jueves, enero 15, 2009

Una plática de Ivan Illich (Biopics)

Otro conferencista que pasó por Módena en esos días fue Ivan Illich, el polémico ex sacerdote y pensador radical. Su plática fue tan interesante que, a más de tres décadas de distancia, recuerdo la mayor parte.

En muchos aspectos, Illich parecía abogar por el regreso a un pasado perdido, ajeno a los rascacielos, el ajetreo y las costumbres modernas, una suerte de paraíso de los valores tradicionales humanos. En otros, portaba un germen revolucionario muy fuerte, porque señalaba dónde estaban muchas de las fuentes de la enajenación cotidiana. Extrañamente, no parecía –para nada- un ser contradictorio.

Contó sus experiencias en el CIDOC de Cuernavaca –aquel “pueblo rechazado”, casi paleocristiano, que enfrentó al obispo Méndez Arceo y su grupo de intelectuales comprometidos contra la jerarquía católica y el Vaticano-. Habló de un experimento en el que pidió a gente de distintos estratos sociales que describieran una fotografía de un mercado. Hizo notar que los campesinos de Morelos no se referían a “niños”, sino a “hijos”. Para Illich, los conceptos comunes de la infancia son una invención burguesa, que se proyecta luego en la “infantilización” del pueblo, al que se quiere volver pasivo y “librarlo” de responsabilidades para controlarlo, bajo el pretexto de que requiere ser guiado, amenazado, castigado. De ahí, también –según Illich- la tendencia a prolongar en el tiempo, cada vez más, la duración de la infancia.

También hizo una defensa de la lentitud. Comentó que la velocidad a la que nos podemos mover es directamente proporcional a nuestro poder en una sociedad jerarquizada y que, a fin de cuentas, la mayor parte de la población se mueve a velocidades similares a las que lo hacía hace un siglo –sólo que consumiendo muchísima más energía. Consideró que debería de haber algo así como un límite mundial de velocidad, que fijó en 40 kilómetros por hora. “A esa velocidad puedes dar la vuelta al mundo en 80 días”, dijo.

Lanzó una fuerte crítica general a las instituciones. A la escuela, que arrebata a la gente de sus conocimientos tradicionales y se convertía en el tamiz –controlado por los gobiernos- para definir si alguien estaba preparado o no para un empleo. A las cárceles, y la ideología bienpensante de que son lugares para la readaptación social, cuando son solamente espacios de castigo. A la medicina institucional, que interviene de manera intrusiva en las personas. Con ella, a la medicina siquiátrica, que ve toda desviación de la norma como “locura” a la que trata de controlar, aún en contra de la dignidad de las personas.

En eso, un asistente pidió la palabra. Se trataba de uno de los locos conocidos del pueblo. Habló del tratamiento que recibió cuando fue recluido (electrochoques era la moda) e Illich le respondió que, aunque a él le parecía única, su experiencia era de lo más común.

Habló de la muerte. Del hombre que se preparaba a ella tomando una botella de vino del año en el que nació. Del pueblo africano que se sentía hermanado con otro pueblo de costumbres distintas porque, aunque vivían diferente, morían igual. Al hacerlo señalaba algo que compartía el CIDOC con la escuela de Frankfurt: el concepto de que el hombre moderno, alienado para satisfacer sus deseos estimulados por la maquinaria económica, en realidad no vivía su vida. No era su propio dueño, sino un esclavo, una suerte de robot. En la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, el esclavo –por miedo a la muerte- elegía la no-vida (y un robot no está vivo); en cambio, el amo elegía la vida –y, con ella, la muerte como su contraparte natural.

Esta era, quizás, la parte más clara de la visión que nos dio Illich. Vivíamos en una sociedad reificada, de imágenes y fetiches varios que van paulatinamente sustituyendo las relaciones personales: más allá de la teoría marxiana, la enajenación trasciende las relaciones de trabajo y se convierte en forma de vida, que es decir de muerte. Entonces, una parte fundamental del proceso de liberación es ser capaces de distinguir estas formas variopintas de manipulación y recuperar la vida en directo.

