viernes, marzo 30, 2007

La Carrera del Siglo

A mediados de 1973 escribí un sueño, que transformé en un cuento. Hermann Bellinghausen se quedó con una copia y, sorpresivamente, lo publicó en Nexos, en 1979. Resulta curioso constatar que la aparición de un salvadoreño malherido y una nicaragüense embarazada podía interpretarse, a la fecha de la publicación, como obvia referencia a las respectivas revoluciones en América Central. En 1973 no tenía yo ni idea de cómo se iba a mover la política del subcontinente a lo largo del siguiente lustro.
Y hablando de este tipo de falsas metáforas, hay otro cuento mío, "Retorno N de Amadís", que escribí en 1974, corregí en 1980 y publiqué en 1990, y que hoy podría interpretarse como una crítica a una supuesta blandura de Occidente ante el Islam. En realidad, era la transcripción de otro sueño.


La Carrera del Siglo

A fines de 1966 se estrenó en el cine Diana de la Ciudad de México, una pelí­cula de Blake Edwards titulada "La carrera del siglo", que fue todo un éxito de taquilla. Por aquellos tiempos yo tení­a doce años y estaba perdidamente enamorado de mi vecina, Ana Maria, walkiria pequeña y sutil, dos años mayor que yo y que jamás me correspondió, amargándome los primeros años de la adolescencia. Sólo tengo un recuerdo amable con ella, y fue precisamente cuando fuimos a ver juntos "La carrera del siglo". Compramos unos dulces redondos con pasita enmedio y unos chiclosos, que comí­a uno de la mano del otro. Cuando llegó el beso entre el galanazo Tony Curtis y la dizque liberada Natalie Wood (¡qué senos, cómo me impresionaron!), Ana Marí­a cogió un dulce entre los dientes y, golosa, me invitó a compartirlo. Aquella fue la única vez que pudo mi boca rozar la suya, que recuerdo pegajosa y azucarada. Algunos años después se casarí­a con un cirujano de éxito, actualmente se encuentra en el laborioso proceso de llenarse de hijos.


Fue en uno de esos arranques de nostalgia que me decidí­ a ir al cine Estadio, donde la reestrenaron. Era un domingo y el cine estaba lleno a reventar. La pelí­cula se me hizo divertida, principalmente la caótica guerra de pastelazos en la que Jack Lemmon cae dos veces al gigantesco pastel: primero como el profesor Fate, luego como un rey borrachí­n. Pero, por más que traté, no pude asociarla con aquel dí­a en que mis labios pudieron sentir, efí­meramente, los de su walkiria. Es imposible regresar en el tiempo, me dije. Al final de la pelí­cula me encontraba un poco decepcionado, pero de pronto pensé que no habí­a por qué estarlo: yo estaba por encima de todo aquello, estaba por encima de Ana Marí­a, sobre los demás asistentes al cine, sobre los personajes: yo sabí­a cómo iba a terminar el filme, Ana Marí­a no estaba ahí­ para hacerme competencia y los personajes aún luchaban denodadamente por ganar la carrera. Cerré los ojos con lentitud y calma, a sabiendas de que la pelí­cula iba a terminar cuando Fate, al inicio de la carrera de regreso a Nueva York, disparara el cañón de su carro y mandara la torre Eiffel al suelo.

La primera vez que ví­ la pelí­cula me molestó el final, quizá porque habí­a sido lo suficientemente inocente como para encontrar creí­ble todo lo anterior. En el cine Estadio me molestaba otra cosa: la posibilidad de que el truco de la torre Eiffel haya sido un pretexto para no mostrar la carrera de regreso, en la que de seguro el Profesor Fate derrotó con facilidad al carita Curtis, quien llegó a la meta dí­as después, negro de fango y aceite, perdida la eterna y aséptica pulcritud con la que se pavoneó en la primera parte de la cinta. Y este miedo se confundió con otro: quizá toda la historia habí­a sido cambiada para la glorificación del limpio y maniqueí­sta Curtis.

Se fue la luz del cine, sumiéndonos en la oscuridad total, empecé a escuchar gritos de pánico, o más bien un rumor de excitación, sentí­ una brisa marina golpeándome la cara, ahora estaba yo dentro del filme, entre los espectadores que esperaban la llegada de los contrincantes. Nunca supe exactamente dónde; si en la pantalla del cine Estadio, en Parí­s a la llegada de los competidores, o en el estudio de California, cercano al mar.

Hubo algo que me impresionó: yo era yo, de espectador, pero también era Curtis y era Fate: estaba llegando a la meta, estaba esperando la llegada del Otro y, por otro lado, lo veí­a todo desde arriba, dominando los pensamientos y las acciones de todos. Creo que es hora de contar como terminó realmente la Carrera del Siglo.

