martes, enero 28, 2014

Pacheco


La muerte de José Emilio Pacheco nos ha dejado en una suerte de orfandad, tal vez porque JEP ayudó a más de una generación de mexicanos a definir sus afinidades electivas, porque fue un constructor del alma nacional.

Hay tantas cosas en la rica obra de Pacheco que es difícil fijar la mirada en el centro. Lo intento y miro polvo. El de la ciudad destruida por el terremoto, el de las explosiones de la guerra, el del castillo de arena que su hermano abolió a patadas, el que cubrió a Pompeya como sudario, el que pisa la humanidad al caminar. Miro también la reconstrucción, a partir del espíritu humano, siempre hambriento de trascendencia; la esperanza que se transluce, tenue, en una obra aparentemente pesimista y de zozobra. Una esperanza que es también, lo decía él, una “risible variedad de la neurosis”: la poesía.

Y miro a México. Un país y una ciudad amados con rabia por el poeta, con desazón, pero con tenacidad admirable.

martes, enero 21, 2014

Glorias olímpicas invernales: Jean Claude Killy


Jean Claude Killy fue el último de los dominadores absolutos en el esquí alpino. El último miembro de una especie ya extinguida, la que era igualmente dominante cuando bordeaba las estrechas puertas en el slalom que cuando se lanzaba como kamikaze en el descenso libre.

Nacido en París, pero mudado a Val-d'Isere desde pequeño, Killy despuntó desde el inicio de la década de los sesenta. Tenía la característica de ser tan audaz que competía siempre al límite. Era tan rápido que a menudo no completaba sus recorridos. Llegó a ganar competencias aún reponiéndose de una caída y con una pierna rota.

Con los años, el esquiador francés fue mejorando su técnica; en particular, era un genio de la arrancada, donde lograba un impulsor superior al de sus competidores. Fue inscrito a los Juegos Olímpicos de Innsbruck, 1964, pero no pudo participar, al resentirse de la disentería y la hepatitis que había contraído en Argelia, donde había prestado su servicio militar para el ejército francés.

Ya en los mundiales de Portillo, en 1966, Killy se llevó sus primeros dos oros. Fueron en el descenso libre y en la prueba combinada. También se llevó la Copa Mundial de 1967. Era el preámbulo para la gloria que le llegaría en su patria, durante los juegos de Grenoble, 1968.    

En esa ocasión, el francés obtuvo el oro olímpico en el descenso libre, en el slalom gigante y en el slalom. La última prueba fue controvertida, ya se realizó bajo una fuerte neblida y el esquiador austriaco Karl Schranz afirmó que se le cruzó un hombre vestido de negro durante la competencia. Se le permitió volver a lanzarse. En la segunda ocasión, el austriaco superó a Killy, pero tras de que los jueces revisaran la filmación, dictaminaron que no había cruzado una puerta, y lo eliminaron. Tercer oro para Killy.

.Aquellos fueron también los años en los que la “pureza amateur” que preconizaba Avery Brundage estaba dando sus últimas patadas de ahogada. Killy era uno de los atletas señalados por el entonces presidente del COI como profesionales disfrazados. Para evitar controversias, el francés pasó al año siguiente al profesionalismo abierto, a los grandes contratos publicitarios… y a pequeños papeles en el cine.

Enamorado de la velocidad, el tricampeón olímpico también se dedicó al automovilismo deportivo. Su mejor resultado fue un séptimo lugar en la Targa Florio de 1967. También hizo descensos superveloces en esquí; alcanzó a bajar una colina empinada a más de 100  millas por horas, en Nueva Zelanda. Para completar el panorama, casó con la actriz Danièle Gaubert, que había sido nuera del dictador dominicano Leónidas Trujillo.

Posteriormente, se dedicó a la organización deportiva, ya sea en la Federación Internacional de Esquí, ya como presidente, durante diez años, del comité organizador del Tour de France. Actualmente es miembro del Comité Olímpico Internacional. Desde esa altura puede ver que ya ningún esquiador es capaz de ganar la triple corona alpina.

 


jueves, enero 16, 2014

Biopics: El terremoto de 1985 (y un sueño)



Nos acabábamos de despertar la mañana del 19 de septiembre, cuando sentimos los primeros jalones del terremoto que fijaría para siempre esa fecha en la memoria de la ciudad. Patricia estaba convaleciendo de una operación y también estaba en la casa su mamá, doña Nettie, que había ido a unas consultas al Centro Médico. Nos dirigimos de inmediato al umbral del departamento –se pensaba entonces que los quicios eran lugares seguros-, abrimos la puerta y nos sentamos. Yo, con Camilo en mis piernas.

