miércoles, enero 31, 2018

Glorias olímpicas invernales: Janica Kostelić




Hay deportistas que empiezan a brillar a los 24 años. A esa edad se retiró Janica Kostelić. Para entonces su palmarés era tan grande, que se duda que vuelva a haber una esquiadora alpina con tantos logros en un periodo tan corto: 4 oros y 2 platas olímpicas; 6 campeonatos mundiales.

Su padre, Ante, era kinesiólogo, ex jugador y entrenador de balonmano. También era gran aficionado a los deportes invernales. Janica y su hermano Ivika (ganador de cuatro medallas olímpicas de plata) practicaron el ski desde muy pequeños: empezaron a los tres años. Janica destacó muy pronto y a los 16 años ya era parte del equipo olímpico croata en Nagano 1998. En esa ocasión no obtuvo medalla.

En el ciclo olímpico posterior Janica tuvo su primera lesión: se rompió los ligamentos de la rodilla y se perdió todo un año. Pero ya en 2001 ganó la Copa del Mundo, al obtener los mejores resultados de la temporada.

Un año después, en Salt Lake City 2002, la joven veinteañera arrasó con la competencia. Ganó oro en el slalom, el slalom gigante y la prueba combinada (slalom + descenso libre). Se tuvo que conformar con la plata en el super-gigante. Ninguna otra esquiadora alpina ha ganado cuatro medallas (o tres oros) en unos Juegos Olímpicos.

Tras los juegos volvieron las lesiones, y nuevas operaciones: una en la rodilla; otra, de la tiroides. Estuvo a tiempo para el campeonato mundial de 2003, donde se llevó dos oros, en el slalom y en la combinada. En los Juegos Olímpicos de Turín 2006 obtuvo otras dos medallas: oro en la combinada y plata en el super-gigante. Allí se convirtió en la esquiadora más exitosa en la historia del olimpismo.

Cada triunfo de Kostelić era recibido con euforia masiva en Croacia. A su regreso de las competencias, multitudes la aclamaban: nunca ningún croata había tenido tanto éxito deportivo como ella. Sucedió tras los juegos de Salt Lake City, tras los mundiales de St. Moritz, tras los olímpicos de Turín y también luego de los mundiales de Bormio, de los que regresó con tres oros: slalom, descenso libre y combinada.

A esta euforia correspondía también un enorme bombo mediático. Janica era seguida en cada una de sus actividades. Sentía que no tenía privacidad. Detrás de su fortaleza, había una enorme fragilidad: no eran sólo los meniscos o los problemas endócrinos. También estaba muy cansada de que sus problemas físicos fueran públicos, de tener encima a la prensa. “Quiero que me dejen en paz”, llegó a declarar. La combinación de estas circunstancias la empujó al pronto retiro de las pistas. “Sin prensa, hubiera esquiado hasta los 100 años”, dijo. De todos modos, habita el Olimpo invernal.

Sin embargo, parece que el destino de Janica Kostelić está cerca de los titulares de los periódicos. Ahora es Ministra de Deportes de Croacia, y logró que unos jóvenes que la insultaron verbalmente en la calle fueran encarcelados por unos días por ese delito (lo es en Croacia, aunque nos parezca extraño).

viernes, enero 26, 2018

Biopics: 1988, campañas con proyectos

En la campaña presidencial de 1988 ocurrió algo que se ha perdido. Hubo un real debate de ideas y proyectos de los candidatos, y eran claras las diferencias.

Manuel Clouthier fue el primer candidato panista de abierta ideología pro-empresarial y en contra del “estatismo”, a partir de que la gente debería hacer “lo que se le pegue la gana”. Abandonaba parcialmente el discurso educativo y moralizante del PAN histórico, y se concentraba en asuntos como el desmantelamiento del Estado y de la burocracia. Con el tiempo, y por su muerte prematura, Maquío suele ser presentado como un adalid de la democracia. Era un adalid de las libertades individuales y del libre mercado, y lo expresó perfectamente en la campaña.

Cuauhtémoc Cárdenas estaba claramente en el otro polo, y su discurso, más que de recuperación del papel histórico del Estado mexicano, se centraba en tres temas: la soberanía nacional en todos los ámbitos, empezando por no seguir los dictados del FMI y de los acreedores internacionales (recordemos que la deuda externa colgaba como espada de Damocles en toda decisión pública), la recuperación de los salarios reales de los trabajadores y la implantación de una democracia verdadera en México. Sin ir muy a fondo, apoyado –como dijera Muñoz Ledo- en el hecho de que su nombre y su apellido encarnaban su proyecto, Cuauhtémoc hizo una campaña con largos recorridos a lo largo y ancho del país.

