miércoles, enero 23, 2008

Biopics: Regreso a Yugoslavia

Antes de salir de vacaciones de verano, pasamos por Roma, nada más para enterarnos de que los siguientes meses de la beca todavía no habían llegado. Tomamos un ferry de Bari a Dubrovnik, en la costa dálmata. Viajamos en tercera clase.

Dubrovnik es una ciudad con encanto. Amurallada, barroca, apacible, elegante. En algunas zonas tiene aire veneciano. Nos quedamos los tres –Jorge Carreto, Janette y yo- en un hotel a las afueras: grande, cómodo, con un buen buffet de desayunos, ocupado mayoritariamente por yugoslavos de la tercera edad, con una alberca enorme e insospechadamente barato (poco más de tres dólares el cuarto triple: el dinar se acababa de devaluar respecto al dólar): el Hotel Stadion.

Si bien el puerto y la ciudad eran hermosos, la playa pública resultó un fiasco. Sucede que, como buen mexicano, yo estaba acostumbrado a dos tipos de playa: con arena gruesa o con arena fina, un talco amable. Esta playa era de guijarros. El agua estaba limpia y deliciosa, pero cada ola arrastraba un montón de piedritas que torturaban pies y talones. Noté que la mayoría de los bañistas europeos traían puestas unas zapatillas de hule que les cubrían hasta el tobillo, especiales para este tipo de playas.

Una de las razones por las que escogimos Dubrovnik era que allí iba a recalar el Licenciado Duhne, socio del papá de Carreto, quien traería algo de dinero para Jorge y para mí, enviado por nuestros padres. Lo fuimos a ver a su hotel, que era de los más elegantes de la ciudad. Había llegado en compañía de su hijo, un cuate de nuestra edad, conocido por un sobrenombre que no requiere explicación: Pepsicola George.
El hotel de Duhne en vez de playa tenía una suerte de muelle. Era cómodo nadar allí. Enfrente había una isla que alguna vez fue propiedad de Maximiliano de Habsburgo –sí, el que terminó en el Cerro de las Campanas- y ahora era, irónicamente, un campamento nudista.
En una de esas, salgo del mar, me dirijo al bar y pido una cerveza. Sentada en la barra, una mujer voltea hacia mí, me desnuda con la vista, y me dice: “Not grande gruppe now?”. ¡Cámara, es la misma que me topé en el hotel de Belgrado! ¡Y se acuerda! Me pregunto si será una suerte de prostituta de Estado.
En su habitación, Duhne le da a Carreto el dinero que le mandó su familia. Comento que a mí también me iban a mandar.
-No tengo idea –dice el señor, con cara de apenado-, nada más me dieron esta carta para ti.
La abro, y afortunadamente adentro hay tres billetes de cien dólares. También Duhne respira aliviado. Luego nos invita a todos a un show folklórico: cantos y bailes dálmatas.

Regresamos al Hotel Stadion. La habitación es extraña: abres la puerta y lo que te encuentras es una larga escalera que te lleva al cuarto. Nos tiramos en la cama y de pronto el techo retumba. Pum pum pum. Alguien está pateando el techo. Mucha gente. Se escuchan gritos de multitudes. Y otra vez las patadas sobre nuestras cabezas. Pum pum pum pum. En ese momento nos damos cuenta de que el hotel es, efectivamente, un estadio. Se disputa un partido de waterpolo y nosotros estamos debajo de las gradas. Pum pum pum pum pum. ¡Gooooooooooool!

A la noche siguiente, tras el rol citadino y la playa, nos le volvemos a pegar a Duhne, quien nos invita al antro del hotel, donde bailan marineros sordomudos y hay un show semiporno (con todo y gringo borracho que confunde al travestí con chamacona) que a Janette le indigna hasta que Carreto consigue trocar su indignación por risotadas.

Lo siguiente era ir a Belgrado. Nos acompañó el buen Pepsicola George. Tomamos un tren lentísimo, que atravesó paisajes extraordinarios (lenguas de mar entre las verdes montañas pasan aún hoy frente a mis ojos) hasta llegar al poblado de Chaplinja, donde probé el yogurt natural más exquisito y tomamos el tren a la capital.
Llegamos a Belgrado temprano en la mañana, coincidiendo con la entrada de los oficiales de estrella roja en la gorra a su trabajo en el Ministerio de la Defensa. Casi todos los cuates estaban ya de vacaciones. Atrapamos a Branko dos horas antes de su partida: nos ofreció café y pastelitos. Quien sí se quedaba unos días más era Lada Muminagic. Con ella rolamos un rato para visitar las mismas cosas que en febrero, sólo que con buen clima: Belgrado no tenía más. Proseguimos nuestro viaje: los dos Jorges irían a Sicilia; Janette y yo, a Grecia.

El tren que nos llevaba a Atenas pasaba por poblados típicos cada vez más empobrecidos hasta que se detuvo en Skopje, capital de la república federativa de Macedonia. Era como llegar a la estación de Oaxaca. Una nube de vendedores ambulantes y pordioseros se arremolinaba en las ventanas. La diferencia con Belgrado, un hormiguero de modesta clase media y sobre todo con Dubrovnik, casi aristocrática, era abismal. Yugoslavia era más parecida a México de lo que había pensado.

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