Aunque más de una vez quiso Illich sustentar sus teorías en datos falsos –como que la diferencia de expectativa de vida entre Italia de 1975 y el imperio romano del año cero se debía exclusivamente a la menor mortalidad infantil-, toda su exposición fue muy estimulante y cayó sobre un terreno fertilísimo: jóvenes rebeldes que estaban cuestionándolo todo y, en particular, todo lo que proviniera de la autoridad. Sus ideas circulaban con más fuerza porque había que cuestionarlo todo.

Al mismo tiempo, y a pesar del atractivo -incluso estético- de las teorías de Illich, no podíamos sino tener una posición ambigua respecto a ellas.

Era cierto que la sustitución de los conocimientos tradicionales por la enseñanza escolarizada estaba desde entonces acabando con oficios muy útiles y lanzando al mercado de trabajo personas muy impreparadas (que no saben hacer una regla de tres, pero tampoco apretar bien una tuerca o resanar un muro), listas para la explotación. Era cierto que nuestro concepto de la universidad era como fuente de conocimiento, no como fábrica de futuros empleados y dirigentes (Illich afirmaba que la academia en la Edad Media era camino seguro a la pobreza, pero –con menos espíritu franciscano- nosotros entendíamos, por un lado, que era porque el sistema económico tenía poco excedente como para mantenerlos y, por el otro, que muchos personajes basaban ya su poder en los títulos académicos, que en ocasiones suplían a los nobiliarios), pero nuestra rebeldía no nos impedía presentar exámenes y pensar en suceder, en nuestro momento y a nuestro modo, a los catedráticos.

Era cierto, lo percibíamos, que una prisa absurda se adueñaba del mundo. Y aceptábamos el hecho evidente de que la velocidad de movimiento (también la de la voz y las palabras) está asociada con el poder. Pero la idea de desechar los vehículos “demasiado veloces” nos parecía utópica. Por lo demás, no parecía convincente el argumento de que las carreteras de terracería del cardenismo unían a los pueblos, mientras que las autopistas del alemanismo separaban a pobres y ricos. Y sí, sentíamos que la altura de los edificios europeos estaba más al alcance de lo humano, pero no podíamos dejar de sentirnos fascinados por Nueva York.

Era cierto, también, que la medicina mostraba notables signos de deshumanización, con la visión –entonces hegemónica- de intervenciones invasivas por encima de los deseos del paciente y la idea dominante de tratar enfermedades, y no enfermos; órganos y no personas. Se advertía que el Doctor Kildare y sus laboratorios eran en muchos sentidos iatrogénicos: un carnicero y unos negociantes, pero al mismo tiempo se sabía que la medicina alópata y los fármacos de patente daban alivio, curaban enfermedades y salvaban vidas con más éxito que los tratamientos alternativos. Se dudaba de la pasta de dientes (hubo un furor del bicarbonato), pero no de la Aspirina.

Era cierto, lo mismo, para la psiquiatría: “Nosotros somos gente que termina mal: la prisión o el hospital. A los anarquistas siempre los han apaleado y el libertario siempre es controlado por el clero o por el Estado. No se salva, entre quien viste de desfile, quien viste una risotada”, cantaba Guccini. Eran años de electrochoques y lobotomías y los tratamientos de estabilización del humor todavía estaban en pañales (la primera vez que oí hablar del litio fue en 1993). La locura tenía para nosotros algo de positivo, como si fuera una muestra de rebeldía extrema. La cordura era sosa, lo que buscaba el Sistema. Pero al mismo tiempo teníamos identificados a los locos “auténticos” (el que caminaba de prisa por horas, el que tiraba bolas de nieve, la que se pintarrajeaba, el hippie que alucinaba de más y quería que viéramos su Verdad Revelada) y procurábamos mantenernos alejados de ellos.

¿Qué nos quedó entonces? Muchas dudas, algunos destellos clarísimos, de fuerte significado político (la infantilización del pueblo como mecanismo de control, la agonía de los conocimientos tradicionales, la necesidad de darle un giro humano de la medicina) y, sobre todo, la comprensión de que quien no se apropia de su vida tampoco lo hace de su muerte.

Illich apenas si tocó en aquella plática una institución que recibiría tremenda metralla cultural: la familia. Y, aunque no nos tocó que dieran conferencia, otras grandes influencias de la época fueron David Cooper y Ronnie Laing, los gurúes de la anti-psiquiatría. Los efectos de sus enseñanzas fueron mucho más cabrones.

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