Carlos Salinas de Gortari hizo una campaña cerebral. Iba desglosando tema por tema de una agenda muy ambiciosa. Un día hablaba del problema del agua; otro, de la infraestructura y así. Un espectador atento podía ver cómo iba tejiendo el hilo de un programa de gobierno que, simultáneamente, continuaba y corregía lo hecho por Miguel de la Madrid.

Aunque yo simpatizaba claramente con Cárdenas, me sorprendió lo estructurado del proyecto de Salinas. Algunas cosas, como su intención de profundizar las privatizaciones, me preocuparon, pero muchas otras me infundieron cierta tranquilidad: en su gobierno no habría una repetición de los grandes fallos sociales que tuvo De la Madrid.

Escribí en La Jornada dos artículos sobre el proyecto económico que presentaba Salinas de Gortari en su campaña. Se titularon “Salinas: La prioridad inflacionaria (y algo más)”, del 24 de mayo de 1988, y “Salinas: Estado y mercado (y algo más)", del 31 de mayo.

Transcribo el primer texto desde su segundo párrafo:
 “La primera prioridad explícita (el “primer compromiso”) es la erradicación de la inflación, a sabiendas de que ésta distorsiona expectativa, concentra el ingreso y favorece la especulación de todo tipo. Sólo con una inflación considerablemente menor a la actual, México puede pensar en crecer sobre bases sólidas, revertir la caída de los salarios reales y recuperar la dinámica en la creación de empleos.
“Una inflación baja es requisito previo para el crecimiento y para la distribución del ingreso cuando un país no aprende a indizarse, Y ese ha sido el caso de México en los últimos años. La indización funciona cuando las empresas, el gobierno y los trabajadores organizados consideran como satisfactoria la proporcio que les toca del ingreso nacional: funciona creando consenso alrededor de la idea de crecimiento económico como sucedáneo de la distribución del ingreso. Cuando, como en el caso de México, el Estado se encuentra en una crisis fiscal-presupuestal, hay un fuerte drenaje de recursos hacia el exterior por la vía del servicio de la deuda y los empresarios quieren aumentar sus márgenes de ganancia, una indización neutra tiene enormes dificultades para enraizarse. El soñado equilibrio de los precios relativos no se logra, al menos en este país, por la vía de aumentos generalizados en los precios absolutos, ya que una inflación tan alta no juega el papel de aceite del crecimiento, sino el de corrosivo social.
“Todo parece indicar que la apuesta antinflacionaria de Salinas de Gortari pasa por una reedición (corregida, tal vez) de los métodos utilizados en el Pacto de Solidaridad Económica. Esto implica, en términos de crecimiento del producto y de inversión, un inicio lento, un ritmo “modrado para que pueda sustentarse”. Esta moderación también tocaría a la recuperación gradual del salario real: sería lenta, al principio, a pesar de que su caída llegó a ser vertiginosa en el actual sexenio.
“La meta explícita del abatimiento inflacionario es la de llegar a un nivel semejante al de países desarrollados: 5 por ciento anual. No es imposible llegar ahí; es incluso altmente deseable. Pero también hay que tomar en cuenta que, más allá de las inercias, existen muchísimos cuellos de botella y no pocos roces sociales (todavía no se decreta una tregua duradera en la disputa por la distribución funcional del ingreso) que pueden retrasar la obtención del objetivo. Surge, entonces, el peligro de una estrategia antinflacionario “hasta el final”, al estilo de la que se ha practicado en Chile en los años ochenta.
“De ahí que cobre singular importancia que Salinas e Gortari haya subrayado la necesidad de no confundir los instrumentos de política económica con los fines de la nación, que son los que establece la Constitución de 1917, y el que también haya señalado que una base sólida es un medio, no el fin para el desarrollo nacional.
“En la medida en que la fortaleza de la nación y el bienestar de los mexicanos de carne y hueso se ponga en primer lugar, podremos pensar en un Estado capaz de concitar acuerdos sociales en la acción económica sin debilidar su papel constitucional e histórico.
“Si en muchos puntos del discurso de Salinas de Gortari pueden observarse líneas de continuidad con la política que siguió la actual administración a lo largo de su mandato, esta distinción entre medios y finalidades constituye, al menos en el proyecto, una alentadora diferencia (al tiempo que hace más complejo el reto para el futuro próximo).

En el segundo texto, concluía: “Todo proyecto tiene algo de utopía. Y la realidad de México es tan complicada que incluso la utopía de centro que propone Salinas de Gortari requiere de una política de reformas radicales para salir adelante”.


miércoles, enero 17, 2018

Leyendas olímpicas invernales: Armin Zoeggeler



Podría decirse que Armin Zoeggeler fue un predestinado para el luge. Nació en una zona rural del Alto Adigio, en los Alpes italianos. Para ir a la escuela en invierno, se deslizaba en su pequeño trineo, cuesta abajo, los tres kilómetros que separaban a su casa de la escuela, por el camino congelado.

