miércoles, octubre 24, 2007

Biopics: Noches de Skadarlija II

Malacostumbrados a la buena vida que nos dimos en la gira (subí cuatro kilos en quince días), decidimos quedarnos la semana yugoslava en el mismo hotel. Una decisión económicamente irracional. Nadé en la alberca techada y me metí, por primera vez, a un sauna, que era mixto. Durante todos esos días nos la pasamos, fundamentalmente, cotorreando con nuestros cuates yugos.


Lo que más hicimos fue platicar. Fundamentalmente en inglés, aunque Lada, políglota, traducía de cualquier idioma. Un mucho fue de política. Nos explicaron qué cosa era la “Republika Federativna Jugoslavija”, con particular énfasis en los delicados equilibrios entre naciones de muy distinto grado de desarrollo económico. Estaban muy orgullosos de ser “eslavos del sur”, y ponían énfasis en el ser sudeuropeos, lo que los acomunaba con portugueses, españoles, italianos y griegos, pero sobre todo los separaba de polacos, ucranianos o rusos.
También nos platicaron del 68 yugoslavo: la toma de la Universidad de Belgrado y el contenido de sus luchas: a favor de la libertad de expresión, de la profundización del socialismo, de la solidaridad con el tercer mundo y en contra de los privilegios de la “burguesía roja” y la rigidez de la burocracia política. Todo su rollo nos sonaba tremendamente familiar; empezábamos a darnos cuenta de que éramos una generación globalizada, aunque la palabreja todavía no se usara. Que queríamos dar respuestas similares a realidades diferentes.
Otro gran tema fue la autogestión. La vía yugoslava al socialismo a partir de los consejos de fábrica o de cooperativas agrarias. El rechazo a la planeación rígida estilo soviético, que daba más libertades, pero también tenía problemas que considerábamos típicos del capitalismo, como la inflación.
De parte nuestra, les dimos la versión de la historia moderna mexicana que habíamos mamado en Economía. La revolución dio como resultado la extirpación de la aristocracia, disminuyó diferencias sociales intolerables y abrió las puertas para la movilidad social, pero conllevó –traicionada- la creación de una burguesía dependiente, que actúa dentro de un capitalismo de Estado. Les explicamos el funcionamiento del ejido, y les dijimos que el problema era su uso político, que a menudo se contraponía a la capacidad productiva de los campesinos.
En algún momento, entre signos de aprobación de sus compañeros, Branko comentó que todos los países del mundo eran amigos de Yugoslavia, salvo la URSS, Estados Unidos, Italia, Austria, Hungría, Albania, Bulgaria y Grecia. Los mexicanos nos reímos mucho: odiaban a todos sus vecinos.
Pero no todo era política. Contamos muchos chistes –y los yugoslavos eran particularmente soeces-, y cotorreamos de a montón. Fuimos al estadio del Partizan y Boban decía que tenía capacidad para 200 mil espectadores. Nosotros le decíamos, “sí claro, 20 mil”. Y él: “¡Nooooo! 200 mil”. Y nosotros, por hacerlo enojar: “¡Síííí! 20 mil, el Azteca tiene capacidad para 114 mil y es cinco veces más grande que éste”.
Otra vez les dijimos que en México sólo había dos yugoslavos populares. En el número uno, para su sorpresa, Mustafá Hasanagic, centrodelantero del Partizan que en un torneo hexagonal se colgó del travesaño de la portería en C.U., y lo partió en dos, y cuyas patoaventuras serían recontadas en la revista Chanoc (donde el equipo de Hasanagic era el Patizamb); y en el número dos ni más ni menos que Velibor Bora Milutinovic, veterano mediocampista de los Pumas (ora que lo pienso, Bora era algo así como el Leandro de los primeros años setenta). Y… bueno, en tercer lugar Tito, sólo conocido en el mundillo político.
Fuimos varias veces a bailar y más de una ocasión regresamos a Skadarlija. El único que no pasaba fríos era Antonio Mártir, hasta que descubrimos que llevaba pijama debajo del pantalón. Consuelo tampoco pasaba fríos, porque estaba en tórrido romance con Boban. Por mi parte, cuando recuerdo a las chavas sólo pienso en lo guapas que eran. A cada rato le decíamos “¡prendida!” a alguna de ellas. Nosotros también les gustábamos. Una de ellas llegó a preguntarme si todos los mexicanos eran tan guapos como nosotros. Le dije que no, que nos habían escogido a propósito para ellas. Julio Figueroa les parecía maravilloso: no recuerdo quién me hizo un comentario sobre “su gran porte indígena”. Consuelo, en tanto, era de una “extraordinaria belleza española”, a decir de los hombres. En fin, una suerte de romance a dos pistas.
Se unieron varios otros cuates yugoslavos, aunque sólo recuerdo el nombre de Godze Trakovskj, que era macedonio y vivía en un enorme edificio para estudiantes, de buen ambiente, aunque bastante sucio y pinchón. De ese mismo edificio salió Pepe Carioca, un brasileño comunista de línea dura que estudiaba en Belgrado. Con él y otros, armamos un equipo “latinoamericano” de fucho que se enfrentó a los yugoslavos en un amistoso en la Fakultet Politiski Nauka. Fuimos derrotados amargamente: Pepe Carioca no jugaba nada, yo di un partido pésimo, Carreto dio un partidazo –pero para su nivel- y el Doc Mapes no pudo cargar con el equipo.