Yo, Curtis y yo, Fate, llegábamos al mismo tiempo a Parí­s, decidimos pactar un empate, sin embargo alguno habí­a de llegar primero, porque era necesario cruzar una puerta donde sólo un automóvil cabí­a. Yo, Curtis, eché una moneda al aire, y yo, Fate, ingenuo, acepté que el Otro entrara primero (la moneda tení­a la misma figura por los dos lados). Seguí­ atrás de Curtis, hasta la puerta de entrada, entonces yo, Curtis, le hice una seña al empleado que abrió la reja para que no me dejara entrar a mí­, Fate. Así­ vi, desesperado, pero todaví­a con la remota esperanza de que Curtis cumpliera el trato, cómo gozaba del recibimiento público, y vi también, mientras se me vitoreaba, la cara de rabia de Fate a través de las rejas que nos separaban; me lanzaba miradas de odio y de humilde aceptación de una derrota falsa. Intenté no verlo ni pensar en otra cosa. Al mismo tiempo, yo veí­a desde dentro de todo lo que sucedí­a, la relación entre Curtis y Fate, de amistosa hostilidad, de amor: uno necesitaba del sacrificio del otro para ser él; el otro para saberse vencedor, debí­a de ver con claridad el fin de la historia y gozar, de cierto modo, con la victoria pí­rrica de quien trataba de dominar su remordimiento. Yo era la relación entre ellos, y creí­a saber el final. Pero sucedió algo imprevisto, Curtis decidió disparar hacia el mar el cañón que tení­a escondido en su máquina blanca, en festejo de la victoria, entonces se me reveló el verdadero final y todo lo que habí­a de seguirle. Fui Curtis manejando el coche hacia el malecón californiano-parisino, fui el espectador viendo cómo se acerca el automóvil a la orilla, tratando de hacer un recuerdo de su vida entera antes del bombazo que no sólo caerá al mar, sino que nos destruirá a todos los personajes y que no quedará absolutamente nada de mí­ en el mundo, fui Fate, al fin conocedor del significado de su nombre, accionando mentalmente el botón que disparará la bala y acabará con todos, aceptando la muerte como algo necesario.

Antes de que Curtis disparara el cañón e hiciera caer a la torre Eiffel, yo estaba dentro de la torre observando cómo todas las cosas tení­an lugar. Todos los que nos habí­amos encaramado ahí­ sabí­amos el final y que sólo habí­a oportunidad para la vida subiéndonos en la torre, que todo el mundo serí­a destruido al momento del cañonazo y que sólo algunos de los que cayéramos de la torre nos podrí­amos salvar. Todo esto lo habí­a yo soñado y quizá estuviéramos en la realidad; al momento de llegar Curtis en su automóvil blanco, radiante, supe que tení­a razón, lo supimos todos los que estábamos en la torre. Pasamos los minutos anteriores a la catástrofe buscando con desesperación una manera de evitarla, pero cada vez que abrí­amos una puerta o apretábamos un botón, aparecí­an los cadáveres de toda la humanidad, o sus fantasmas, a roernos la conciencia. Cuando vimos que no habí­a otra salida, nos atuvimos al destino, tratando de abrazar a la mujer más cercana. Escuchamos la explosión y sentimos cómo la torre caí­a perpendicularmente hacia el mar, ya estábamos seguros para entonces de ser los únicos humanos vivos sobre la tierra. Yo sabí­a los pensamientos y los sentimientos de cada uno, estaba en mí­ y en los demás simultáneamente. Por eso, pude sentir mi cabeza chocar contra una viga y tener como última visión en la tierra a los compañeros que se han salvado y nadan en dirección a la playa, pero pude también nadar y sobrevivir y ser al fin yo mismo, en el momento decisivo de la vida.

Los que quedamos somos una raza nueva, verdadera, que camina por la playa hasta llegar a un llano muy verde, donde nos espera un tren, que nos llevará a poblar el mundo y cubrirlo de tractores y cerezos. Me hice amigo de dos salvadoreños y una nicaragüense, uno de ellos está malherido, ella, encinta. Ella, es joven y morena, el pelo castaño le cae sobre su cara mestiza, rí­e con amplios dientes, su vestido es de tela burda, limpio, floreado. Puedo asegurar que toda su vida se ha bañado en un rí­o. Va a ser mi mujer, lo sé, todos los hijos son nuestros, y son nuestros hermanos. Conversamos los cuatro hasta llegar a una gran casa de campo, donde un grupo vivirá y trabajará los próximos meses. Viene a mi mente la imagen de Ana Marí­a lánguida y de transparente mirada, enmedio de la oscuridad del cine Diana, con un dulce entre los dientes, trato de aferrarme al cuerpo de mi mujer. Ya no distingo nada. Beso por un segundo a Ana Marí­a, veo el final de "La Carrera del Siglo", y salgo del cine, tomando orgulloso a Ana Marí­a de la mano, dispuesto a encontrar -al doblar la calle- a la otra mujer, por la que quizá estoy pasando mi brazo cálido en estos momentos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Hasta que le pesqué una, dottore!: "cada vez que habrí­amos una puerta".
Me gustó mucho el post anterior, el de adopte un angelito.
Un abrazo,
Yo

FBR dijo...

Es cut & paste de Nexos de 1979.

¡Eso quiere decir que el gazapo se le pasó a José Joaquín Blanco!

Carlos dijo...

Vaya, cuando yo lo leí, el error ya estaba corregido. Bien por Hugo