Así, a los once años conquistó su primera competencia internacional. Lo hizo en pista natural. De inmediato se pasó a las pistas artificiales, que son las olímpicas. Desde los doce se metió en esas tripas de hielo en las que unos locos se desplazan a velocidades alucinantes. A los dieciséis, era campeón mundial juvenil. A los 18 empezó a participar en la Copa del Mundo, que ganó diez veces (59 victorias de etapa, en total), así como seis campeonatos mundiales.

Zoeggeler participó nada menos que en seis Juegos Olímpicos Invernales. Ese solo hecho es relevante. Lo extraordinario es que subió al podio en cada uno de ellos. Obtuvo dos oros (Salt Lake City 2002 y Turín 2006), una plata (Nagano 1998) y tres bronces (Lillehammer 1994, Vancouver 2010, Sochi 2014). Casi siempre mejoraba sus tiempos a cada manga, y lo hacía más rápido que sus contrincantes. Solía colarse a las medallas o cambiarlas de color en la última oportunidad, la más veloz. Es el primer deportista en obtener medalla en la misma competencia individual en seis ediciones olímpicas consecutivas, sean de invierno o de verano.

Dice Zoeggeler: “Al principio, en los primeros descensos, levantas un poco la cabeza para ver, pero si quieres de verdad ir rápido y explotar al máximo la aerodinámica, la pista la debes sentir bajo los patines del luge, moviéndolos con las piernas, con las manos y los hombros”. En otras palabras, debes ir a ciegas.

Zoeggeler afirma que nunca calculaba, en este deporte que se gana por centésimas de segundo: “si razonas, terminas por equivocarte”. Por lo mismo, cuando le preguntaban si alguna vez tenía miedo de ir a ciegas, a esas velocidades de loco, respondía: “¿Miedo? Es una palabra equivocada”. Y también por eso pudo convertirse en leyenda olímpica.

viernes, enero 12, 2018

Glorias olímpicas invernales: Katarina Witt




Fue “la cara más bella del socialismo”. Años después sería injustamente señalada por colaborar con la Stasi, la omnipresente policía secreta de la República Democrática Alemana. En realidad, ella era la espiada. Siempre quedará en nuestra memoria como una de las patinadoras más exquisitas que jamás haya pisado una pista. Carmen sobre hielo.

Katarina Witt  mostró aptitudes atléticas desde pequeña, por eso fue a una de las escuelas especiales que se desarrollaron en la RDA con el propósito de fabricar campeones. Su vida se convirtió en entrenamiento constante y disciplinado.

Ese entrenamiento dio frutos muy pronto. Katarina era subcampeona mundial en 1982, a los 17 años. En los Juegos Olímpicos de Sarajevo 1984 ganó la medalla de oro. Ese mismo año fue también campeona mundial, título que obtendría tres veces antes de presentarse en los Olímpicos de Calgary 1988. Allí se dio la “Batalla de las Cármenes”, porque tanto Witt como su rival, la estadunidense Debi Thomas, decidieron hacer su programa largo con la música de la ópera Carmen, de Bizet. Witt no sólo fue más elegante que su rival, que dependía más de su atleticismo y falló varios saltos complicados, sino que tuvo una presentación memorable. Con ella, se convirtió en la segunda patinadora de figura, después de Sonja Heine, en repetir como campeona olímpica.

Tras su cuarto título mundial, Witt pasó al profesionalismo, hizo espectáculos sobre hielo y también cine y televisión (incluso, ganó un Emmy). Tras la reunificación alemana, fue convencida de representar a su país en los Juegos Olímpicos de Lillehammer 1994. Ahí presentó “¿Adónde han ido todas las flores?”, que fue la más artística de las presentaciones en ese evento, pero no la más perfecta en lo técnico, por lo que quedó fuera de las medallas.

Con la reunificación, se acusó a Witt de haber colaborado con el gobierno comunista caído. Ella era una figura pública, “la cara más bella del socialismo”, nunca se había quejado, y el ambiente de sospecha de la época la señalaba.

Katarina tuvo que probar que no había sido una espía. Lo que encontró en los archivos de la Stasi es que había sido vigilada desde que tenía 8 años, que alejaron a su primer noviecito, mandándolo lejos a hacer el servicio militar y no dándole permisos de salida, para que Katarina se concentrara en sus entrenamientos y rutinas, que reportaban conversaciones, tiempos de traslado, todo. Que no tenía vida privada.

