jueves, diciembre 11, 2008

Biopics: Meet the Watsons of London

Pasé las fiestas de fin de año del 75 en Londres. Había llamado a Ben Watson para que me diera alojamiento y me dijo que sí. Tomé un avión estudiantil que supuestamente iba a partir de Milán, pero no pudo a causa de la niebla. Nos llevaron en camión hasta Génova, de dónde partió el vuelo.
En el camino me hice cuate de un inglés, un tal Bilo, y estuvimos platicando todo el rato. Yo le describí, entre otras cosas, el sistema político mexicano.Detrás de nosotros estaba sentado un gringo, que siguió la conversación –en la medida de sus posibilidades-. Partido único, represión del 68, gobierno metido en todo… concluyó que yo era checoslovaco. Cuando, entre risas, le dije que era mexicano, salió filósofo:
-Ah, eres americano, comprenderás que los europeos no son libres porque no hay panorama.
-¿Cómo?
-En Europa para donde tú mires hay casas. Eso no sucede en nuestro continente. Allí sí hay panorama, hay libertad.
Llegando a Heathrow, el pobre gringo estaba desconsolado porque le tocó hacer fila junto a la perrada: los que no éramos ni de la Comunidad Europea ni del Commonwealth.

Los Watson vivían en Kew Gardens, y eran una familia bastante estrafalaria. Bill, el papá, era profesor en la School of African and Oriental Studies. Fanático de las lenguas, hablaba 16: inglés, portugués, francés, ruso, alemán, chino, japonés, árabe, latín, español, catalán griego antiguo, sánscrito, pali, galés y escocés. Estudiaba italiano, tailandés, holandés, turco, persa y bengalí. El hermano mayor era la oveja negra de la familia, porque no estudió en la universidad, era jardinero real y conversar con él era un constante ejercicio en el método Ollendorf:
-¿A dónde fuiste en Londres?
-A la National Gallery.
-A mí me gusta mucho esa música. Yo toco la guitarra. Es mi instrumento.
-Hombre, es padre la guitarra.
-Ni creas que voy a bajar a cenar así de sucio. Ahorita me pongo otro suéter –y antes de que yo le contestara, se ponía a hablar con su mamá, quien cocinaba algún plato extraño y simultáneamente leía un libro para su tesis de doctorado sobre la influencia islámica en las iglesias románicas del sur de Francia.
El segundo de los hermanos era un intelectual de gustos wagnerianos, aunque genéricamente “de izquierda”, que hacía su maestría en historia medieval con una tesis sobre los efectos del tratado de Chartres en el desarrollo de Francia.
El tercero era el que quería ser “más intelectual” que todos, y el único que en realidad resultaba algo estirado. Experto en Mozart, hacía su tesis sobre mosaicos islámicos.
Y Ben, el joyciano, era el más pequeño. Atormentaba al resto de su familia –menos al mayor, rockero al fin y al cabo- con discos de Frank Zappa, “obscenos” en relación a Mozart, según Hermano Tres. No habían pasado dos años de que Ben escuchó por primera vez a Zappa, allá en Perugia, y ya tenía una colección impresionante. Todos los acetatos comerciales, más una buena cantidad de bootlegs, y piratería varia. Con él rolé a varios lados y me divertí bastante.
Como buen inglés, Ben estaba muy conciente de las clases sociales. Me explicó que tú puedes distinguir qué onda con una chica según la bebida que pida. Si pide una cerveza lager, es working class; si pide oporto, es posh; si pide Guinness, es alivianada. Su novia siempre pedía Guinness (y ahí me aficioné a esa bebida deliciosa, y a las pintas, que son la medida perfecta para ella: dos pintas de Guinness te dejan exactamente satisfecho).
Una vez regresábamos de un pub en su barrio y una señora, al vernos, prefirió pasarse del otro lado de la calle. Ben sentenció:
-Este vecindario es tan middle class que tienen miedo hasta de nosotros.
Otra vez cruzamos Londres en auto –con un compañero suyo de Cambridge, nativo de las islas Mauricio- y fue sensacional ir del lado izquierdo del carro sin manejar por el periférico londinense –una experiencia extraña, y en cierto modo chilanga, porque Londres es una metrópoli que, como la capital mexicana, se percibe en todo momento como metrópoli-. Allí, con otros cuates, también terminamos en un pub, en una discusión interminable sobre la teoría del conocimiento: Popper –que defendía el de Mauricio- contra Kuhn –que defendía yo. En eso, un parroquiano bastante anciano y algo pedo, nos dice:
-Ahí me avisan cuando terminen de arreglar el mundo.
Entonces Ben, en voz altísima: -¿Se dan cuenta de que el concepto “arreglar el mundo” es estúpidamente pequeñoburgués?
El viejito se encabrona, nos quiere armar bronca, pero el barista cortésmente lo saca del local.