Raymundo, que estaba junto a nosotros, me pregunta, un poco preocupado: “¿Esto es un terremoto, papá?”. Días antes habíamos leído acerca de los sismos en una enciclopedia infantil que al niño le encantaba.

-Es un temblorcito –respondí, tranquilizante.

Pero seguía temblando, y se escuchaba el retumbar de la tierra debajo de nosotros. El edificio, nos habían dicho, tenía un dispositivo antisísmico, pero yo estaba seguro de que no tenía mantenimiento.

-Sí es un terremoto –corregí- y está bien fuerte.

Se fue la luz segundos antes de que la tierra se calmara. La verdad, yo la había pasado peor en un terremoto de 1981, en el que el cuadrado de las paredes se convertía en trapezoide. Patricia revisó el teléfono. No servía. Entonces se fue a bañar.

Media hora después –sin tener idea de la magnitud de lo que ocurría en la ciudad- me encaminé a llevar a Rayo al kínder. En el camino, todos los automóviles estaban detenidos; la gente, absorta, escuchando la radio. Empezó a hacérseme obvio que el jardín de niños iba a estar cerrado.

Entonces pasé a la tienda del suizo, que estaba iluminada precariamente con velas, a comprar pilas para el radio de la casa. Allí escuchamos la famosa narración de Jacobo Zabludovski, que en ese momento describía una Zona Rosa envuelta en el polvo y el caos, con personas atrapadas bajo las construcciones derruidas. De inmediato pensé en mi papá, que trabajaba administrando un edificio en la esquina de Liverpool y Florencia. En la esquina había una cabina telefónica pública y de seguro servía, porque se había formado una cola.

Esperé minutos que se me hicieron eternos. Después, mi papá no contestaba, así que pensé en caminar hasta allá a ver qué había sucedido. Pero antes, llamé a mi mamá, que sí estaba; me dijo que se había asustado mucho, pero que mi papá se había puesto en contacto con ella. El terremoto lo había agarrado en el coche, y al edificio no le había pasado nada.

Pasaron las horas y nos fuimos dando cuenta del tamaño de la tragedia. Yo me sentía entre la espada y la pared, porque tenía una convaleciente, una enferma y dos niños pequeños en casa. Todo lo que hice fue llevar unas cobijas a un centro de acopio.

La noche del 20, estaba yo escribiendo una carta a mis amigos italianos Paolo y Anna; copiaba un mapa que había aparecido en una revista Playboy de meses atrás, que pronosticaba con macabra exactitud qué partes de la ciudad de México resultarían más golpeadas con un gran terremoto (lo que habían sido el lago y los canales), cuando tocan la puerta. Un alumno al que le había rechazado su tesis me entregaba la nueva versión. Tan desesperado estaba que no tuvo en cuenta la situación. Apenas acababa el joven de salir y que vuelve a temblar. Una réplica muy fuerte.

Todos volvimos a hacer lo mismo, y apostarnos junto al umbral, con la puerta abierta. Camilo en mis piernas… y también Raymundo, que brincó a mi regazo a los pocos segundos.

De nuevo se fue la luz. En el radio corría todo tipo de noticias. Cuando escuchamos que el Ejército estaba desalojando la colonia Roma, tomé la decisión de ir allí, donde vivía Felipe –el hermano de Patricia- y su familia.

Fue un viaje a pie muy alucinante. Crucé parte de la Nápoles y la Escandón, que estaban a oscuras, pero intactas. Entonces me adentré en la Roma, ví las primeras paredes con grandes rajaduras, los primeros escombros. La gente emprendía la huida. Muchos estaban en la calle, en los camellones, preparándose a acampar. Pasó un vocho lleno de cajas y maletas: del lado del copiloto salía una mano que soportaba, con trabajos, un viejo espejo. Vi mi figura atravesar ese espejo. La mayor parte de la gente iba a pie, porque se escuchaban rumores –gritos, más bien- de que había grandes fugas de gas. Yo no percibía más olor que el del miedo ajeno. También había soldados, pero parecían extraviados, sin saber qué hacer. ¿Eran ellos los que estaban desalojando a la gente?

A una cuadra de donde vivía Felipe había un edificio totalmente destrozado. En la banqueta, un joven estaba sentado en un banquito, con las manos en la cabeza. Frente a él, un pequeño librero, salvado del desastre, con libros de ciencia-ficción.