Lo curioso es que la patinadora estaba tan ensimismada en su deporte, que no tenía cuestionamiento alguno del sistema totalitario en el que le tocó vivir. Aún así, el régimen no confiaba en ella, y la espiaba constantemente.

La bella Katarina, que hizo también época con los atrevidos atuendos con los que competía, se ha dedicado posteriormente a la televisión y el cine. En 1998 posó desnuda para Playboy y, vale la pena decirlo, ese número fue el segundo que se agotó completamente (el primero fue con Marilyn Monroe). 

miércoles, enero 10, 2018

AMLO no es de izquierda (4 textos)

A lo largo de los últimos meses he publicado en Crónica varios artículos que tienen el mismo leit-motiv. Andrés Manuel López Obrador no es un político de izquierda.
Aquí van cuatro de ellos.



AMLO no es de izquierda

La frase que da título a esta columna puede parecer una provocación. En cierto sentido, lo es. No por ello deja de ser cierta, al menos en lo que se ha entendido por izquierda desde que el concepto nació, en tiempos de la Revolución Francesa, y, sobre todo, con la irrupción ideológica del marxismo.

Lo primero son las definiciones. Las que da Andrés Manuel son, por decir lo menos, peculiares. Según el líder de Morena, ser honesto y amar a la gente es ser de izquierda. Con eso basta. Recuperando valores y principios se puede regenerar la vida política del país. El programa es lo de menos.

Hay quienes entienden el ser de izquierda de otra manera: apostar por un modelo económico que responda a los intereses y necesidades de las mayorías trabajadoras, por una mejor distribución del ingreso y la riqueza y, sobre todo, por una mejor distribución del poder.

Eso significa, a mi entender, que cualquier proyecto que se base exclusivamente en la lógica de subsidios y transferencias para paliar las desigualdades, a la postre sirve para prolongarlas. La clave del mecanismo de reproducción está en la relación vertical entre el que da el subsidio y quien lo recibe. Si no hay una organización social paralela al proceso, el resultado es de una mayor dependencia: el paternalismo gubernamental tiene su contraparte en el “hijismo” popular.

También significa el reconocimiento de que todavía existen las clases sociales, que luchan por la distribución del poder. El ser pobre o parte del pueblo bueno no es una condición de clase. Lo es, en cambio, encontrarse en cualquier parte de la cadena de producción-distribución. Es en función de ello, y de las ideologías que nacen de esa condición, que se pueden forjar alianzas sociales de gobierno: no en la mera delegación de poderes hacia un presidente que los detenta todos.

Para la izquierda existen los ciudadanos de distintas clases sociales, que gozan de derechos individuales y tienen impacto político según su capacidad de movilización (electoral o de otro tipo), y lo que busca es que el impacto de los trabajadores sea mayor.

El de pueblo es un concepto totalmente distinto, ligado a las ideologías más reaccionarias. Los individuos no importan, sino el pueblo, concebido como entidad monolítica. Y ese pueblo mítico (y bueno) expresa la voluntad común. No importa que dicho pueblo esté conformado por personas que piensan de manera muy diferente entre ellos.

Detrás del concepto unitario de pueblo está, necesariamente, la existencia del caudillo, que interpreta la voluntad popular. Los ciudadanos (o los militantes del partido caudillesco, bonapartista) no actúan por sí mismos, sino que son llamados a aplaudir, a hacer bola, a decir que sí. Actúan en el papel de Pueblo en la obra de teatro. El poder está concentrado en una sola persona.

Ser de izquierda no siempre ha tenido la equivalencia de ser demócrata o abonar por las libertades individuales. Por un tiempo sólo una fracción de la izquierda, los socialdemócratas y reformistas, estuvieron de ese lado, mientras que la izquierda revolucionaria ponía énfasis en los cambios sociales radicales y tiraba a la basura las “libertades burguesas”. A partir de la segunda mitad del siglo XX eso fue cambiando y, tras la caída de la URSS, sólo una minoría recalcitrante de la izquierda desprecia las instituciones democráticas, las libertades ciudadanas y los derechos de las minorías.

Sobre esos temas, López Obrador ha sido omiso y, si ha destacado en algo, ha sido en su constante torpedeo a las instituciones electorales del país, que siempre son acusadas de estar vendidas a la Mafia del Poder si no le dan la razón. Temas como el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo son esquivados o, peor, se piensa en llevarlos a referéndum, como si no se tratara de derechos humanos, a sabiendas del conservadurismo del “pueblo bueno”. En un referéndum capaz que se aprobaría el regreso de la pena de muerte (aún con este sistema judicial fallido).