El día 24 fui a la Tate Gallery y me tuve que apurar muchisimo para llegar a la cena… que era común y corriente (feijoada), porque como en la mayor parte del mundo, los ingleses no celebran la Nochebuena, sino la Navidad. En la comida del día siguiente estuvimos con algunos estudiantes de chino del profesor Watson –entre ellos una gringa con la que fue un gusto hablar porque entendía perfectamente todo lo que me decía, lo que no siempre sucedía con los ingleses-. Después de la comida nos pusimos a jugar distintos “juegos de salón”, entre ellos una charada cinematográfica de altísimo nivel, que ganamos 1-0 (Hermano Uno no pudo describir “The Importance of Being Earnest”). Los únicos abiertamente competitivos éramos la gringa y yo, pero como ella estaba algo borracha fue la que se llevó la crítica de los ingleses. “Estos americanos, compitiendo en todo momento… ¡Cuánta vulgaridad!”, me comentaron.
El día 26 era el famoso Boxing Day. Yo había visto anuncios en las calles y me imaginaba que había una gran pelea de boxeo, pero no: es el día en el que se intercambian los regalos, bien puestos en su caja. Yo regalé libros de segunda mano que compré en Richmond con Ben. Recibí lo mismo a cambio, salvo Hermano Uno, que regaló unas velas bastante locas que había hecho. Luego fuimos con los vecinos de enfrente a un concierto de música de cámara. Los ejecutantes eran los miembros de la familia Watson y de la familia vecina (Hermano Dos tocaba el violoncello y el piano, Papá Watson y Hermano Tres tocaban el violín). Fue interesante escuchar música de cámara en la sala de una casa, que se supone es el lugar idoneo para disfrutar de este tipo de composiciones.

Una de las cuestiones frustrantes de aquel viaje fue que, por el acomodo de los días, los museos y otros lugares de interés estaban casi siempre cerrados. Navidad y Boxing Day se ligaban con el fin de semana. Esa circunstancia y mi ansia por visitarlos hicieron que decidiera no acompañar a Ben y unos cuates a Cromer. De hecho, la familia Watson se dispersó. Hermano Uno salió para Escocia, Mamá Watson y Hermano Dos, a Gales. Yo me quedé con Papá Watson y Hermano Tres, quienes en Año Nuevo se pusieron una peda fenomenal con un aguardiente frances –sin perder, no obstante, la flema en ningún momento-.
Londres me maravilló, en primer lugar, por su carácter de ciudad. El gusto de ver pasar a la gente apresurada, admirando mujeres vestidas provocativamente y jamás volverás a ver, oyendo los villancicos que canta un coro infantil en Trafalgar Square, metiéndote a husmear en tiendas de objetos extraños. Cumplí mi propósito de ver a fondo los prerrafaelistas y los artistas pop, y escribí algo al respecto. Fui dos veces al teatro: una fue al “Rocky Horror Show”; la otra, a una adaptación de “El Sueño de un Hombre Ridículo”, de Dostoievsky, en la que una actriz desnuda se sentó en mis piernas. Ví “El Enigma de Kaspar Hauser” en un cine en cuyos sillones había ceniceros, para comodidad del espectador y tranquilidad de los limpiapisos.
La pasé bien, pero no pude evitar la sensación de que los ingleses estaban muy reprimidos (y eso era algo que Ben subrayaba en todo momento). En México, en Italia, en París, en Amsterdam uno va caminando por la calle y si encuentra los ojos de otra persona, se fija en ella, establece un contacto fugaz, una relación microscópica que culmina después de unos pasos y a veces hasta antes. En Londres la gente miraba al suelo o al vacío y yo tenía que buscarles los ojos, comerme mi túrgido asombro ante la ausencia de reacción de los pasantes –y, sobre todo, de las pasantes-. Esto te hace sentir espectador y no partícipe, como si fueras invisible. Lo curioso es que los ingleses te los presentan y suelen ser bastante simpáticos.
Por este restraint inglés, me pareció raro que una chica que preparaba el café se me quedara viendo a los ojos, que luego me sonriera, que comentara algo con la que lavaba los vasos. Empecé a sospechar cuando oí a una mesera decir “estroberri”. Les hice plática. Me preguntaron si yo era inglés (sabían que no: un inglés no las hubiera visto a los ojos, no les hubiera sonreido, no les hubiera hecho plática). Eran italianas.
Cuando llegaba a casa de los Watson, si no platicaba con Papá Bill acerca de la Revolución de los Claveles –o de las ventajas de tener un diccionario alemán-ruso, cuando resulta más preciso que el diccionario alemán-inglés-, me ponía a leer dos libros que me fascinaron. Uno me lo recomendó Ben –un día que afirmó ser una lesbiana anarquista en el cuerpo de un hombre- y era Conundrum, la extraordinaria autobiografía de Jan Morris, veterano de la Guerra Mundial, historiador y corresponsal del Times en la ascención de Edmund Hillary al Everest, padre de cinco hijos, y quien se transformó en mujer. El otro, con menos carga humana y emocional, pero también fascinante, era una de sus lecturas obligatorias de la escuela: la historia de las lenguas europeas.
En el avión de regreso me ligué a una inglesita de lo más chula y si no me la pude llevar a Módena, no fue porque a ella le faltaran ganas. Lo único que pudo salir de aquello fue un cuento chusco.

