lunes, mayo 19, 2008

Sueño 58. Sensilandia (18-V-08)

Sueño 58.
Sensilandia
18 de mayo de 2008

Mucha gente se ha subido a la atracción especialísima que yo inventé (o que se dice que yo inventé, porque fue una idea mía que Víctor Monjarás terminó de diseñar y construir, anadiéndole sus locuras). Unas personas se bajan del último trenecito y me lanzo a probar, por primera vez, mi invento.
Al principio, es como una casa del terror. Pero no hay monstruos ni nada parecido. Esencialmente es estar entre la vida y la muerte. Una suerte de terror existencial, porque en el principio fueron las tinieblas y la nada. No has nacido aún y algún día morirás. El carro va entre la oscuridad -sólo pequeños destellos de luz neón- y el silencio total. En un momento determinado se ve tu lápida personalizada.
En otra parte, entramos a un tobogán de agua; una especie de serpiente-intestino de goma, con movimientos peristálticos. Mucha gente se divierte, se ríe a carcajadas. Espectadores fuera del juego, Pepe Carreño y mi mamá, dicen: "es la experiencia del agua".
-Es la experiencia del nacimiento -los corrijo.
Tal vez por eso, lo siguiente es pasar a un domo muy iluminado, solar, saliendo del tubo-útero húmedo y retomando el carrito, en el que voy veloz y con las piernas colgando. Se sienten la brisa, la rapidez y algo de levedad. Me preocupa que se me caigan las pantuflas. Se cae una, del Hotel Laissidi Palace, de Venecia. Volteo y veo cómo un empleado la recoge. Reconocerá que es mía, la del autor del juego.
Otra parte es un laberinto de espejos y muros flexibles, transparentes y membranosos. Es la "zona de identidad". Supongo que se divide el público por géneros. Camino por muro y me encuentro con la imagen del duro espejo o frente a mujeres que también están en el laberinto y, en el intento de cada quien por continuar nuestro camino -y encontrar la salida- atravesamos los muros flexibles. Caminamos por senderos laberínticos y la imagen propia con la que nos topamos es cambiante: a veces corresponde a otra persona que se busca a sí misma, y nos sonríe.
La siguiente fase es en un castillo y estamos desnudos. Nos cubren de lodo, o de cenizas. Algunos se sientan en rellanos de piedra. Hay un ambiente como de sala de torturas, pero todos están ahí porque quieren. También podría decir que, para algunos, es un spa. Unas personas se metieron en unas máquinas-catafalco, muy adornadas, que se mueven como martillo de feria, pero lentamente, y los depositan en el suelo, se abren y los visitantes salen cubiertos totalmente de una goma azul que luego van desprendiendo de sus cuerpos.
Me dirijo a otra zona, la de los retos. Se nos coloca un chaleco salvavidas y hay que ir subiendo terrazas acuáticas hasta llegar al tope de una montaña. Son cuatro etapas, la gente está animada. Cuando voy a subir a la segunda, escucho una voz que pide ayuda. Es una anciana bizca, y tal vez deficiente mental. Voy por ella, la jalo del agua -la tiene en los tobillos y aún así está atrapada- y la llevo a una sala de máquinas.
-¿Quién es usted? -me pregunta el operador.
-Soy Báez.
-¡Ah caray, qué honor, señor! -dice, la palabra "Báez" tiene un peso enorme.
-No deben dejar entrar a personas con problemas físicos -le digo-, comuníqueme con Carreño.
El operador saca su Nextel, que emite su típico sonido horrible:
-Con el senador Carreño, por favor, le habla Báez.

Empiezo a despertar. La atracción se llama "See Me, Feel Me, Touch Me, Heal Me", o Sensilandia. Para mí, el trip fue como si fuera la primera vez (yo nomás la pensé, Víctor hizo el diseño final). Las lápidas eran personalizadas porque tenías que entregar una identificación -e incluso así se adivinaba tu religión-, la zona de identidad tenía forma de paramecio: dos entradas contrapuestas, dos salidas juntas y paralelas. El reto del agua tenía un complejo sistema de represas. La atracción era efectivamente peligrosa. Termino de despertar.

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