Igualmente, la izquierda nace de la idea de progreso histórico de la humanidad. Ir avanzando hacia fases superiores de la civilización. No es, nunca, nostalgia del pasado. Más aún, si ese pasado corresponde a un modelo superado por la historia en lo tecnológico y en las relaciones financieras y comerciales entre las naciones.

La izquierda vive en una discusión interna constante. La hubo aún en los regímenes totalitarios (a veces se resolvía con ejecuciones, como en la Rusia de Stalin; a veces, con el cambio de guardia, como con el triunfo de Deng Xiaoping sobre la Banda de los Cuatro). Sucede lo contrario con Morena y López Obrador: el desacuerdo es traición. Todo aquel que critica al líder es un alfil de la Mafia del Poder, y para eso hay un ejército que, con puras respuestas emotivas en las redes sociales, hace las veces de “voluntad popular”.

Uno a uno, los elementos que a mi juicio constituyen la manera de ser de la izquierda, están notablemente ausentes del discurso y de la praxis de Morena y de su líder. Habrá a quien le baste la idea de que “primero los pobres” para considerarlos de izquierda. Habrá quien diga que basta con la denuncia constante al “capitalismo de cuates” que sufrimos (mientras Andrés Manuel se agencia el apoyo de otros cuates).

Para mí no basta. Hay un problema sistémico, que va más allá de la corrupción que corroe al país, y que no se puede arreglar de un sopetón, con el advenimiento de un líder carismático, sino con reformas consecutivas, con una mayor y más plural participación social y con un proyecto que implique no solamente una más justa distribución del ingreso sino, en primer lugar, un combate a la enorme desigualdad existente en la distribución del poder.




Pirruris, señoritingos, fifís, blancos

Le han llovido críticas a Andrés Manuel López Obrador por el uso de adjetivos despectivos en contra de sus rivales políticos; dicen que está bajando el nivel de la discusión. Lo cierto es que calificar a los adversarios de “señoritingos” y “pirrurris blancos”, y a sus críticos de “fifís”, no es un desliz: es parte esencial de su campaña, que abreva del rencor social y que divide a la población entre Pueblo Bueno y Mafia en el Poder. Es algo pensado, bien pensado; algo que ya le ha funcionado y que le podría volver a funcionar.

El rencor y el resentimiento sociales son una realidad. Tal vez no nos gusten, y sin duda son obstáculos para la construcción de un futuro común. Pero no están ahí de gratis. Por una parte, las graves condiciones de una desigualdad que no se atempera, generan naturalmente rencores; por otra, el discurso machacón de López Obrador, ese “ellos contra nosotros”, ayuda a mantenerlos vivos, y a obtener dividendos políticos de ello.

Pirrurris es una palabra surgida en los años sesenta, para identificar a la gente de clase alta, que fue popularizada por el comediante Luis de Alba, cuando imitaba a uno de los juniors de Televisa. Lo que caracteriza al pirrurris es –subrayo– el desprecio a quienes considera clases bajas: la “naquiza”, la “chancla popular”, “de aspecto frijolero”. No sólo se define por su clase social, sino también por el rechazo racista a quienes no lo son, que puede ser cualquiera. Los nacos pueden ser de la “Colonia Nácoles” o de la “San Ratael”. El pirrurris es, por antonomasia, el hijo de papi, quien le resuelve todo. Es engreído, descortés y en todo momento hace menos a la gente común y corriente. En distintos grados, todos hemos sufrido alguna vez a este tipo de personajes en la vida real.

Señoritingo, según la RAE, es “una persona joven, de familia acomodada, que se comporta con presunción y altanería”. Es, pues, el sinónimo culterano de pirrurris. Señoritingo es una palabra más vieja, que por lo tanto remite al siglo XIX y al porfiriato. Recordemos que “señorito” era el tratamiento que daba el personal doméstico a los jóvenes a quienes servían. Señoritingo también da idea de refinamiento, de altanería y de una vida frívola y ociosa, propia de estos señoritos. A mediados del siglo pasado, el diputado priista Roberto Blanco Moheno volvió a poner de moda la palabra, al criticar a “los señoritingos de izquierda”, que no conocían el país.

Fifí, que es el apelativo que López Obrador ha dado a la prensa que no concuerda con él, es un americanismo, y corresponde a una “persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”. Según el Diccionario Oxford es alguien “que tiene actitudes y modales delicados y exagerados”. De acuerdo con una versión, es el equivalente de frívolo. De acuerdo con la otra, es el de amanerado. En cualquier caso, un fifí está del otro lado de la trinchera del pueblo recio (y bueno).

Finalmente, está la novedad: “blanco”, que pone el color de la piel en la palestra política.

