viernes, mayo 02, 2008

Biopics: La saga del cheque

Para Navidad fuimos a Roma. También allá recaló Castañares, quien estudiaba en la Universidad Bocconi, de Milán. Todos nos alojamos en el departamento que tenían los Mártires (Toño Mártir y Edith, su esposa) en Trastevere, Via Garibaldi. Le platicamos al Doctor Flores de nuestras cuitas. Nos dio la noticia de que el presidente Echeverría lo había nombrado embajador de México en Cuba y que dejaría Roma en los próximos meses. Al tiempo, nos dijo que haría todo de su parte para que la beca nos llegara, y lo hiciera de manera regular. “Les garantizo que no los voy a dejar tirados, muchachos”.
La nochebuena romana me pareció muy extraña. Vi gente muy tranquila, comiendo pollo en una fonda, sin ningún ánimo festivo. Luego aprendería que lo que se celebra en Italia es el día 25, con una comida. Pasamos esa noche –la importante para nosotros- entre mexicanos, con María Luisa Puga, Irene Ruiz y otros cuates (incluso una pareja de antropólogos que, cuando se peleaban –y era a menudo- discutían en náhuatl). Fue algo rico, sobre todo por la calidez humana.
Después, comimos con Flores y su familia. Allí el Doctor me entregó un paquete que habían enviado mis padres a su casa –de cuando todavía estábamos en Perugia- y que traía un ejemplar de la revista Siete, que dirigía Gustavo Sáinz. En esta revista aparecía un cuento mío, “Ayuno”, que había escrito en Nueva York. Perdí la revista, y tampoco tengo el original. Algún número estará arrumbado en una hemeroteca.
Enterados del asunto de la falta de gas en nuestro departamento, Flores y su esposa Joan nos regalaron un buen calentador eléctrico, nuevecito. Joan también me dio un cheque personal de 200 dólares, para paliar la coyuntura, que se regresarían al momento en que llegara la beca.
Y aquí es donde debería de entrar Freud, para incluir éste en los anales de los actos fallidos. De regreso de casa de los Flores, metí el cheque y el pasaporte entre las páginas de un libro de cine que acababa de comprar. En el camión atestado me doy cuenta de que es un lugar impropio, verifico y, para mi desesperación, ya no están entre sus hojas ni el cheque ni el pasaporte. Tampoco en mis bolsillos. ¡Qué estúpido! Han pasado las décadas, me quedó el trauma y todavía no tengo idea de por qué lo hice.
Tuve que ir a la Questura a denunciar la pérdida de ambos documentos. Con copia de la denuncia, fui a la embajada a tramitar mi reposición, sustentado en mi cartilla del servicio militar (en la neura, siempre viajaba con ella). Con otra copia, fui con Joan para que no cobraran ese cheque. La señora Flores ve la copia y me dice: “Pancho, te equivocaste, mi cheque es del Chase Manhattan, no del Chemical Bank como dice aquí”. Irene Ruiz –siempre eficiente- nos sacó de apuros; con ayuda de una goma de borrar usada con maestría cambió el nombre del banco. A la señora, los burócratas bancarios al fín le bloquearon el cheque, me expidió uno nuevo y ese mejor lo cobré y cambié de inmediato.
El relajó que armé con el cheque perdido retrasó nuestro regreso a Módena. No pudimos hacerlo sino hasta el mero día 31, y Franco y Otello nos habían invitado para el año nuevo. El tren se nos hizo lentísimo, pero al fin llegamos, poco después de las nueve de la noche. De la estación misma llamamos a Otello para decirle que habíamos vuelto: se puso feliz. Nos fueron a recoger y despedimos 1974 en un local popular, comiendo carnes y más carnes, bebiendo Lambrusco y escuchando el liscio, la música que rezuma el alma popular de la cultura padana: polkas y cancioncitas, enmarcadas por un clarinete chillón, un saxo altísimo y el acordeón. Música muy paya, muy alegre y, al menos para mí, muy difícil de bailar. No importaban mis dos pies izquierdos, era el fin de un año que me parecía glorioso y había que disfrutar la llegada promisoria del sucesivo.

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