viernes, enero 18, 2008

Bobby Fischer y las cucarachas dementes

Dudo que haya habido unos días en los que la humanidad haya puesto más atención en el ajedrez que en el verano de 1972, durante el encuentro por el campeonato mundial entre Bobby Fischer y Boris Spassky.  
Las partidas se publicaban íntegras en los periódicos y, en medio de una verdadera fiebre por el ajedrez, los estudiantes de economía las reproducíamos y pretendidamente las estudiábamos en el asoleadero.
No sólo se enfrentaban dos grandísimos ajedrecistas, sino también dos superpotencias y dos maneras de ser humano. Nosotros, por supuesto, estábamos con el soviético. Pero era por razones más de carácter temperamental que político.
Para Spassky, la velada perfecta era una en la que se pasaba jugando ajedrez y bebiendo vino con los amigos. Para Fischer, una en la que pasaba a solas en su cuarto, estudiando ajedrez. Spassky era un hombre divorciado y vuelto a casar con una campeona de damas (“mi ex mujer y yo somos como alfiles de distinto color: nunca coincidimos”, declaró); Fischer, soltero, sin novia y sin otro interés en la vida que la escaquera.
Así describía Spassky al norteamericano: “Se cubría la cara con las manos para concentrarse. Solamente se le veían los ojos. Me hacían recordar a cucarachas dementes. Se echaban a volar sobre el tablero como si fuera un gran laberinto en el que se está obligado –bajo pena de muerte- a encontrar el camino de salida. ¡Sí! Me hacían recordar a esas cucarachas dementes que los católicos llaman ángeles y que navegan en el infinito.
Como lo temíamos, Fischer ganó con cierta facilidad. Tal vez era un signo de que un día caería el muro.
Yo había comprado, años atrás, un libro básico de ajedrez de un Gran Maestro soviético. Ahí te explicaba los elementos del ataque y la defensa. Recuerdo que hacía énfasis en el control del medio del tablero. Después del triunfo de Fischer, compré su best-seller. La diferencia entre el texto del soviético y el del estadounidense es la misma que hay entre un paisaje de campos fértiles, casas, bosques y castillos y una fotografía aérea del desierto del Sahara. Pero había otra gran diferencia: en el ambiente enrarecido y semivacío de su libro, Fischer te daba la receta para matar. ¡Cuántas veces había yo controlado la mitad del tablero para terminar con una ventaja en piezas que se revelaba inocua!
Era fácil adivinar que Fischer estaba loco. Recuerdo un reportaje gráfico que lo mostraba viviendo en el caserón que se compró con el dinero del triunfo: tenía un tablero de ajedrez flotante en la alberca, otro en la sala, otro en el comedor… y en todos ellos jugaba constantemente partidas complicadísimas contra sí mismo. Por eso no fue sorpresa que renunciara a defender su título, entre alegatos paranoicos. Ni lo fue que acusara a los judíos de una gran conspiración, dirigida en primer lugar contra él, pero también contra los elefantes.
Acabó su vida como refugiado político en Islandia, el lugar de su éxito histórico, para evitar su arresto en Estados Unidos por haber violado el embargo contra Yugoslavia. Pasó sus últimos años en la ruina, casi como pordiosero. Sólo tuvo un amigo que lo defendiera públicamente cuando iba a ser mandado a una cárcel gringa; un rival que se ofreció a acompañarlo en su celda para jugar con él: Boris Spassky. Bobby Fischer murió hoy en Islandia.
Después de aquel gran duelo de 1972 y del retiro del maniático Fischer, el ajedrez no sería lo mismo. Vendrían un soviético frío, Karpov, y uno cálido, Kasparov. Pero sobre todo vendrían las computadoras a intermediar entre los jugadores de todos los niveles, cuando no a sustituirlos. Se fueron perdiendo los rivales de carne y hueso, y con ellos, las mariposas en el estómago a la hora de jugar. Aprendí ajedrez de niño, con mi padre, que era un maestro moviendo los peones; jugué cientos de partidas contra adversarios de muy distintos niveles. Pero con las computadoras le perdí el gusto. Hace un lustro que no juego.

2 comentarios:

MARTINEZ TELLEZ dijo...

Yo había aprendido a jugar ajedrez un año antes de ese famoso duelo Fischer-Spassky... y un año después quedé en segundo lugar de toda mi secundaria en un torneo abierto. Sí influyeron ese par de cuates en muchos.
Me gustó este post, dottore, y ya lo comenté con varios cuates que se han asomado a leerlo.

FBR dijo...

Gracias por el comentario, Don Hugo.

Aprovecho para abundar un poco dentro de la teoría de los "seis grados de separación".
Durante aquella fiebre, uno de los mejores ajedrecistas de la escuela era Edmundo Cox, el peruano que acabaría en Sendero Luminoso. Jugué diez partidas contra él con saldo de una victoria, tres tablas y seis derrotas. Cuando me fui a Italia, iniciamos sendas partidas por correo, que se truncaron en los primeros movimientos (él entró a la Joven Guardia Roja y se cortó la comunicación).
Lo importante para la teoría de los seis grados de separación es que le gané una partida.
El padre de Cox era un obsesivo del ajedrez, así que había tardes en las que agarraba a uno de sus cinco hijos y no lo dejaba salir a jugar hasta que le ganara en ajedrez. Alguna tarde Edmundo derrotó a su papá.
El señor presumía que una ocasión derrotó a un juvenil Bobby Fischer; fue el único en ganarle durante una exhibición de simultáneas.
Eso significa que le gané al que le ganó al que le ganó a Fischer. Apenas dos grados ajedrecísticos de separación.

Y le aseguro, Don Hugo, que si jugamos, usted me derrota.