martes, diciembre 09, 2008

Biopics: Pasta de estrellitas

Cuando empieza a hacer frío y uno está fuera de México, es más intenso: gélido. Entonces no hay nada mejor que hacerse una sopa de pasta de estrellitas, con su consomé de pollo en polvo, servirla en una taza, sentarse en el suelo y platicar con los cuates acerca de la Patria tan lejana. Empezar recordando unos deliciosos huevitos rancheros (en realidad uno no tiene hambre, y se siente cálida la mano que sostiene la taza, pero la onda es darle vuelo a la nostalgia), pasar luego por buena parte de la tradición culinaria nacional, señalar que es incomparable. Seguir luego con otras cosas incomparables: ¿Jugadores como el Pistache Torres? ¡Ninguno! ¿Y como el Manquito Villalón? ¡Nadie! ¿Cómicos como El Comanche? ¡No hay!
-Oye güey, ¿y cómo se llama El Comanche?

-Chin, ya se me olvidó. Lo que es estar tan lejos del suelo donde he nacido.

-¡Inmeensa nostalgia invaade mi pensamiento!

-¡No volveré!

-Sí, y nooo pararé hasta ver que tu llanto ha formado…

Pasan los años y la pasta de estrellitas en una taza ya no trae recuerdos patrios, pero los mecanismos de la memoria siguen en su función y trae la sensación de calidez entre la niebla helada.


Una visita inesperada


Luciana era la más joven de la banda que se juntaba alrededor de Claudio Francia. Una chava con carácter, que había destacado como militante del Partido Comunista –y que despreciaba profundamente a la ultra- y que estaba orgullosa de su origen popular. Tal vez por estas dos últimas características, Beppe Falavigna –todo raigambre proletaria- estaba prendado de ella. Todavía no entraba a la universidad. Estudiaba por las tardes, y en las mañanas trabajaba como cartero. Casualmente, cubría nuestra zona.

Una mañana en la que la niebla y las sábanas me impidieron despertarme a tiempo, Luciana llegó a entregarme personalmente una carta certificada que enviaba Carlos Mársico desde Perugia.
-Aquí escribí que te la entregué a las 11. Son las nueve –me dijo, sentándose en el borde de mi colchón.
Me levanté y puse el disco de Tubular Bells (qué prejuicios ni qué nada). Regresé a la cama. Ella ya estaba bajo las cobijas.


Un congreso, un dogmático y un trago de rompope

Dos días después de aquella visita, Beppe y yo partimos a Chianciano Terme para asistir a un congreso sobre Gramsci, del que él me había hablado desde hacía días. Beppe acababa de dejar el PdUP para inscribirse al PCI y tenía una gran hambre de conocimientos propios de su nueva condición. En el camino fuimos escuchando música latinoamericana –los casetes de Vadillo- y Beppe hacía que yo le tradujera. Y yo le traducía la canción del yuyito que había crecido en la roca, pensando ora cómo le digo a este cuate que está clavado con ella que Luciana se acostó conmigo. Y mejor seguía traduciendo.

En Chianciano logramos que nos dieran un cuarto que no había sido ocupado y asistimos a algunas discusiones interesantes (qué se entiende como “intelectual colectivo”) y otras no tanto (que bordaban en los conceptos estructuralistas). El tipo que me pareció más serio fue Giuseppe Vacca.


De ahí dimos un salto a Perugia, a visitar a Carlos Mársico. Tenía nuevos inquilinos, entre los cuales destacaba un cubano, Juan Iñurrieta, que en muy pocos minutos me cayó muy mal. En las horas que estuvimos ahí se armaron –tipico de la casa de Mársico- tres discusiones colectivas sobre temas políticos.

La primera fue sobre la liberación femenina, y –para desesperación de una polaca y una francesa- Iñurrieta decía que hay trabajos que no pueden hacer las mujeres, porque su prioridad es la familia.

-En Cuba tenemos una frase muy revolucionaria: la familia es la célula de la sociedad.

La segunda fue sobre la diferencia entre compañero y amigo, que se prestaba a profundidades personales. Iñurrieta dictó cátedra:

-En Cuba hay una definición muy clara: el compañero lo decide el Partido, el amigo lo decides tú.