También fuimos al cine, a ver “Estado de Sitio”, que estaba prohibida en México. La vimos en francés con subtítulos en cirílico y la disfrutamos bastante. En algún momento sentí que una chica sentada atrás pronunciaba, incrédula, algo así como “¿Lo torturan porque es comunista?”. Chequé con Branko a la salida del filme y sí, había dicho eso. Me pareció maravilloso que ese pan diario de Latinoamérica a ella le pareciera inconcebible.
Un momento cumbre fue cuando en la Universidad de Belgrado se organizó un acto en solidaridad con el pueblo chileno. Fue en un Aula Magna enorme, con largas barras semicirculares de madera, decorada con decenas de perfiles de famosos yugoslavos, no sé si por comunistas o por universitarios, pero que, sin excepción, se veían bien revolucionarios.
Luego de un par de discursos que no entendimos, apareció el invitado especial, Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista de Chile. Se echó el ya para nosotros consabido rollo de la resistencia que acabará sepultando a la dictadura. Sabíamos, por las discusiones en México, que Altamirano había sido uno de los que impulsaban “la profundización revolucionaria” y se oponían a cualquier acercamiento con la Democracia Cristiana, lo que apresuró el pinochetazo. Pero a esas alturas de la historia, las “diferencias en el seno del pueblo” pasaban a segundo término, como lo dicta la lógica leninista del centralismo democrático. Así que, al final de su discurso, los mexicanos saltamos al unísono, gritando: “¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!”. Se levanto Goran y repitió el estribillo. En pocos segundos, el auditorio –que estaba repleto- coreó la consigna. Altamirano sonrió. Nosotros también. Éramos parte de la Internacional.
Aprendimos algo de serbio-croata, empezando por las groserías. Y en ocasiones, hacíamos osos involuntarios, como cuando Jorge quiso ordenar un pastel de chocolate y terminó pidiendo un “pastel de panocha”.
En algún momento de esa semana tuvo lugar, en un viaje relámpago de Flores, la segunda visita al PKB. Lo más relevante, además de conocer un poco mejor a la encantadora esposa de nuestro tutor –una gringa que había sido madre superiora y que Flores se ligó en la UNAM- fue que el segundo de abordo, Alfonso Solares, descubrió que el combinado agroindustrial envasaba chiltepines en salmuera, y se llevó cuatro grandes frascos de regreso a Italia.
En algún momento de nuestros últimos días, le pregunté a Branko qué sucedería en Yugoslavia cuando Tito muriera. Me respondió confiado. Si bien Tito era un autócrata -el chiste local decía que su sobrenombre venía de Ti: to (tú: haz esto)- era también un político sabio que sabía mantener los balances regionales y ceder ante ellos. Como prueba, la nueva Constitución que estaba por ser aprobada, que garantizaba más autonomía a Croacia y a las provincias serbias. Goran abundó a ese respecto, señalando que una característica particular del movimiento estudiantil en Croacia era la búsqueda de mayor autonomía regional. Brindamos por esa constitución y porque hubiera varias más; cada una de ellas, un paso en la construcción de una mejor Yugoslavia. Nunca supe si los cuates serbios tomaban cierta distancia de Goran porque era más oficialista que ellos, o porque era croata.
Aquella ocasión Branko concluyó que después de Tito, habría arreglos para un gobierno colegiado o por turnos… lo que resultó profético, pero por apenas una década. La constitución de 1974, por la que brindamos aquella vez, tenía el germen de la secesión. Por otra parte, había todavía más similitudes con México: el gobierno de Tito, al igual que los de Echeverría y López Portillo, se endeudó en grande durante los años 70, y los programas de ajuste económico que le siguieron, minaron el poder del partido único, sólo que en la Yugoslavia socialista el shock fue más traumático y dio impulso a fuerzas centrífugas que en México nunca existieron.
Al final de aquella semana, un nutrido grupo de amigos yugos nos acompañó a Mártir, Carreto, Mapes y a mí a la estación de trenes. Castañares había adelantado su viaje a Roma; Villamar lo había hecho a París; Figueroa estaba por salir a México y Consuelo se quedaba un tiempo más para seguir con Boban. Hubo muchos besos de despedida. Nos acomodamos, con una gran cantidad de maletas y cajas, en un compartimiento de segunda clase. No sabíamos que era para ocho personas, pero en Belgrado nadie se subió. A eso de las cuatro de la mañana llegamos a Zagreb. Un tipo abrió la puerta corrediza del compartimiento. Entre una nube de humo de cigarrillos ha de haber distinguido a Mártir y su bigote zapatista, y a Carreto dormitando enfrente de él. También ha de haber percibido un fuerte olor a patas. El hombre exclamó: “Turk!”, y cerró la puerta de inmediato, con un gesto de repulsión.

En ese momento comprendí, de lleno, que ya no estábamos en el mundo de los privilegiados.

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