado en sus libros y ensayos. Le pareció interesante casi al grado del entusiasmo.

Él, por su parte, estaba molesto porque Rinascita, la revista teórica del PCI, no le había aceptado un par de ensayos. Afirmaba que era porque sus puntos de vista no estaban de acuerdo con el optimismo del partido respecto a la situación internacional.

Sucede que Parboni estaba muy excitado con Gorbachov y la nueva dirigencia soviética. Afirmaba que el proceso reformista iba a cambiar la geografía política de Europa y colocar a Rusia en una nueva posición de poder. Tan era así que estaba aprendiendo ruso y pronunciaba pirestroika.

Su visión –novedosa y algo sacrílega para el momento- era que los cambios en la Unión Soviética desatarían procesos similares en las distintas naciones del Este europeo que eran sus satélites, lo que culminaría en un proceso de integración de estas naciones, y de Rusia misma, en la Unión Europea. “Antes de que termine el siglo, Alemania estará reunificada”, profetizó.

En donde falló fue en la forma en que se desmoronarían la Unión Soviética y sus regímenes títeres. Él imaginaba cambios en la dirigencia (comunista) hacia liderazgos gorbachovianos, que harían una suerte de transición de terciopelo, con la esperable excepción rumana.

Sobre Italia, tenía pocas esperanzas. Afirmaba que, tras la imposibilidad del Compromiso Histórico por el asesinato de Moro, y después de la muerte de Berlinguer, el Partido había perdido capacidad de propuesta nacional. Veía a su país destinado a un futuro de liberismo (que no liberalismo) y falso bienestar, en el que los pragmáticos llevarían la batuta política. Ahí tampoco se equivocó.

Tras la sobremesa con Parboni, tomé el tren de regreso a Mödena, Llegué a las dos de la mañana, con un frío del carajo, y tuve que caminar de la estación a la casa.


La marcha de los 20 mil

Entre los varios amigos y excompañeros que reencontré en Módena estaba Daniele Tomasi, aquel condiscípulo de origen obrero al que apodábamos El Loco, y que abandonó los estudios para trabajar como gerente de una fábrica que producía planchas de acero y otros bienes de capital. Daniele era comunista de toda la vida, organizador vecinal y, a fines de los ochenta, todavía era de los que repartían L’Unità los domingos, como parte de su militancia.

La plática que más recuerdo con él de aquella vuelta fue poco después de mi llegada, en una de las primeras noches que nevó. Podríamos describirla como la plática de una derrota anunciada: o mejor dicho, la plática de una derrota en marcha.

Daniele seguía en el partido, pero había dejado toda esperanza. Explicó que, desde hacía años, Italia vivía una svolta, un viraje político y cultural hacia la derecha. Dijo que ese viraje era irresistible, sobre todo por los errores cometidos en el pasado. Fue entonces que me platicó de la famosa Marcia dei Ventimila: la marcha de los 20 mil.

Sucedió en 1980: golpeada por la crisis y empujada por los bancos, la FIAT decidió enviar a 22 mil de sus obreros a la cassa d’integrazione (el mecanismo a través del cual, en épocas de baja producción, los trabajadores dejaban el empleo y cobraban sólo el 80 por ciento del salario). El Consejo de Fábrica, con apoyo del PCI, se lanzó a huelga e impidió el acceso de los empleados de confianza.

Después de un mes de huelga, los empleados no sindicalizados decidieron hacer una marcha “de veinte mil personas” para protestar contra lo que consideraban como excesos del sindicalismo. Para sorpresa de todos –y, supongo, más del sindicato- la manifestación convocó al doble de gente. Ese momento fue un punto crítico: el sindicato aceptó la entrada de sus obreros a la cassa d’integrazione y tardaría casi tres lustros en volver a asomar la cabeza. El ejemplo turinés cundió y cambió la relación de poder entre sindicatos y empresas, a favor de estas últimas.

“La verdad es que los sindicatos se pasaron”, admitió Daniele, “nos pasamos”. Y agachó la cabeza, resignado.

Rayo en la escuela

La adaptación de Raymundo en la escuela fue paulatina, en la medida en que fue entendiendo y aprendiendo el idioma. Las instalaciones eran espectaculares: puro primer mundo. Sus maestras eran muy buena onda (una estaba buenona; la otra era gordita y maternal). Lo que le ayudaba mucho era ver las caricaturas en la tele. No habían pasado dos semanas y ya estaba jugando con sus muñecos en italiano: “Ti scongiuro!”, gritaba, en medio de sus juegos.

Cuando sus clases terminaban, los niños quedaban a cargo de una cuidadora que una vez le preguntó a Patricia si México era a España lo que el sur de Italia era al norte. Ella ya estaba prevenida, así que respondió que México era España como Suiza a Francia. Así que la tipa no discriminó al niño.

La prueba de que el Rayo todavía no se acoplaba al cien por ciento fue en el festival de Navidad. Trajeron un santoclós (un Babbo Natale) que hablaba dialecto modenés, en vez de italiano, y apenas pudo entender lo que el niño había pedido de regalo: la nieve.

Esa fue su petición pública. En privado le pidió a Santa uno de los leones-robots que formaban a Voltron.

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