La tercera fue sobre el papel revolucionario de los homosexuales. Había un venezolano gay que alegaba que la sexual era parte de los procesos de liberación en marcha, y eso para Iñurrieta era inaceptable:

-Los hombres como el Ché; las mujeres, como Tania. ¡Nada en medio!

Cuando alguien disentía de él, Iñurrieta –supuestamente haciéndose el gracioso- sacaba una libreta de taquigrafía y decía: “Mira que voy a apuntar lo que estás diciendo en mi libretica”. La enésima vez que sacó la frase, le dije: “Apúntame de una vez, que tienes alma de policía”.
Iñurrieta, como es obvio, se encabronó (creo que sobre todo porque lo evidencié) y, aprovechándose de que el ingenuo de Beppe le había dicho que yo era hijo de cubanos, me acusó de apátrida.
-Para ti sólo hay de dos: o revolucionarios, o gusanos –le dije-. Eres un dogmático. Yo soy un mexicano revolucionario y tú eres un cubano pendejo.

Acto seguido me despedí de Mársico y nos fuimos. Iñurrieta me siguió hasta la puerta, gritándome “Apátrida”.

Por supuesto –como en su momento me lo confirmaría Carlos- Iñurrieta ha tenido una carrera muy provechosa en el servicio diplomático cubano.


De regreso a Módena, otra vez me punzaba la pena insistente de decirle a Beppe lo que había sucedido entre Luciana y yo. Pinche Beppe. Se lo dije al llegar, entrando al bar junto a la casa. Se le tensaron las quijadas.

-Merda! –exclamó, y pidió un rompope.

viernes, diciembre 05, 2008

Sirva como aclaración

Escribí este cuento en la primavera de 1975 (es decir, antes del Crimen del Circeo y de la polémica Calvino-Pasolini, por si alguien pudiera suponerlo). Se publicó en La Jornada Semanal aproximadamente diez años después. Si alguien cree que se trata de una parábola sobre el fascismo, puede hacerlo.