Por fin llegué. Felipe no estaba, porque había ido a revisar unos inmuebles a Tlalpan, pero sí su mujer María Cristina, con los nervios destrozados y dispuestísima a irse. Vivían en una suerte de condominio horizontal, y a sus espaldas estaba un edificio de teléfonos cuya pared trasera se había venido parcialmente abajo, dañando las casitas más cercanas (a ellos apenas les tocó una lluvia de piedras pequeñas sobre el techo). Pusimos sus enseres en el vocho de María Cristina, subimos a los niños y nos fuimos empujando el carro (varios lo hacían, no fuera a ser cierto lo del gas) hasta alcanzar Insurgentes, que también estaba a oscuras.
La paranoia era tal que de en un edificio noté una gran hendidura, de cuyos lados salían chispas. Agucé la vista: eran unas franjas tricolores septembrinas que caían del edificio de gobierno.  

Esa noche dormimos todos como gitanos. A Camilo lo pusimos en el corralito exactamente debajo del umbral, para que fuera el más seguro. Lo más extraño es que Felipe estaba casi contento: “Qué bonito ver a la familia reunida”, dijo.

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Mucho se ha hablado de los efectos sociales que tuvo ese tremendo sismo, particularmente entre los jóvenes, “la Generación del Terremoto”. Me quedó claro que el gobierno fue rebasado por la población, y mostró una gran incompetencia, no pudo  siquiera comprender las necesidades de ayuda y de información. Ese gobierno soberbio, que pretendió siempre minimizar la tragedia, mientras la gente se organizaba por cuenta propia, perdió el respeto de la población capitalina. Fue un respiro de independencia en medio del polvo y la muerte.

Pero los traumas tardaron en irse largo rato.

Sueño 31 – 7 de noviembre 1985 – Kindertotenlieder II

Mientras me dirijo a mi casa (que es la casa de mis padres) veo, en un lote baldío rodeado por un cascarón de casa, una montaña de cuerpos humanos mezclados con el cascajo. Recuerdan las fosas comunes de Auschwitz. ¿Son cuerpos o son maniquíes? ¿Son niños o son muñecos?


También enfrente de casa de mis padres (que es donde vivo en el sueño) hay una pila de cadáveres de niños entrelazados y rodeados de piedras, polvo, loza y varilla. Murieron en el terremoto. Hermann Bellinghausen los puso allí.


Aterrado, pero también preocupado porque Raymundo (que está por regresar del kínder) se pueda impresionar, voy, sinceramente molesto pero en verdad no muy enojado, a reclamarle a Hermann por qué los puso allí.


Dice que ahí colocó sólo cuerpos bien conservados. “Hubieras visto otros, quemados por la espalda o con la cabeza colgando. Agggh!” Y hace una mueca de asco. Su explicación me parece insuficiente, pero termino por admitirla. Al hacerlo, despierto.

martes, enero 14, 2014

El pulpo de las autodefensas

El gobierno de Felipe Calderón cargará para siempre el estigma de ser recordado como el de la “guerra contra la delincuencia organizada”. Existe una posibilidad cada vez mayor que el de Peña Nieto quede en la mente, no como el “de las reformas estructurales”, sino como el “del surgimiento de las autodefensas”. De ello depende lo que se haga en los próximos meses.
  
Los grupos más notables de las llamadas Autodefensas han surgido en los estados de Guerrero y Michoacán, pero sus raíces –y por lo tanto, la manera de contrarrestarlos- son diferentes. En ambos casos representan un difícil reto político para el Estado mexicano.

La mayor parte de los grupos que operan en Guerrero han nacido de liderazgos locales naturales, que son los que suelen negociar condiciones para sus comunidades en los periodos electorales (y que explican, parcialmente, el comportamiento electoral “en bloque”, de varias localidades y municipios guerrerenses).

Estos grupos llevan muchos años en una situación semilegal, lo que ha derivado en el envío constante de recursos de diverso tipo hacia ellos de parte de las autoridades locales, como se ha comprobado recientemente.

El caso es que ahora, en medio de una situación de tensión política –a la que deben añadirse la miseria en muchas regiones guerrerenses, la influencia de grupos extremistas y la cultura de la violencia-, una parte de esas autodefensas se ha salido de madre, se ha vuelto impredecible y difícil de controlar.

En otras palabras, el problema guerrerense es el resultado de décadas de permitir que ciertos usos y costumbres políticos –alejados, por cierto, del concepto dominante de democracia- hayan prevalecido como vía para la negociación entre las comunidades y las autoridades locales. Eran usos y costumbres que, a fin de cuentas, usufructuaban esas autoridades y sus partidos. Ahora se les han convertido en un problema.