Hay que decir, al respecto, que Andrés Manuel no es el primero es usarlo. Lo hizo Pedro Ferriz Santacruz, al comentar sobre las elecciones de 1988. En aquella ocasión, Ferriz Santacruz dijo que Manuel Clouthier era extranjero, Carlos Salinas de Gortari, criollo y Cuauhtémoc Cárdenas, mestizo, dando a entender que cada uno respondería a los intereses de su “raza”. Recordemos, de paso, dos cosas: que Clouthier era mexicano y que México es el único país latinoamericano en el que la palabra criollo tiene connotaciones negativas.

El problema es que no es un locutor de radio quien utiliza el perfil racial, sino un candidato a la Presidencia de la República. Lo hace para diferenciar a sus rivales de la mayoría de los potenciales electores. No apela a las ideas, a los intereses que pueda haber detrás de cada proyecto de país, sino a la identificación primaria. Es política identitaria, igualita a la de los nacionalismos que han pululado en estos albores del siglo XXI.
Invocar a las diferencias sociales por el lado de los sentimientos, también le ha servido a AMLO para desentenderse de asuntos de programa. Basta ese llamado (el concepto de “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos” es parte del imaginario colectivo mexicano) para que se echen de lado las propuestas reales, que quedan en segundo o tercer plano.

No importará si Andrés Manuel, al fin y al cabo, tiene de su lado a empresarios que no se distinguen por su vocación social, a dos exsecretarios de Gobernación, y ninguna intención de democratizar el poder, que es lo que haría alguien realmente de izquierda y ligado a las clases trabajadoras. Y no importa que haya blancos de apellido francés, anglosajón o polaco en el entorno de AMLO: son mestizos honorarios por el mero hecho de estar en Morena. Lo que importa es que haya una identificación primaria, elemental, a favor de uno y en contra de los otros.

Todavía le quedan en la chistera dos adjetivos a Andrés Manuel, que quién sabe si use. Uno es “fresa” –que tal vez no llegue a usar, porque en los años setenta, cuando AMLO era joven, significaba “conservador”, y Andrés Manuel lo es–, pero que se convirtió con el tiempo en un sinónimo de “rico” y “mamón”. El otro, anterior por una o dos décadas, es “popis” (tal vez ligado a la columna de sociales “Ensalada Popoff”, de Agustín Barrios Gómez). A lo mejor en un par de semanas, nos enteraremos que los candidatos ajenos a Morena, además de todo, son “popofones”.

Lo único que nos falta por conocer es dónde se fija la línea divisoria entre pirrurris y pueblo, entre señoritingos y plebe, entre fifís y recios, entre blancos y mestizos. Digo, para saber.



AMLO el místico y su PES cristiano

A muchos les sorprendió que el Partido Encuentro Social haya confluido en la alianza que postula a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República. La verdad es que, en estas elecciones en las que abundan las coaliciones contradictorias, la del PES con Morena es de las menos discordantes, en términos ideológicos.

Al aceptar ser candidato del partido de los evangélicos, AMLO afirmó que “no hay diferencias de fondo, en lo político, en lo ideológico, entre lo que represento y lo que inspira a Encuentro Social”. Estoy convencido de que tiene razón.

López Obrador siempre ha tenido arranques místico-políticos. En 2006, hablaba de encabezar “la purificación de la vida nacional”; en 2012 decía que había que “auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria”. Ahora repite temas parecidos, pero significativamente deja afuera otros.

Si revisamos el discurso político de Andrés Manuel a lo largo de los últimos años –y más claramente desde que dejó el PRD y fundó Morena–, podemos advertir un cambio de ejes. Habla cada vez menos de los pobres y cada vez más de la nación. Sus grandes temas ya no están ligados a la explotación o la mala distribución del ingreso, sino a la entrega de la nación al extranjero, la corrupción y la falta de valores. Desde hace tiempo dejó de buscar un lugar dentro de la izquierda, y buscó hacerse un espacio propio en la nueva disposición ideológica del país. Ese espacio está en el nacionalismo radical.

¿Cómo dejar a la izquierda sin perder con ello a la mayoría de sus electores de izquierda? Lo primero, cambiar la definición: “ser honesto y amar a la gente. Eso es ser de izquierda”. Así lo dijo. Honestidad y amor. Recuperar valores y principios para regenerar la vida del país.

Junto con ello, se dejan de lado ideas históricas de la izquierda, como las clases sociales en disputa por el poder, y se sustituyen por la de pueblo, concebido como una unidad capaz de expresar la voluntad común.
Así, el pueblo –esa unidad mítica- vela por su bienestar y felicidad a través de su expresión encarnada, el líder carismático, que es el único capaz de interpretarlo. Es el pastor que guía a la feligresía a una vida mejor.

