viernes, febrero 01, 2008

Biopics: Entre Socratitos y Kazantzakis

¿Cómo le hacía Sócrates para pensar?

En Atenas, Janette y yo nos alojamos en un hotelito cerca de la plaza Omonía. La ciudad, a pesar de que arquitectónicamente parecía una multiplicación de edificios sin chiste, tenía muchos encantos. El más impresionante de ellos: la posibilidad de ver la Acrópolis desde muchos ángulos. Caminar colina arriba hacia la Acrópolis te daba una sensación singular: aquello estaba Arriba, sobre un zócalo altísimo, allí donde la mente y el alma del hombre occidental quieren llegar. Extraño, porque la ciudad no es terriblemente alta –comparada sobre todo con las de Norteamérica-, pero siempre generaba la sensación de apuntar al cielo.
Las ruinas griegas dejaban una impresión diferente de las romanas. Sin dejar de ser grandiosas, expresaban mayor reposo, mayor balance, con un extraño juego entre rectas y curvas. Es cierto que en la Acrópolis había grandes estatuas de bronce y ornamentos lujosos, pero resultaba más fácil imaginarlos en las ruinas romanas; aquí la pura proporción arquitectónica bastaba: la proporción era el lujo. Y las Cariátides me impresionaron, tanto en su contexto original, como en el Museo de la Acrópolis, que aún recuerdo como una delicia, así como el Museo Arqueológico Nacional. Aquello fue una sucesión de figuras exquisitas: estatuas, gorgonas, jarras, vasos, máscaras.
Algo muy padre de Atenas era que, como en México, apenas salías de la zona arqueológica, te encontrabas con unas fondas: ahí podías comer, sentado en unas sillas plegadizas de metal con anuncio de chesco, frente una mesa de metal con anuncio de chesco, algo muy parecido a unos tacos al pastor, con tu chesco bien helado.
Y había que andar tome y tome agua (de cebada, de la que había maquinitas en cada esquina) porque he de decir que hacia un calor tremendo. Hubo una pregunta que nos hicimos muchas veces en voz alta: ¿Cómo le hacía Sócrates para pensar con ese calor tan agobiante? Llegó un momento en que nosotros no podíamos. Me tomé una foto en la Academia, en la que estoy mostrando un bloc con la leyenda: “¡Viva Socratitos!”. En ese momento, me parecía admirable que, con ese calorón, pudiera caminar, pensar y echar rollo al mismo tiempo. Días después, llegamos a dos hipótesis: la primera es que había habido un cambio de clima con el paso de los siglos; la segunda, que la Academia ateniense tomaba largas vacaciones de verano.
Otra cosa que aliviaba el calor atroz era el café frío, que los griegos consumían en grandes cantidades y que de inmediato me sedujo para toda la vida.
Yo suponía que el idioma griego sería complicado de entender. Resultó aún más difícil, tanto como el serbio-croata. Desarrollé una suerte de mnemotecnia para algunas palabras elementales: xenoplastion: hotel, donde los extranjeros van y se aplastan; estiatorion: restaurante, donde vas y estiras las piernas; to logoriasmós: la cuenta, o sea el logaritmo; ekatón: cien, una cantidad de hecatombe.
El último día de nuestra estancia en Atenas, Janette y yo fuimos a cenar a la parte más mona de la ciudad, el barrio de Plaka, donde probé grandes cantidades de retsina, el típico vino resinoso, que no me gustó demasiado pero se me subió mucho. Esa noche platicamos y supe que no compartíamos fantasías.

En la tierra de Kazantzakis

De Atenas (o más precisamente, del puerto del Pireo) partimos a Creta, una isla vinculada a mis ensoñaciones de niño lector y, sobre todo, a la vida de un escritor que me había impresionado: Nikos Kazantzakis. Para el efecto, había llevado conmigo la versión inglesa de su autobiografía: Carta al Greco, que devoré durante la semana que estuvimos allí.
Heraklion, la capital y ciudad natal del escritor, nos decepcionó. Sucia, grasienta, caótica, me recordó Minatitlán y el centro de Acapulco. Sin pensarlo más, decidimos dejarla y tomar un camión para Rethymnon, un pueblecito que –a la vista de un folleto- ofrecía buenas playas. En la prisa por alejarnos, se nos olvidó que cerca de Heraklion estaba Knossos, y nos perdimos de ver las mejores ruinas de la cultura minoica.
El viaje a Rethymnon, en camión de ruta, fue entre montañas y música típica. La orografía, el clima, el bamboleo de los pasajeros y de los colguijos a un lado del chofer, el volumen y la alegría de la música me creaban un calorcito en el espíritu: me hacían sentirme de nuevo en México.
Rethymnon tendría entonces unos diez mil habitantes. Era un pueblo tranquilo: un viejo puerto de calles estrechas, escaleras de piedras, restos de una muralla, un castillo guardián y una hermosa playa de arena, que teníamos casi para nosotros solos.
En aquellos años estaban de moda libros tipo “Europa con 5 y 10 dólares al día”. Un ahorro así exigía sacrificios a los que sólo un estoico estaría dispuesto, pero en Rethymnon pudimos pasarla muy bien, gastando menos de 10 dólares diarios entre los dos. Nos alojamos en un hotelito modesto, como a tres cuadras de la playa. De ahí caminábamos y desayunábamos en una palapa, y cotorreábamos en inglés con meseros y marineros. Media sandía cada uno. Nos pasábamos medio día asoleándonos, leyendo y nadando. Luego comíamos una enorme ensalada griega cada uno, con su respectiva chela bien fría, y nos íbamos a pasear por el pueblo. Al castillo, a la mezquita, a la bahía.
Descubrí a Kazantzakis en tiempos de la Librería Leibnitz. Cristo de Nuevo Crucificado era un intento por recuperar a Jesús de las garras de la Iglesia (ortodoxa en el caso del escritor). Me imaginé que la historia de Manolios –el pescador que la hace de Cristo en una representación del pueblo, y que termina linchado a instancias del sacerdote- perfectamente podía haber sido en Rethymnon.

Carta al Greco era una visión de la vida “con ojo cretense”. La búsqueda del gozo, pero no de la esperanza. Hay un par de momentos clave que recuerdo de ese libro: el niño que responde con silogismos intachables y deshace el dogma del maestro-sacerdote; el escritor que va al Monte Athos y hace un ascenso (otra vez esa imagen): trepa afanosamente. Llega y entiende que “Dios está sentado en la cima del hambre, la sed y el sufrimiento”, por lo que el hombre no debe hacer “un paraíso imaginario de ingenuidad y cobardía para cubrir el abismo”. Dios existe, pero no es un ser distinto, no es un ente trascendente: es una fuerza presente en todas las cosas y en todos los seres.
Jesús, Lenin, Buda y Ulises son las cuatro figuras que, en distintas etapas, pasan y pesan en la vida de Kazantzakis. En su recorrido –porque, como el Quijote, prefiere el camino a la posada-.La vida, un trayecto para llegar al lugar en donde sin miedo, sin esperanza, se es libre.
Hacia el final de nuestra estancia, se llevó a cabo en los jardines municipales del pueblo el Festival del Vino. Ya Luis Foncerrada nos había hablado de ellos. Llegas y te venden un vaso o una garrafa: con ella te sirves todo el vino que quieres. Los utensilios tenían hermosos decorados con referencias a la Grecia antigua. El vino era dulce como la noche, como la música y como las risas de todos. Bebimos lo suficiente como para que los vasos se nos cayeran dos veces, pero no terminamos lo suficientemente ebrios como para no llevarnos, con mucho cuidado, la garrafa intacta.


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