jueves, enero 27, 2005

Biopics. 1966.

1966

Al año siguiente continuó la fiebre del Beisbol. Mi papá decidió, muy contento, que Shulton de México patrocinara un equipo de la liga. A mí la idea no terminaba de gustarme: indicaba que mi jefe se estaba involucrando de más en la Petro, y a mí lo que me gustaba era ser uno del montón.
Como lo imaginé, me cambiaron de equipo. Me tocaba jugar en los “Tilingos” de Gasolmex 90. Pasé a Shulton, a cambio de “El Chocolate”. El equipo salió bueno, y peleamos el liderato con Ray-O-Vac y Coca-Cola. Me confirmé como el amo de la segunda base (aunque, durante mi estancia en la Liga Pequeña jugué todas las posiciones: incluso un buen rato de catcher).
En la selección grande, sin embargo, me pasaron a los jardines. Recuerdo una vez, en la Tarango, que mi papá invitó a mis primos Luis y Juan Eduardo. Tuve una participación relevante, atrapando un batazo que pintaba para extrabase, y –como primer bat- trabajé un par de pasaportes y fui sustituido por un corredor emergente que anotó la carrera de la victoria. El comentario de Luis, al final, fue: “Je je, te pusieron de jardinero derecho”. Siempre me cagó el tal Luis (y la casi totalidad de mis primos y tíos Báez).
El caso fue que esa temporada quedó trunca para mí, ya que, por quién sabe qué grillas (en realidad porque unas ligas estaban pagando dinero a los niños que jugaban mejor para transferirse), las Liga Pequeña decidió que todos los seleccionados debían, forzosamente, jugar para la liga que les quedara más cercana. La mía era la Azteca, donde no conocía a nadie. Qué güeva. Fue, prácticamente, el final de mi estancia en el beisbol organizado.
En la escuela, iba bien en general. Allí me hice cuate –es un decir- de Arturo Déctor, un gordo al que le gustaba el beisbol y que jugaba en la Liga Metropolitana. Aunque fuera un fan del beis, Déctor era un mal bicho. Un tipo raro, frustrado, que siempre me chingaba uno de mis tres tacos de canasta. Él no sabía nada de sexo y estuvo todo un recreo preguntándome acerca de la anatomía de la vagina. Le di una explicación tan larga como incorrecta. Para colmo, le iba a los Diablos. El que me llevara yo con un personaje así por casi todo ese año, dice mucho acerca del aislamiento social en el que yo estaba en la escuela, producto –sigo pensando- de la diferencia de edades.
En cambio, en la colonia, desde el año anterior había crecido mi círculo de amigos. En particular, dos cuates: Víctor Monjarás y Rafael Pérez Medinilla, a quienes conocí cuando Tito, otro vecino –mayor que nosotros y con alma de capataz- estaba formando un equipo de futbol americano (en realidad, de tochito): Los Pointers de la Anzures.
De alguna forma, los Pointers sirvieron para mi transición beisbolera. Pero fue sobre todo fueron el vehículo original para la amistad de Víctor y Rafael, que se fue consolidando, no sin baches, a través de los años.
Los Pointers eran el típico equipo de barrio, armado a la buena de Dios, por muchachos que no teníamos una idea muy clara del americano. El asunto es que los gordos estaban en la línea de golpeo, los flacos y rápidos eran las alas, el que más idea tenía era el core y los demás éramos el backfield (o el “marfil”, como dijera “Coco” Almazán, un chavo medio loco de la cuadra, al que maltrataban sus padres). Los marfileños también constituíamos el perímetro a la defensiva.
Tuvimos nuestro debut contra un equipo similar, de la colonia Cuauhtémoc, en un parquecito que estaba en lo que ahora es el entronque de Mississipi y el Circuito Interior. Fue un buen juego, porque las tacleadas se daban por igual en el pasto y en el cemento. Ganamos 6-0, con un touchdown de quien menos esperábamos: el Coco Almazán. La revancha fue en Milton, y perdimos por idéntico marcador (y he de confesar que a mí me tocaba cubrir al anotador del equipo contrario).
En esa magia infantil estaba, cuando llegó de Cuba, en ruta de refugiada hacia Estados Unidos, mi prima Teresita Báez.
Teresita tenía 19 años, un carácter extraño y manos heladas. Por alguna necesidad escondida, que relaciono con el frío de sus manos, me envolvió, para arroparse en mí. Fui una especie de confidente para ella. También una suerte de juguete, un niño lábil con el que podía moldear sus fantasías, dejando que apenas rozaran la realidad.
Era muy dramática cuando hablaba de la situación en Cuba. De ahí, destacaban algunas anécdotas: su horror cuando la maestra de tercero de secundaria explicó la anatomía genital femenina (“imagina, le estaba enseñando a los hombres cómo éramos nosotras”); su desilusión porque a su mejor amigo lo mandaron a Isla de Pinos, como parte de las UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), porque vestía violentas combinaciones de rojo, morado y amarillo (supe más tarde que las UMAP eran campos de concentración en donde “rehabilitaban” a homosexuales y “desafectos” al régimen); y su amor platónico hacia otro compañero de la escuela, Claudio.
Teresita me provocaba de diversas maneras. “Ponme Guantanamera y te hago un striptease”, dijo una vez. Yo ponía el disco y ella comenzaba a desnudarse. Pero nunca terminaba: se quedaba en “sostén” (así le decía ella al brassier). En otra ocasión, señaló un payasito de vidrio cortado y me dijo que era Claudio. Me pidió –o quizá me ordenó- que yo fuera Claudio, el payasito de vidrio cortado. Alguna vez quise ardientemente serlo. Ser su objeto. Otra vez, al ver que mis pechos de pre-adolescente crecían, me dijo: “Ya tienes senos. Te voy a comprar un sostén”. Todo eso me excitaba. También me hizo bailarle, subido sobre una mesa, dos canciones: “Hanky Panky” y “La Chica Ye-Ye”. En una fiesta, Teresita vio a un amigo de Pepe Valle, apellidado Vaqueiro, y me comentó que era igualito a Claudio. Vaqueiro la invitó a bailar y ella, “con el dolor de su corazón”, le dijo que no. A lo largo de las semanas, Teresita soñaba con Vaqueiro, pero me tenía a mí.
La estancia de Teresita en la casa coincide no sólo con el vago inicio de mi despertar sexual, sino con otro tipo de acciones. Una vez me puse un traje de baño de dos piezas de mi mamá. Me excité. Otra, me puse un vestido de Teresita y me metí a la regadera con él. Tal vez de verdad esperaba que ella me comprara el sostén.
En esos días teníamos una especie de club en la azotea de la casa de Rafael. Ahí algunos fumaban, varios jugábamos dominó y ajedrez y todos entrábamos a la competencia de chaquetas. Había dos tipos de retos: ver quien se masturbaba más rápido (Rafael siempre ganaba) o quien podía llenar más un vasito (no recuerdo vencedor; lo que sí, que aunque yo tenía erecciones y lubricaba mi pene, no eyaculaba).
Una noche, llegando del club de casa de Rafa, me encontré con que mi papá estaba borracho. Tenía una discusión absurda con mi mamá. Él, de necio, quería que le trajeran una botella de vino que estaba abierta. Mamá, de necia, le insistía en que no había ninguna botella de vino abierta. Esta estúpida discusión de intransigentes terminó muy mal. Mi papá le dio un golpe a mi mamá –algo que yo jamás había presenciado-, salió de la casa y tomó su auto. Me quedé llorando, rogándole algo a la pintura del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en el cuarto de mi hermano.
En la madrugada nos enteramos de que mi papá había chocado en la carretera a Querétaro. Estaba muy malherido, y mi mamá salió corriendo al hospital.
El accidente fue el 22 de diciembre. Las navidades quedaron ensombrecidas, con una tristeza profunda. En Nochebuena, Teresita y yo nos acostamos en la misma cama. Ella me dijo: “Tú eres el boxeador que acaba de perder su pelea y yo soy su puta, ámame”. Me monté sobre ella y empezamos a movernos, sobre nuestras ropas. Le toqué los flancos, las caderas. Ella me dijo: “Ahora sí, jaiba con jaiba”, lo que, en su lenguaje rebuscado, quería decir beso de lengüita. La besé, pero ella apretó sus labios. A los pocos segundos, apretó todo el cuerpo. Allí terminó nuestro posible, pero improbable incesto.