En su participación político-legislativa, el PES siempre ha invocado la existencia de un “derecho natural”, que proviene de Dios, y la necesidad de ajustar las leyes a este derecho. En otras palabras, la legislación debe obedecer un orden moral único. Esto vale para sus  iniciativas de defensa del matrimonio tradicional, la de protección de la vida humana desde la fecundación, la que califica de pornografía la educación sexual, la que restringe facultades a la CNDH y la Conapred o la que promueve el otorgamiento de concesiones de radio y TV a las asociaciones religiosas. En todas ellas hay un llamado a valores que se considera inamovibles, a una purificación de la vida política y social, a conducirnos todos por verdades irrefutables. La moral es la que los mueve: el compromiso de establecer el reino de Dios en la tierra.

Ese concepto que fusiona política y religión, hay que subrayarlo, es distinto a la doctrina social cristiana del PAN tradicional, y se parece, si acaso, a su corriente yunquista minoritaria.

Tal vez Andrés Manuel esté en desacuerdo con algunas de las iniciativas de Encuentro Social, pero esas diferencias, si las hay, no serían “de fondo” (los derechos de la comunidad LGBTTI o el de las mujeres para decidir sobre su cuerpo nunca han sido temas prioritarios para él). En donde está de acuerdo es que el quehacer político debe basarse en la existencia de una verdad única, irrefutable y, al menos en el discurso, en valores morales inamovibles. Que esto se contraponga al derecho a opinar diferente o a que las minorías sean escuchadas, es también un hecho sin importancia.

En ese sentido hay, detrás de la nueva visión de AMLO, toda una redefinición del concepto de democracia y del estado de derecho. La democracia proviene del sentido de las decisiones del pueblo, más que de la aplicación de las instituciones colectivas creadas en la pluralidad. El estado de derecho depende de la justicia de las leyes, y quien determina si las leyes son justas es precisamente el líder, que interpreta la voluntad popular e impone los valores inmanentes.

Eso nos explica, de paso, el por qué Andrés Manuel considera que bastará su prédica con el ejemplo para que la corrupción desaparezca en todos los niveles, y por qué –a semejanza del líder del PES y a diferencia de la bancada de Morena– no está preocupado por la aprobación de la Ley de Seguridad Interior.

Para completar el cuadro, una característica de los tres partidos de la coalición “Juntos Haremos Historia” es que están formados más por feligreses que por militantes. Algunos en Morena, acostumbrados a cierta vida partidaria, han tragado con dificultad los sapos de la alianza con el PES, pero lo que prima es la aceptación acrítica de las decisiones del dirigente. Y, como van aprendiendo que lo importante es quedar bien con el líder, eso se traduce en una carrera absurda para ver quién hace la machincuepa retórica más extravagante para justificar lo que para alguien de izquierda sería injustificable. El partido cede su lugar a la Comunidad de la Fe, como sucedió hace tiempo con el PT y, desde su origen, con Encuentro Social.
Si algunos se alejan de la comunidad, no importa. El cálculo es sencillo: hay más evangélicos obedientes al nuevo pastor que izquierdistas capaces de renegar al salvador de la Patria.

Lo más lamentable es que, junto a la feligresía, hay un montón de sacerdotes y sacerdotisas dispuestos a sacar harta raja política, y también económica.


AMLO, el garrote después de la amnistía

Mal que bien, Andrés Manuel López Obrador sigue dictando la agenda. Lo hizo cuando encabezaba el gobierno capitalino; lo hizo –a ratos– en sus anteriores campañas electorales; lo está volviendo a hacer ahora.

Eso es lo bueno para Andrés Manuel. Lo malo es que lo hace a través de una serie de mensajes que o son contradictorios o son de verdad muy preocupantes. Un ejemplo de ello es su propuesta en materia de seguridad.

Primero fue la idea de que dialogaría con los criminales y ofrecería una amnistía a quienes quisieran regenerarse. Esa idea ha sido criticada, incluso por algunos simpatizantes de Morena (los pocos que no piensan que su líder siempre tiene la razón).

Más allá de las consideraciones morales, que no son pocas, hay tres de carácter estratégico que muestran lo endeble de la posición de AMLO. Una señala que la amnistía se le otorga, normalmente, a las fuerzas derrotadas en una guerra: es una manera de evitar la prolongación de su agonía, y el derramamiento de sangre de todas partes que ello conlleva. No se ofrece una amnistía a quien supone ir ganando, como es el caso de la delincuencia organizada en México. El que algunos capos hayan caído no les quita a los criminales la percepción de que pueden ser más fuertes que las autoridades.

