jueves, junio 05, 2008

Biopics: Beca, pasaporte y una Combi con placas de Singapur

En febrero de 1975, Edmundo Flores dejó Italia y se fue a representar a México en La Habana. Cumplió su palabra de cerciorarse que nuestra situación estaría arreglada, porque antes de su salida nos llegaron las becas atrasadas. Eso sí, típico de la época de Echeverría, venían con su recortadita. Nos habían prometido 300 dólares mensuales; nos dieron 3 mil pesos, que equivalía a una disminución del 20 por ciento. Pero como llegaron nueve meses de un jalón, y se estableció un sistema para el cobro trimestral (a mí me tocaría ir a Roma por las becas de los de Módena y la de Castañares), estábamos felices. Adicionalmente, obtuve la reposición de mi pasaporte y hasta el resello de la cartilla militar. Ya era gente de nuevo.
De entre lo primero que hice con esa lana fue comprar un tocadiscos de los más baratitos. Era una delicia volver a escuchar música almacenada por tanto tiempo. Carreto puso sus discos en mi tocadiscos, pero se dio cuenta de que un muelle chirriaba tantito a la hora de poner la aguja. Tardo poquísimo en decidir que no arriesgaría sus discos en mi aparato y se compró un estereo en forma.


Poco después llegó Carlos Mársico de visita a Módena. Vino en una Combi maltrecha, con placas de Singapur, que acababa de comprar a un aventurero. La puerta del conductor no cerraba y Mársico la sostenía desde adentro con una cuerda. El problema era hacer los cambios de velocidad, porque Carlos no tenía la fuerza para hacerlo con su pierna mala, así que empujaba la pierna con el brazo (y la mano seguía agarrando el mecate para que la puerta no se abriera). Todo un espectáculo. Se complacía en cruzar el centro histórico –vedado para todo vehículo, menos para turistas rumbo a sus hoteles- y hacía que todos pusiéramos cara de que estábamos perdidos. La fijación de Carlos por romper las reglas por puro gusto era siempre refrescante.
También anduvimos en bicla y Mársico tenía un estilo particular. En primer lugar fumaba mientras pedaleaba. Y en segundo, no se frenaba nunca: si se acercaba a un alto empezaba a hacer meandros, cada vez más despacio, de forma que antes de que llegara se volviera a poner el verde. Así no tenía que hacer el esfuerzo de arrancar, que le costaba trabajo. Janette y yo le enseñamos las reglas del beisbol, en un juego a tres (pitcher, defensivo, bateador, dos bases) con bola de goma y bateado con el brazo, en el que nos divertimos montones.
Pero lo que más hicimos durante su estancia fue platicar, beber y fumar (aunque de repente para comer, el flaquísimo Carlos enloquecía y se zampaba un litro entero de yogurt de malta). Una parte de las pláticas era sobre la evolución de la situación en Portugal, que se había radicalizado tras la “Revolución de los Claveles”. Mapes y Carreto, quienes a diario se chutaban todas las noticias al respecto en Il Manifesto, estaban enteradísimos. Otra, que recuerdo bien, era sobre el carácter de la represión política. Carlos argumentaba que era parte natural de la lucha social, y señalaba que cuando militas por un cambio radical, de alguna forma estás pidiendo la represión, que es la primera respuesta que se le puede ocurrir a la burguesía. Lo otro –es decir, el pasaje de la guerra sucia o abierta a la política democrática- era sólo posible porque había posiciones intermedias; de ahí la importancia –decía- de que las fuerzas revolucionarias hagan alianzas estratégicas con las reformistas. Cuando el radical le dice al moderado: “a un lado, a un lado reformistas”, lo que está haciendo es quitar el colchón protector. Es evidente que hablaba a partir de la experiencia argentina, pero pocas veces era específico: digamos que sus frases eran apotegmas aplicables para cualquier condición. La portuguesa, por ejemplo.

También Castañares pasó por la neblinosa ciudad en la que vivíamos y fue víctima del Loco Daniele, quien se le pasaba haciéndole cosquillas. Ahora que la beca había llegado, Casta se disponía a comprar sendos abonos en La Scala y el Piccolo Teatro de Milán. De los más baratos: hasta arriba y de pie. En sucesivas visitas nos contaría de algunos espectáculos que vio y que nosotros sólo conocíamos a través de L’espresso, una de las tantas publicaciones a las que éramos ya asiduos.

En esos días de finanzas resanadas, Janette y yo dimos un paseo de fin de semana por Venecia. La luz del invierno tardío era extraordinaria, como de quimera, como si la ciudad estuviera saliendo de su carácter fantasmal. Las fotos que tomamos eran buenísimas, pero ella se quedó con todas.

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