Sirva como Aclaración


Me llamo Lorenzo Bocci. Quizá esto ya no le dice nada a nadie; el caso que me llevó a la ergástula está olvidado; los jueces que me condenaron y los periodistas que dieron a conocer la noticia -he de suponer- están muertos. Treinta y nueve años después quedamos mi conciencia y yo. Llevo conmigo la verdad del relato y la tengo que soltar porque tantos años de cárcel, a pesar de los esfuerzos que hice, malhabituaron mi memoria. Llevo todo este tiempo esperando el momento en que nuestra sociedad comprenda qué tan atroz es la verdad cuando se la despoja de toda indumentaria. Ese día no ha llegado, mas desespero, comienzo a sentirme viejo y junto con la libertad llegó el temor de irme a la tumba guardando el secreto. No quiero morir en silencio: Teresa Bertoli es una santa con una pasión y muerte setenta veces más auténticas que las de María Goretti, canonizada por nuestra iglesia.
No sé si quepa aclarar, pues esto traslucirá durante el relato, que ni el tribunal fascista que me condenó, ni quienes me graciaron treinta años después, vislumbraron siquiera una parte de mis conocimientos durante el suceso. Sólo me resta, antes de dar cabida a la historia, maldecir por última vez a aquellos que sin pruebas suficientes me mandaron a la miasma carcelaria.
Quedé huérfano de padre siendo niño aún: él era uno de los obreros que asesinaron cuando los desórdenes de Turín. Nunca me complació la idea de trabajar, así que jamás duraba en un puesto más que pocos meses. Mientras trabajaba de mesero en una cantina donde la humedad y la niebla penetraban más fácilmente que los clientes, conocí a Claudio Grassi, de quien inmediato admiré su capacidad para estimar y proteger sin empacho a quien así él lo decidiera. Parecía un hombre libre. Había escrito algunos poemas, pero al parecer se interesaba más por los robos de segunda o tercera categoría con los que se sustentaba. No fue mucho tiempo después que me invitó a convertirme en su socio. Acepté y comencé a cultivar su amistad y la de otras gentes de los bajos fondos.
Claudio era imaginativo y nos hicimos rápido de algún dinero. Afirmaba que apenas tuviera lo suficiente como para llevar una vida modesta, se establecería y se dedicaría a escribir, pero a menudo le sobrevenían crisis nerviosas, que él trataba de aliviar gastándose la plata. Yo lo seguía como un perro, y empecé a chuparle la extraña manera con que veía las cosas. Es obvio que lo ayudé con la niña Bartoli porque entendía su frustración, la compartía.. Mi carácter en aquella época quería ser demasiado pragmático, pero en los años de encierro llegué a identificarme plenamente con Claudio. Hoy lo considero mi maestro.
Como a los dos años de conocernos lo capturaron robando en la villa de la amante de un funcionario del Partido. Por fortuna yo estaba ocupado en un trabajito de mozo, no participé en el fallido golpe y no toqué la cárcel. No sé bien por qué razones, a los pocos meses salió libre y dispuesto a regenerarse; se empleó como ayudante en una planchaduría y nos veíamos solamente por las noches, cuando -tomando una botella de vino- hacíamos planes ambiciosos y disparatados sobre nuestro futuro.
Una de esas ocasiones me platicó de una niña hermosísima, una jovencita que describía con palabras que me llegaron a sonar excesivamente rastreras. "Es un serafín", me dijo, "y una coqueta". Pronto ella se convirtió en el único tema de su conversación y en el barómetro para medir sus humores. ¿Qué lo ata a ella? -me preguntaba- ¿Por qué Claudio, tan alejado de la vida, tan despreciativo para con su cuerpo, se ha encendido tan de repente?
La joven iba a la planchaduría con asiduidad: que había fiesta en su casa, que convendría teñir de rosado el vestido de su madre, y Claudio no tardó en hacerle conversación y halagarla de mil maneras. Claudio tenía labia, se obsesionaba con facilidad y su mente era de rápidas elucubraciones. Fue un viernes cuando me dio a conocer su plan y me pidió ayuda: era tal su decisión que hacía ya dos meses que rentaba la casa donde pensaba mantenerla. En un principio la idea me pareció francamente absurda: creí que se trataba de un rapto matrimonial, inaceptable por la diferencia de clases. Pero no: era un verdadero secuestro, aunque con consentimiento de la víctima. De seguro la influencia que Claudio ejercía sobre mí se había extendido sobre la muchachita. Usó para convencerme de ayudarlo argumentos burdos y sutiles y casi se echó a llorar. Yo sospechaba que tenía intenciones diferentes, y que más tarde me las revelaría. Demasiado tarde supe que me había equivocado.
La noche del rapto, siguiendo las instrucciones de Claudio, los esperé en el lugar que sería el encierro de Teresa: una recámara en el sótano de la casa, de paredes blancas, amueblada solamente por una cama matrimonial, un tocador con flores grabadas en el espejo y dos mesitas de noche. La única ventana rozaba el techo de la recámara, pero estaba a la altura del suelo exterior y sólo se alcanzaba a observar los arbustos del jardincito. La casa no era pequeña, por lo que supuse que Claudio hacía otra cosa además de ser dependiente de tintorería: de seguro otro tipo de robos servían para el pago de la renta.
