martes, septiembre 30, 2014

Choque de civilizaciones




Sin hacer demasiado ruido, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó, por unanimidad, que todos los países miembros deben detener a quien quiera que pretenda incorporarse a las filas del grupo terrorista que da en llamarse Estado Islámico. La Asamblea General de la ONU en este año ha encontrado una extraña unanimidad en un aspecto, y un enemigo en común para los países miembros.

No se trata de un asunto anecdótico, porque implica –de entrada- un cambio en la actitud del gobierno de Estados Unidos, que sigue siendo la primera potencia mundial y porque está destinado a implicar un cambio en la relación entre el mundo occidental y el mundo islámico, en un proceso complejo que podría durar varias décadas. Es un cambio en el escenario mundial.

Empecemos por el asunto norteamericano. El presidente Obama ya no puede jugar al hacedor de paz. Su política de evitar a toda costa las intervenciones militares, pensando en la opinión pública de su país, cansada de los excesos de Bush Jr., ha venido a toparse con pared con la aparición de un grupo diferente a todos los antes vistos. Y ha tenido que cambiar de rol: regresar al viejo estilo, como cabeza visible de una coalición internacional que cuenta con la participación activa de la Liga Árabe y con el apoyo global.

Es que el Estado Islámico no pretende simplemente responder con actos terroristas las presuntas ofensas de Occidente. En eso, y en otras cosas, es más radical que Al Qaeda. Su política es de control territorial e imposición a rajatabla de su particular versión de la yihad y del Islam (ya refutada, brillantemente, por los principales ulemas de esa religión). Es la creación de un Estado teocrático, totalitario, militarista y agresivo. Y a ver quién los mueve de las plazas tomadas.

Mientras aquellos difunden decapitaciones y matanzas varias por internet –un extraño mecanismo de propaganda, que horroriza a millones de ojos pero cautiva a unos cuantos-, Estados Unidos se apresta a dejar las vacilaciones varias que lo han acompañado en los años de Obama, expresadas desde Egipto hasta Ucrania, pasando en primerísimo lugar por Siria.

Estamos ante un choque de civilizaciones. O, mejor dicho, ante dos. Uno es el que enfrenta a las democracias liberales de Occidente con otras tradiciones políticas, menos amigas de las libertades, que privan en la mayoría de las naciones islámicas. Otro, quizá a la postre el más importante, el choque entre civilizaciones islámicas: entre quienes se plantean la creación de Estados modernos y funcionales que conviven con naciones que no son islamistas y quienes piensan en regresos milenarios, en el califato, en la imposición de sus normas por la fuerza y el terror, y juegan a ser los bárbaros en el asedio de Roma.

Elementos del primer caso los vemos en los resultados de la “primavera árabe” en sus distintas formas. En ninguno de los países, excepto Tùnez, esa primavera permitió tomar raíces a las ideas democráticas y a las instituciones que solemos manejar en occidente: hubo barruntos democráticos, sí, pero también enormes dificultades –por no decir imposibilidades- para separar la religión de la política, grandes divisiones –a veces, incluso, definidas por la pertenencia a tribus-, golpes de Estado y, en general, la persistencia de una cultura política hostil a los valores de otras partes del mundo.

Pero más relevantes, todavía, son las diferencias entre las diferentes sociedades islámicas establecidas y el grupo en cuestión. De entrada, los radicales del Estado Islámico son sunitas, operan en países con población dividida entre sunitas y chiitas, y encuentran su primera oposición allí. Ahora resulta, vueltas que da la vida, que Bashar el Asad es el “hombre en la frontera” en la lucha contra los herejes. A la lista de opositores inmediatos  se suman, sin duda, Irán y asimismo la milicia de Hezbolah. Los gobiernos sunitas moderados, empezando por Arabia Saudita, también ven en el Estado Islámico un enemigo natural, que pone en riesgo su estabilidad.

Al encabezar la coalición, Obama ha dicho que piensa armar, en primer lugar, a los “opositores moderados” a Asad. Caben, cuando menos un par de dudas: si éstos, golpeados de tiempo por el gobierno sirio y ahora por el EI, son capaces de hacer algo de relevancia y si son realmente moderados.

Tras (no) resolver esas dudas, valdría la pena pensar en otras opciones. Una son los kurdos, que ya están en la línea de frente y tendrían ante sí la opción de, ahora sí, tener una nación independiente. La otra, entender el asunto como de urgencia, y asumir que los países y agrupaciones militares chiitas tienen una tarea qué hacer en este escenario. Asad, por lo pronto, ya se resignó a que le bombardeen el territorio, porque el enemigo del EI es prioritario. Pero imaginar que el asunto se va a solucionar sin el concurso de Irán, o sin la presencia masiva de tropas de tierra (que no necesariamente tendrían que ser estadunidenses) es bordar en el optimismo excesivo.

Winston Churchill, en su momento histórico, y a pesar de su acendrado anticomunismo, pugnó desde antes de la II Guerra Mundial por una alianza entre el Reino Unido y Rusia. Sabía que Stalin no era de fiar, pero entendía que el peligro máximo estaba en Hitler y el nazifascismo.

No sé qué vaya a hacer Obama. Pero entre sus primeros actos, quiéralo o no, tendrá que estar esconder su premio Nobel de la Paz en el más recóndito cajón de la Casa Blanca.

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