El Mundial de Inglaterra

Era la primera vez que se transmitía en vivo. Hacía cuatro años, en Chile, vimos los partidos diferidos (aquella frase de Fernando Marcos que haría historia en el momento triste de la victoria agónica de España sobre México: “el último minuto también tiene 60 segundos); ahora la magia del control remoto nos los traía al instante. Lo malo es que los juegos eran en horario escolar. Así fue que me perdí la derrota nacional 2-0 ante Inglaterra, cuando Nacho Trelles mandó a la patria entera a defender el 0-0. En cambio, por ser en fin de semana, pude ver el empate a uno con Francia: gol inolvidable de Borja.
El partido clave era el tercero, contra Uruguay. Si ganaba México, clasificaba a cuartos de final. La euforia en la escuela era tal, que nos dieron las dos últimas horas libres. Así que abordamos en masa, y sin pagar, los camiones Juárez-Loreto y cada quien se fue a su casa a disfrutar el juego.
México dominó todo el tiempo. Los uruguayos repartieron caña. Hubo un par de jugadas nuestras que casi culminan en gol. En una de ellas, el Tetos Cisneros disparó, la bola pegó en el poste y dio un largo, exasperante paseo delante de la línea defendida por Mazurkiewicz, llegó al otro poste, hizo una comba y salió por la línea de meta.
Fue entonces cuando Fernando Luengas, el narrador de Telesistema, acuñó otra frase inmortal, que sin duda resume el sentir más hondo de un país que se sentía (o “se sabía”, si le preguntáramos a los mayores de ese entonces) inferior: “¡¿Por qué se nos niega?!”.
Cada quien para sí y Dios contra México. México 0, Uruguay 0. Los charrúas calificaron
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