Grissi me presentó como su mejor amigo y le explicó a Teresa que tenía que quedarse allí por unos días, ya que por el momento era muy peligroso salir. Yo me quedaría a vivir con ellos y la complacería, hasta donde fuera posible, con todo lo que requiriese. Noté más nervioso a Claudio que a la niña, cuyos ojos glaucos bailaban un poco ansiosos, pero alegres, tratando de adueñarse de cada detalle. Para ella no era más que una excepcional aventura. Para Claudio, era cuestión de volver brillante una vida que ya no le convencía. Teresa tenía trece años, pero aparentaba al menos quince. Nos dormimos casi inmediatamente. Antes del sueño pensé que Claudio la violaría, casi quietamente le diría que no podrá regresar a casa y la mandaría a prostituirse: un tiempo y la capturan, la mandan a un burdel y adiós vida fácil para Claudio. "Bah, si me importara algo en particular, los dejaría en este momento".
Me decía apenas interesado en el devenir de esa historia, pero en realidad estaba metido hasta las narices y me disfracé de nihilista para no chocar con mi propia incoherencia y cobardía.
La mañana siguiente Claudio le tomó las medidas a una Teresa inmóvil, que aún no se daba cuenta de lo que había implicado su decisión de aceptar el secuestro. Luego partió, dejando claro que no volvería hasta la noche. Cociné para la secuestrada y para mí, y tuvimos la primera de las pláticas que iban a trastornar todo mi entendimiento.
-¿No sabes tú qué ropa me comprará? -preguntó- ¿No sabes cuándo podremos irnos a Suiza?
-No sé, la verdad. Hay que tener paciencia, si no, no aguantarás los días de espera.
-Soy paciente, no creas -dijo, reprochando mi velado paternalismo-, pero tengo ganas ya de caminar por las calles de Lucerna o de París, con Claudio al brazo. visitar las tiendas, tomar café. Apenas me lo imagino. Ya sé que hay que esperar a que se calmen mis padres, a que no sea tan dura la vigilancia, para poder cruzar la frontera sin temores.
Visto que no aguantaba la curiosidad, le pregunté las razones para venirse con Claudio.
-Claudio es maravilloso -respondió, levantando los ojos y sonriendo con placidez-, me ha platicado de tantas cosas. Al principio contaba historias cortas, leyendas de su provincia, luego me decía piropos. Un ángel de carnehueso, luciérnaga para los ojos, cosas así. Pronto vio que yo no era feliz, atada a mi familia, con la abuela enferma y tantas preocupaciones que no puedo hacer nada. Claudio me infundió ganas de ver las cosas, vivir, y yo estaba encadenada a mi casa, a mis parientes que me hacen sentirme una niña idiota, que me lo dicen. Eres una nenita, dicen. Tú y Claudio saben que no lo soy ¿verdad?
-Cierto. No lo eres.
-Y con Claudio voy a conocer lo que es el mundo. Voy a tener una vida, así, maravillosa. No va a ser necesario esperar a la mayoría de edad para salir a la calle y sentirme persona, no hacerlo cuando esté amargada, marchita, a lo mejor con hijos. No. Yo dejo que Claudio me abra a la vida.
-Espero que todo salga como quieres -dije en voz baja, sin convicción.
-Yo tengo fe.
-Claudio tiene voluntad -aseguré tratando de salvar cualquier posible malentendido- y todo saldrá de las mil maravillas, seguro. ¿Te gusta la casa?
-Esta bien. ¿De verdad no voy a poder salir?
-No. Y por seguridad ni intentes asomarte a la ventana.
-No lo haré -rió-. Estoy como prisionera ¿verdad?
Claudio regresó cargado de regalos: un vestido rojo, otro con motas azules, zapatos de piel de cocodrilo, una bolsa de mano, medias y ropa interior de seda, una caja completa de maquillaje, libros y pasquines, paquetes de cigarrillos suaves. Teresa lo recibió con un beso. Claudio era su salvador. Mientras tanto yo me preguntaba cómo había conseguido un simple dependiente de tintorería tanto dinero como para esas compras.
-Te convertiré en todo lo que quieras ser.
Salimos por unos segundos para que se cambiara ropas. Acto seguido Claudio se sentó en la cama, junto a ella, la tomó del talle y la condujo, con respeto, al tocador. Dejó que ella tendiera sus frías manitas engarrotadas, pasó voluptuoso, sobre las uñas, el barniz de color rojo encendido, acarició las manos. Posó los dedos sobre su cara vírgen, oprimiéndole por un segundo la mejilla; ella sonrió pero probablemente le dolía. Rellenó las pestañas de rimmel azul prusia, de café y negro oscureció los párpados, prefirió rasurar las pobladas cejas para sustituirlas por dos ténues liniecitas en ángulo obtuso, aplicó maquillaje de cérea textura a sus mejillas demasiado rubicundas, dándole a su rostro una tonalidad albariza. La hizo encender un Muratti y se quedó absorto contemplando su obra.
-He aquí a la mujer del futuro. Conquistarás el mundo. Empiezo a amarte.
Teresa seguía sonriendo, sumisa, maravillada todavía con la extraña señora que la observaba desde el espejo, impresionada al sentir que era de seda la sensación del contacto de su mano con la entrepierna. Estaba aturdida de felicidad y, si en algún momento llegó a tener miedo, éste se desvaneció cuando Claudio le declaró que necesitaba verla igual de hermosa todos los días de su vida.
-Mañana, no sé cómo, pero te vamos a hacer la permanente.