En Michoacán sucede otra cosa. No hay tradición de autodefensas, salvo –marginalmente- las tradicionales guardias rurales de los ejidos. En otras palabras, son abiertamente ilegales. Además, estos grupos armados tienen otra proveniencia: hay quienes los financian. Y trabajan en un terreno comparativamente minado: se han desarrollado sobre todo en los bastiones del crimen organizado.

Estas son diferencias notables. Estamos ante gente armada que es pagada. Muy probablemente, sus principales financiadores sean empresarios y agricultores que han visto sus costos de operación elevarse escandalosamente por las extorsiones de los grupos criminales –señaladamente los llamados Templarios-. Pero no es descartable que también reciban dinero de mafias enfrentadas a ese grupo.

Otra característica de las autodefensas michoacanas es que varios de sus integrantes han sido o han querido ser policías, y no lo han logrado, ya sea porque reprobaron los exámenes de confianza, ya porque no eran admitidos en cuerpos que estaban intervenidos o infectados por el crimen organizado.

Para completar el complejo panorama hay que resaltar que, al menos desde 2009, la PGR considera a Michoacán como uno de los estados más problemáticos del país, debido al carácter fanático de los grupos delictivos –que han asociado sus tareas criminales con cierta mística religiosa y de secta- y a la penetración de la ideología de esos grupos en una parte de la población.

En los últimos meses, los conflictos en Michoacán se han recrudecido. Mientras en el resto del país los homicidios van a la baja, en esa entidad aumentaron 25 por ciento, según declaraciones de Roberto Campa. Al menos parte del recrudecimiento se debe a que, tal y como sucedía el sexenio anterior, hay una lucha por “las plazas” entre ejércitos irregulares.

Más recientemente, nos hemos enterado de la toma de alcaldías y el control de municipios completos de parte de las Autodefensas, que parecen estar siguiendo una clara estrategia militar de aislamiento, hostigamiento y asalto de las zonas controladas por los Templarios.

Ante esa situación, la pasividad de las autoridades federales y estatales ha sido, por decir lo menos, sorprendente. Y lo es más, porque hace no mucho las autoridades recuperaron el control de la plaza que daba más recursos a los Templarios: el puerto de Lázaro Cárdenas, que ahora está en poder de la Marina Armada de México.

Hay dudas razonables de que las autoridades han permitido que algunos de estos grupos irregulares hagan el trabajo sucio, por encima de las instituciones, para evitar toda posible contaminación político-partidista y, de paso, para salvar el potencial obstáculo de las comisiones de derechos humanos. Tal vez no sea así, pero, en cualquier caso, las autodefensas michoacanas, con todo y que son un ejército informal, han recibido un trato diferenciado.

Ante la gravedad de la situación, el gobierno federal ha decidido públicamente asumir el control de la seguridad en la zona de Tierra Caliente, que obviamente se encuentra, en estos momentos, fuera del ámbito de las autoridades. No pide el desarme de los miembros de las autodefensas y les sugiere que podría contratar a algunos como policías. En otras palabras, apuesta por irlos devolviendo de manera paulatina a la legalidad.

La respuesta no se ha hecho esperar. Primero capturan a los líderes Templarios, y luego hablamos.

Para decirlo con otras palabras, también en Michoacán, los grupos de autodefensa se salieron de madre. Y, dado el contexto, eso los vuelve aún más peligrosos que en Guerrero.

La banda de los Templarios se convirtió, en pocos años, en un grupo de gran poder económico, organizativo y de fuego, que además de la extorsión –que es como la firma de la casa- abarcó el contrabando, la producción y distribución de drogas, la minería clandestina y otras actividades. Un auténtico pulpo, que fue creciendo en demasía, hasta que se encontró copado en varios frentes.

¿Quién va a garantizar que estas nuevas fuerzas irregulares no se conviertan en un pulpo similar? ¿Cómo se va a generar una cultura de respeto a la legalidad con este tipo de puntos de partida? ¿No se volverá Michoacán un ejemplo dañino que puede cundir en otras partes del país?

La clave está, como siempre, en el financiamiento. Cortar los suministros es la vía, clarísima, para asentar la situación en Guerrero. Hacerlo en Michoacán implicará, necesariamente, ir a las fuentes que han nutrido a las Autodefensas. Allí tal vez el gobierno federal se encuentre con que los afluentes son varios. Y puede llevarse sorpresas. Pero también tendrá que actuar de manera más decidida para cortar con fineza un problema que está echando raíces de manera preocupante. De otra forma, habrá saltado de la sartén al fuego, y encontrará motivos para el estigma.