martes, mayo 22, 2007

Biopics: ¿No queremos apertura? ¿Queremos revolución?

Los primeros años setenta fueron muy complicados para la izquierda. Por una parte, el desenlace del movimiento del 68 había llevado a varios grupos a la radicalización y la guerrilla; por otra, el carácter semi-ilegal de las organizaciones socialistas (parafraseando a Echeverría, no eran ni reconocidas ni clandestinas, sino todo lo contrario); finalmente, la llamada “apertura” echeverrista había atraído a no pocos progresistas cansados. La apertura consistía, fundamentalmente, en una pequeña dosis de autocrítica (“¡Qué magníficamente autocrítico es el Señor Presidente!” decía la prensa), una mínima apertura a la libertad de expresión (que a fines de sexenio demostraría su mezquindad con el golpe a Excelsior) y el conocido discurso tercermundista que, junto con el elevado gasto público, tenía muy molestos a los sectores más conservadores del empresariado.


La consigna dominante en la UNAM era “No queremos apertura, queremos revolución”. Lo que no nos quedaba muy claro a muchos era si queríamos revolución porque la apertura era insuficiente, por lo que era necesario ensancharla, o si la apertura era una trampa burguesa (en otras palabras, si Pinochet y Echeverría eran “la misma porquería”) y la revolución era la neta. Las ideas corrían y chocaban entre sí.


Del lado aperturista había nacido una agrupación, el CNAO –Comité Nacional de Auscultación y Organización- que pretendía formar un partido legal de izquierda. En un principio, Octavio Paz y Carlos Fuentes participaron. Paz lo abandonó muy pronto, supongo que molesto ante el talante poco liberal de muchos de los otros organizadores. A Fuentes se le atribuye la frase “Echeverría o el fascismo”, aunque él dice que en realidad es de Fernando Benítez (después de conocer al viejo Benítez, a quien no respeto, le creo a Fuentes): el caso es que dejó ese esfuerzo, que fue durante mucho tiempo encabezado por el ingeniero Heberto Castillo. Fuimos a algunas conferencias de Heberto, y era agradable sentir su optimismo respecto a la creación de un gran partido de izquierda, no dogmático, capaz de tomar lo mejor de México y transformarlo. Pero dedicaba buena parte de su tiempo a criticar a la otra izquierda, al Partido Comunista, a las organizaciones a veces efímeras que surgían de esa sopa primordial.


En Economía, Castillo era “Heberturo” y sus seguidores, “heberturistas”. Pablo Gómez señalaba en las asambleas que la burguesía nos reprimía, claro, porque eso está en la naturaleza de la lucha de clases y cuando tomáramos el poder, seguro que reprimiríamos a la burguesía. Y uno se quedaba pensando: “no, pus sí, los burgueses no se van a dejar tan fácil, pero… tampoco podemos tomar el concepto dictadura del proletariado así de literal… si en las democracias hay, en el fondo, dictadura burguesa, ¿por qué no puede haber una democracia que, en el fondo, sea dictadura proletaria pero sin dejar de ser democracia?”


Había un lugar en el mundo en donde se estaba tratando de hacer precisamente eso: una dictadura proletaria en el marco de las instituciones de una democracia actuante: Chile, con el presidente socialista Salvador Allende. Mi generación siguió el proceso chileno con atención. Sabíamos que los “momios” no se iban a dejar: ahí estaban, defendiendo sus privilegios, y con ellos, la Kennecott Copper, tratando de sabotear el esfuerzo del gobierno y los mineros; ahí estaban Nixon y Kissinger poniendo piedras en el camino de Allende –y tachuelas en los caminos para que se poncharan las llantas de los camiones y el desabasto dañara la reputación de la Unidad Popular-. Los más ultras querían que Allende radicalizara discurso y acciones, y se enojaron con la visita de Estado que hizo a México, que vieron como un espaldarazo a la política exterior de Echeverría, siempre en busca del liderazgo de los no-alineados. La mayoría teníamos la esperanza de que se pudiera alcanzar el socialismo por la vía pacífica.


Pero aquí las cosas eran complicadas. La marcha contra la Kennecott fue prohibida. Los pocos grupitos que salieron de Chapultepec fueron perseguidos por la policía; se volvían a agrupar y recorrían las laterales de Reforma, adonde los correteaban y les daban toletazos. Varios de nosotros seguíamos las acciones desde el camellón contrario. A Beatriz Novaro se le ocurrió pararse sobre una de las bancas de piedra de Reforma para ver mejor las acciones, y la bajaron de un toletazo en la corva. En otra marcha frustrada a favor de Allende me tocó estar de copiloto en el coche de Víctor y quedarnos de sándwich entre los manifestantes que avanzaban por la lateral y los cuicos que iban a golpearlos. Víctor aceleró y por un instante pensé que iba a atropellar a los policías, con consecuencias terribles, pero pocos metros antes de encontrarlos, dobló a toda velocidad por la calle de Toledo. Para nosotros la apertura fue una cosa de mentiritas, así lo vivimos.


Así nos iba a los estudiantes semi-legales en la Ciudad de México. En otras partes, y con otros opositores, la cosa era peor. Víctor fue una vez a Acapulco con su amigo Mike y pedían aventón de regreso cuando los detuvieron unos militares –que veían como peligroso a todo joven greñudo-. Les preguntaron qué estaban haciendo y ellos respondieron con la verdad. Entonces un soldado le dijo a Víctor: “¡Anda, corre, corre!”. Víctor no corrió y al rato los dejaron ir. Pocos días después nos llegaron los rumores de que le habían hecho lo mismo a una chava –una guerrillera, quisimos creer- y le dispararon por la espalda mientras corría hacia la Diana que está en la Costera de Acapulco.

Eran muchos los cantos políticos a nuestro alrededor, y no sabíamos si eran de sirenas. Queríamos democracia. También queríamos un cambio profundo en las relaciones sociales. No sabíamos si uno era imposible con la otra. O sin ella. Pensábamos que el experimento chileno nos sacaría de dudas. Pero el final terrible que tuvo sólo sirvió para ahondarlas.

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