Las siguientes semanas fueron de un esfuerzo constante de Teresa por cumplir con lo que se esperaba de ella. Siembre bien arreglada, fumando con regularidad, perfumada. Claudio nos mantenía a ambos, pero a ella iban los mimos y gran cantidad de vestuario. Yo era sólo el cancerbero. Nunca intentó hacer el amor con ella, la miraba como si fuera un ser de otro mundo. De vez en cuando le daba consejos, y éstos eran la pauta por la que Teresa regía su existencia.
-Para ser bella, para ser mujer -decía Claudio-, tienes que ameritarlo, dar gracias por el hecho de que vives y de que tras de tu seno palpita un corazón tibio y sano. Date cuenta de que te estás creando a tí misma, que yo solamente te guío, de que es tu obligación tratar, con todo el don de tu voluntad, de asemejarte al ideal femenino que te has fijado.
Lo escuchábamos embobados, a sabiendas de que poco a poco se nos estaba volviendo imposible contradecirlo.
Una madrugada me despertó y me llevó a discutir con él a la cocina. Había terminado con todo su capital, no sabía qué hacer; los periódicos y revistas ya casi no tocaban el caso de la niña desaparecida, que intentaron, sin éxito, de equiparar con el rapto del niño Lindbergh, pero Claudio se mostraba pesimista sobre la posibilidad de llevarla al extranjero y aseguraba que era su deseo dejarla ahí, frente al espejo, admirando eternamente su propia belleza. En suma: proponía que yo lo ayudara en el robo de un almacén. Él había ya cobrado y gastado el rescate por el secuestro de Teresa, pero no se había atrevido a confesármelo.
-La amo porque tiene toda su fe puesta en mí ¿entiendes?
Por tanto, volvimos a las andadas. En esos días me dí cuenta de que yo había estado tan encerrado en esa casa como Teresa. Era el apéndice que Claudio dejaba junto a ella. Lo que ahora hacía era como un retorno a la normalidad. No siento remordimiento por aquellos hurtos, siempre he creído que mi vocación es la de ladrón, nunca vi otra alternativa.
Pasado un tiempo, Teresa comprendió cabalmente, muy a su pesar, la prisión absoluta que estaba sufriendo. Creo que no miento si digo que mis conversaciones con ella la salvaron de caer en el abismo de la demencia. Me porté como un competente discípulo de Claudio, empujado por la similitud de la situación de Teresa y la mía. El devenir de la historia demuestra que me entendió y logró posesionarse con amor infinito del papel que le había tocado jugar. Vio que pronto nos fue imposible discernir individualmente, que no éramos más que títeres de una farsa inventada por Claudio. A ella tocaba ser la diosa, la vestal de innumerables atributos, recluída tras las piedras preciosas de su virtud. Es por eso que se equivocó quien dijo que Teresa Bertoli se había resignado. Ese jamás la conoció, porque ella acabó por gozar su vida retirada y falsamente fastuosa. "La soledad me ha salvado de ensuciarme al contacto con el exterior" -decía, fumando con fruición ritual-, "esta casa es Utopía, aquí soy mujer y tengo valor para una persona. Afuera me patearían, me cortarían los cabellos. Lorenzo, acaríciamelos". No comprendí que me había enamorado hasta que me interné definitivamente en las galeras.
Una tarde, sin embargo, me descubrí opinando que no tenía sentido pasar riesgos por algo que no me pertenecía. Por personas que jamás me pertenecerían. Era yo Ariel, aquel genio poderoso trágicamente dominado; cultivaba la flor llamada Teresa Bertoli, pero no tenía idea clara de cuál era la finalidad. Nuestros espíritus habían sido rescatados de una existencia cuyas demandas terrenales eran aborrecibles, pero al costo de nuestro albedrío. Esa noche se me ocurrió preguntarle a Claudio, quizá con demasiada rudeza, cuando iba a desvirgarla. "Me imagino cómo gozaría aquel cuerpecito cálido", le dije. La cara de Grissi se agitó como por convulsión, me llamó mezquino, ruin, babieca. "No acepto críticas de quien no entiende un carajo", exclamó. Yo no dije más.
Poco después fue nuestro asalto a la Marinotti. No parecía tarea difícil, pues ya estaba contratado el comprador de la mercancía que debíamos sustraer. Espantosa fue nuestra sorpresa, segundos después de salir, al encontrarnos con decenas de policías que seguían nuestro automóvil. Cuando nos vimos copados, saltamos del coche y nos arrojamos al Po. El policía que me ayudó a salir se rompió el brazo del esfuerzo. El cadáver de Claudio tardó pocos días en aparecer.
Se me acusa de cobardía por no haber declarado nada sobre la existencia de Teresa Bertoli. Se dijo que yo era parte de una pandilla de tratantes de blancas, que era un agente bolchevique esparcedor de la inmoralidad y el crimen. Teresa Bertoli, en los hechos, me dio la razón. Claudio, ella y yo apañuscamos por unos meses la verdad. No me cupo la menor duda cuando leí en las cróncias que la habían encontrado tendida en el lecho, en cruz sobre los pechos las manos de largas uñas rojas, las facciones deformadas por el maquillaje y el hambre. A su lado, un pequeño festín: naranjas y quesos en estado de descomposición. Era la ofrenda a los dioses: su pasión y la nuestra resumidas en esa imagen. No se pudo comprobar que llegué a conocerla, mas eso no fue motivo para que la sociedad, unánime, eligiera la cadena perpetua.