La segunda consideración está íntimamente ligada a la primera. Uno de los problemas centrales de México es la impunidad. Y uno de los enojos populares más grandes con el estado de cosas es precisamente ese. Los criminales se saben impunes, independientemente de la amnistía, y la población ve con malos ojos que haya una prolongación de la impunidad.

La tercera, que puede verse muy claramente en otras naciones, es que, en las zonas que controla la fuerza amnistiada (en este caso, el crimen organizado), el poder político real pasa casi automáticamente a esa fuerza. A veces también pasa el formal, con un pequeño barniz.

El recién nombrado encargado de la seguridad en el gabinete propuesto por AMLO, Alfonso Durazo, ha querido matizar la propuesta de su jefe. Dice que la amnistía se piensa más bien para los campesinos encarcelados por cosechar mariguana o amapola. Quiero suponer que también para narcomenudistas menores. En este caso, surge una pregunta de carácter económico: ¿Qué incentivos tendrán esos campesinos y esos narcomenudistas para no repetir su comportamiento? ¿Se pondrán a cultivar maíz y a trabajar de repartidores de pizzas? De hecho, la liberalización controlada de la cannabis tendría un efecto inmediato, mucho mayor. Pero de eso no habla López Obrador.

Andrés Manuel mismo ya le bajó dos rayitas a la amnistía. Dice que no incluye secuestradores ni violadores. Problema: todo levantón es un secuestro. Que no se pida rescate y se acabe asesinando al secuestrado empeora las cosas, no las dulcifica.

Lo contradictorio (al menos en apariencia) es que el proyecto de seguridad del precandidato único de Morena pasa por una militarización tajante. Su propuesta de una Guardia Nacional, bajo el mando único del Presidente (él), en la que confluyan las Fuerzas Armadas y las policías, se traduciría en una enorme concentración del monopolio estatal de la fuerza en una sola persona.

Bajo esas condiciones, suponer que no va a haber un uso discrecional de esa fuerza es un acto de fe. Podemos creer que Andrés Manuel no actuará así, pero sería sólo nuestro credo: nada nos lo garantiza.

Hay una manera de eliminar las contradicciones. Es suponer que AMLO ofrece una amnistía que no interesa al crimen organizado (o sólo a una parte, que incluye a algunos políticos que estaban ligados al narco, y que son bendecidos por el perdón de López Obrador) y, ante la negativa, reproduce la estrategia de confrontación directa de los anteriores gobiernos; pero ahora, con la “legitimidad” que le da haber ofrecido la amnistía. Continuidad, pero disfrazada.

Para decirlo de otra manera, la propuesta de la Guardia Nacional y el mando único es el garrote malamente escondido detrás de la zanahoria de la amnistía.

Eso lleva el problema de la zanahoria al garrote.

No queda claro cómo se irían a integrar policías y militares. No sabemos si ese proceso requeriría de reformas operativas sencillas o de cambios constitucionales (porque es evidente que la Guardia Nacional que establece la actual Constitución es otra cosa). Lo que sí sabemos es que se pretende una organización vertical, en cuya punta esté el Presidente de la República.

La creación de un cuerpo único para el orden público normalmente trae consigo una suerte de depuración. Esta puede ser de carácter operativo o político. En cualquier caso, si se colocan militares en una cadena jerárquica cuya parte alta –no sólo la formal– sea civil, la corporación ya no obedece a los rigores reglamentarios propios de la concatenación jerárquica, sino a las necesidades, que pueden ser cambiantes, de la jefatura civil. El resultado es un mayor control político, desde arriba, de las estructuras del Estado, a costas de una menor certidumbre respecto al comportamiento de la fuerza del orden.

Es un método que ha sido utilizado en otras partes. En ninguna de ellas por gobiernos democráticos. En todas ellas, hay que decirlo, con buenos resultados en términos de conseguir cierto grado de control sobre la violencia. Eso no significa necesariamente que la violencia disminuya: sólo que está controlada por el Estado, que la hace jugar a su favor. Es una fórmula para gobiernos autoritarios, y ha sido favorita para los de derecha.

Bueno, hay quien todavía cree que Andrés Manuel es progresista.

Si AMLO ha delineado, mal que bien, una estrategia, sólo ha recibido críticas genéricas de parte de sus contendientes. Y todavía no vemos qué dicen, más allá de sus frases de cajón, Meade y Anaya. El primero habla de combate al crimen organizado con las armas actuales y defiende la Ley de Seguridad Interior; suma la frase de que se actuará más y mejor contra el lavado de dinero y ahí se queda. El segundo nos promete una estrategia “inteligente”, pero no nos dice de qué se trata.

Le regalan la agenda. Así sea para proponer cosas que no presagian nada bueno.