viernes, octubre 24, 2008

Biopics: Mis (pocas) putas tristes

El día que cumplí quince años, mi papá me regaló cien pesos para que me fuera de putas. Con ese dinero compré el disco In-A-Gadda-Da-Vida y un par de libros. Se preocupó. Cuando cumplí dieciseis me regaló 200, con la misma intención explícita –supongo que supuso que cien lanas eran muy poco-, y otra vez me compré libros. En el siguiente cumpleaños no me dio dinero, pero pocos meses después me preguntó cuándo iba yo “a probar mujer”.
-Ay papá –le dije-, desde hace dos años me acuesto con mi novia.

Mi viejo pertenecía a una generación en la que todos sus integrantes perdieron la virginidad con prostitutas y se le hacía difícil imaginar que había otra manera de hacerlo. Yo llegué a la adolescencia al mismo tiempo que los primeros gritos de “haz el amor y no la guerra”, que la propagación masiva de la píldora anticonceptiva y que los primeros, leves, barruntos del feminismo.

Aquel fue un tema en el que jamás nos comprendimos. Entre otras cosas porque las anécdotas que me contaba, supuestamente pícaras, pero también preventivas, terminaban como cuentos de horror: de cómo la falta de protección se traducía en que luego te tenían que echar una sulfa por el meato para curar la sífilis, la gonorrea o los chancros. Hay que decir que la primera juventud de mi papá fue anterior a la invención de la penicilina. La era antigua de la medicina.

Y luego quería que me lanzara a esas aventuras.

Por eso, mis anécdotas con putas son escasas y tristes.

La primera sucedió cuando estaba en aquellas vacaciones de 1975. Cenaba unos tacos al pastor en el “Selene” con Rafael Pérez Medinilla –que siempre se comía al menos una docena-, cuando pasaron por ahí unos cuates suyos de la Escuela Bancaria. Dijeron que acababan de estar con sus novias, que estaban muy calientes y que si no nos íbamos de putas con ellos: exactamente el escenario que mi papá se hubiera imaginado. Les dijimos que no traíamos lana. “No importa”, respondieron, “total van, nos acompañan y nadie cobra por ver”. Yo tenía exactamente tres pesos con cincuenta centavos en el bolsillo.

Nos subimos en el carro de los cuates de Rafael y nos dirigimos a la calle de Juanacatlán (hoy Alfonso Reyes). Los lectores jóvenes posiblemente se han preguntado por qué la estación del Metro Juanacatlán tiene como símbolo una mariposa: pues precisamente porque allí revoloteaban las “mariposillas nocturnas”, que es como la prensa amarillista definía a las sexoservidoras. En esa calle nos encontramos con un tipo que nos dirigió a una casona donde podríamos escoger alguna chica.

Entramos y en el hall había unas muchachas flacuchas de minifalda recostadas en la pared e iluminadas por una luz roja. Se veían tristes, con la mirada gacha. En sillas y sillones estaban sentados, pasivamente, varios hombres. Quise poner cara de conocedor mientras veía a una chica, cuando junto a mí pasó volando el cuate que nos llevó a la casa, se lanzó por una ventana hacia un patio interior. Los judiciales que ocupaban el lugar lo atraparon cuando trataba de escalar una tapia.

-Bienvenidos, diviértanse –dijo con sorna uno de los policías.

Estábamos encerrados.

Fui a sentarme a una de las pocas sillas que quedaban vacías, mientras Rafael y sus cuates se quedaron parados cerca de la puerta, como si los fueran a dejar salir. Me dije: “No he cometido ningún delito; tengo 3 pesos con cincuenta centavos en la bolsa, y si acaso nos llevan a la delegación, a mi papá le parecerá de lo más natural”. Luego deduje que los judiciales estaban esperando a los otros miembros del grupo para llevárselos a todos, y me puse a platicar con el tipo que estaba sentado junto a mí. Me dijo que los policías habían llegado hacía una hora, cuando él estaba a punto de irse. Al rato bajó una puta, con la cabeza gacha, y con ella un comandante con cara de satisfacción. Ella pasó a pararse junto a las otras; él, a fumarse un cigarrillo al lado de sus compañeros. Poco después llegó un viejito, que subía muy ganoso las escaleras hacia los cuartos cuando fue interceptado por los judiciales.

-Siéntese, señor, ésta es su casa –le dijeron, entre risas.

Pasé a platicar con Rafa y sus cuates de la Bancaria. Los amigos estaban muy preocupados. A mí aquello me causaba gracia y se prestaba para la observación sociológica. Había un abismo entre nosotros.

Los policías se llevaron a los alcahuetes a un cuarto. Se les oyó discutir un poco. Al rato, silencio. Otro rato más y alguien pregunta:

-¿Dónde están los policías?

Uno de los cuates de la Bancaria jala tímidamente el portón. Está abierto. Salimos en fila india a la noche fresca de Avenida Juanacatlán.


La segunda –y última vez- que me topé con prostitutas fue en Hermosillo, Sonora, en 1983. Yo había ido a dar un cursillo de política monetaria para alumnos del último año de economía en la Unison (eran tiempos de buscar dineritos por donde se pudiera) y habíamos arreglado que tomaría el vuelo de regreso desde Ciudad Obregón, donde iría a visitar por unas horas a los que eran mis suegros. El curso terminó a las nueve de la noche de un viernes y mi camión a Obregón era a las tres de la mañana, así que dos de los alumnos me invitaron a un bar, a tomar unas chelas y oir charras (que así les dicen en Hermosillo a los chistes). Estuvimos muy a gusto hasta la una, cuando mandaron cerrar.

Lo que se le ocurrió a los chavos fue ir a la Zona Roja, porque Hermosillo –al menos en ese entonces- tenía una zona de tolerancia, en la que cada casa era de citas y había cantinas por doquier. No había asfalto en la Zona Roja –y supongo que tampoco drenaje-, pero el lugar no se veía sucio. Entramos en un tugurio de ficheras, pedimos unas cervezas y nos dedicamos a mirar a las improbables parejas bailando música de banda. Las chicas nos pasaban por enfrente, queriendo que les invitáramos un trago, pero no fue el caso. Se apagó la música, las luces iluminaron la pista y una de las muchachas hizo el striptease más desganado que he visto en mi vida. Cuando terminó, sin un aplauso, se puso la ropa al hombro y se fue. Jamás soltó la cara de tristeza.

El desnudo integral era la señal para que las muchachas fueran al abordaje de los clientes. Una, de dientes de oro, se sentó con nosotros y nos preguntó si queríamos ir al cuarto. Uno de los muchachos se veía animado, pero el que manejaba el dinero dijo que “no, gracias”.

-Soy cuarto bat y me obligas a sacrificarme –se quejó el compañero.

-Es el dinero de la generación, y aquí estamos con el profesor –repuso el otro.

Eran casi las tres de la mañana y me llevaron a la estación de autobuses.

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