miércoles, diciembre 03, 2008

(Biopics: El Crimen del Circeo)


Aquellos fueron, por otra parte, días de nota roja, con dos sucesos que golpearon excepcionalmente la conciencia colectiva italiana. Uno de ellos fue conocido en todo el mundo. El otro, el Crimen del Circeo, tuvo efectos culturales más trascendentes.

Dos jovencitas de barriada romana, aprendices de cultora de belleza, conocen en un bar a tres jóvenes de clase alta, que las invitan a una fiesta en la casa de campo, junto al mar, de uno de ellos. Donatella Colasanti, de 17 años y Rosaria Lopez, de 19 aceptan gustosas la invitación de los chicos bien.

Los cinco –ellos responden a los apellidos Izzo, Ghira y Guido, y son conocidos en los círculos neofascistas de Roma- llegan a la lujosa residencia de la familia Ghira, en el Circeo. No hay tal fiesta. Izzo, Ghira y Guido amenazan con una pistola a las muchachas y durante más de 24 horas las violan, las golpean, las torturan. Las sumergen en la tina hasta ahogarlas, luego meten los cuerpos en la cajuela del auto y regresan a Roma. Estacionan el coche bajo la casa de Guido y se van a comer unas pizzas.

Rosaria Lopez había fallecido, pero no Donatella Colasanti, quien se fingió muerta para evitar más ultrajes. Los pasantes oyen gemidos que provienen de la cajuela, llaman a la policía, que rescata a la muchacha en muy mal estado y captura a dos de los asesinos, que regresaban despreocupadamente hacia el auto, después de cenar.

Las crónicas de la época fueron capaces de reproducir con fidelidad casi detallista aquellas horas de pesadilla que vivieron las jovencitas, porque tanto los asesinos detenidos como la víctima sobreviviente las contaron: ellos, con frialdad y cinismo; ella, con un rencor casi tan grande como su dolor. Los ultrajes y agresiones de los neofascistas fueron siempre acompañados por insultos: injurias misóginas, de clase y políticas (las muchachas, totalmente ajenas a las ideologías, eran “comunistas de mierda”). “Se burlaban de que yo quería ser champuísta”, declaró Donatella.

En una nuez, el crimen del Circeo resumía la prepotencia de sexo y de clase social, y ponía de relieve el carácter represivo y criminal de la ideología fascista. Estaban todos los simbolismos. Aunque la condena y la consternación fueron unánimes, la prensa de izquierda recordaba constantemente el odio y el desprecio de clase que mostraron los torturadores. Izzo, Ghira y Guido eran la personificación de la maldad política, de la “negatividad fascista”. El efecto llegó al grado que varios chavos calificaron de “fascista” el disco Tubular Bells, de Mike Oldfield, porque –según las declaraciones de Donatella- era el que escuchaba en la cajuela del carro cuando iban de regreso a Roma (era el tema de la película “El Exorcista”).

Las crónicas de los primeros meses no lo consignaron, pero donde hubo más consecuencias fue en la relación de géneros. Rosaria y Donatella se convirtieron en una bandera del movimiento feminista, que se manifestaba en contra de la violencia de los hombres, pero no solamente contra la violencia directa, sino también en contra de la prepotencia, los aires de superioridad, la agresividad escondida. Y el feminismo italiano, con gran lucidez, se constituyó en parte acusadora. Así cruzó la cerca: pasó de ser un movimiento amplio, pero sobre todo de jóvenes universitarias, a un fenómeno de masas.

El fuerte juego de simbolismos nos dejó a muchos en una situación un tanto ambigua. Éramos estudiantes pobres y de izquierda, pero éramos varones. Éramos víctimas, pero también victimarios, al menos en potencia. Teníamos que cuidarnos de no parecer agresivos, dominadores o presumidos. Teníamos la obligación de asumir que éramos machos en proceso de desmachización: de luchar por extirpar el facho que –seguramente, a decir de las compañeras- hibernaba dentro de nosotros.

Izzo, Ghira y Guido fueron condenados a cadena perpetua, si bien a Ghira jamás se le encontró –hay versiones de que huyó de Italia, se inscribió al Tercio español y murió de sobredosis en Melilla, en 1994-. Un tribunal permitió la libertad vigilada a Izzo en 2005, la que aprovechó para asesinar –también por estrangulamiento- a la esposa y la hija de un compañero de cárcel: fue recapturado y vuelto a condenar a cadena perpetua. Guido logró que se le redujera la sentencia a 30 años, luego huyó de prisión y fue atrapado poco después en Buenos Aires. Fue preliberado en mayo de 2008. Donatella Colasanti murió en 2005.

Las crónicas de los periódicos eran fascinantes, no sólo por lo bien escritas, sino porque buscaban entender las cosas más allá de los hechos. Y la importancia del suceso reclamaba grandes plumas, como la de Italo Calvino, que hablaba de la facilidad con la que los jóvenes ricos de derecha podían pasar, con la certeza de su impunidad, de las bravatas de café a las golpizas a la salida de la escuela, a las carnicerías en las casas de fin de semana. Pierpaolo Pasolini respondió a Calvino, criticándolo por facilón, diciendo que pretendía fijar la inferioridad humana del “enemigo”, que el fascismo antiguo que Calvino anatemizaba era menos peligroso que el fascismo “de genocidio cultural” de la TV y que la violencia no era exclusiva de los frutos podridos de la burguesía, porque esa misma violencia la podían ejercer –y de hecho la ejercían cotidianamente- los pobres de barriada.

Dos días después de publicada su carta a Calvino, Pasolini fue asesinado –también en la periferia romana- por un joven de barriada. Un prostituto adolescente, Pino Pelosi, que le robó el coche y le pasó por encima, estallándole el corazón. También la muerte del gran poeta y cineasta fue objeto de magníficas crónicas periodísticas, y de profundos ensayos analíticos. Pero no tuvo el mismo enorme y persistente eco social que el crimen del Circeo.