martes, abril 28, 2009

La influenza y el Síndrome de Hugo Martínez

Había dos cosas que molestaban a Hugo Martínez cuando trabajaba en Gobernación y había algún mítin frente a la sede. La primera, escuchar de los manifestantes alguna consigna que él mismo había inventado, años antes. La segunda, una molesta sensación de encierro, que le provocaba enormes ganas de salir a la calle y enorme nostalgia por su libertad supuestamente perdida, aunque fueran horas de trabajo y él no tuviera nada qué hacer afuera. Esta segunda circunstancia, que lo afligía muchísimo, fue bautizada como “el Síndrome de Hugo Martínez”.

Con la emergencia sanitaria que vive la ciudad de México a causa de la influenza, millones de capitalinos hemos pasado a sufrir el Síndrome de Hugo Martínez. Esto fue particularmente notable el fin de semana. A menudo lo único que quiere uno, después de una dura semana laboral, es tirar la güeva en casa sábado y domingo. Pero la alerta, que recomendaba fuertemente quedarse en casa y que limitaba las opciones de recreación, hizo obligatorio lo que era optativo. Es entonces que operó el Síndrome de Hugo Martínez: qué ganas de ir a la Copa de Clavados (realizada a puerta cerrada), de echarse ahora sí de nuevo el ciclotón (suspendido), de ir al cine y al restaurante (que ahora también son materia vedada para los capitalinos). Y ni ganas de pedir una pizza y ver los DVD con las películas que tenemos guardadas para una ocasión así. Todos como leones enjaulados. Como Hugo Martínez cuando había mítin frente a Gobernación.

Llegó el lunes, con la cosa empeorada –incluídos los humores- y aparecieron nuevos síndromes. En casa se pusieron a realizar la limpieza más a fondo desde que nos mudamos. Y en el trabajo, luego de constatar la multiplicación de cubrebocas, la preocupación con la ventilación y el calor (“¿Me estará dando fiebre? Voy a tomar un respiro”), con el estornudo ajeno (“¡Fuera!”, gritó alguien entre risas), con la irritación de ojos (“De verdad llevo un buen rato frente a la compu”), que en la medida en que cae la noche se convierte en ganas de terminar rápido y regresar a la segura guarida hogareña. Esos síndromes todavía no tienen nombre.

Y hoy, cuando la gente, de uniforme cubrebocas, lanza miradas desconfiadas y ya no se saluda de beso ni de mano, me vino a pensar en Solaria, aquel planeta descrito por Isaac Asimov en El Sol Desnudo, que estaba habitado por humanos reacios a cualquier contacto físico con un semejante. También, por un momento, me sentí vivir en el episodio de Godard en Ro.Go.Pa.G, cuando llega un virus extraterrestre que enfría nuestros sentimientos. Tampoco hay nombre para eso.

miércoles, abril 22, 2009

Biopics: Un hambriento y un perdido

Llegué a San Sebastián un día después de lo acordado con los cuates que había dejado en Marruecos. La ciudad era notablemente más grande y más hermosa de lo que me había imaginado. Decidí que el lugar lógico para esperarlos era en frente a la Playa de la Concha, frente al ayuntamiento. El que no hubiéramos fijado hora era otro problema. Estuve allí un rato relativamente largo hasta que comprendí que no los vería. Me alejé del malecón y en la banca de un parque cercano me puse a buscar en mi mochila el teléfono de la amiga de Steve Beeson que vivía en ese lugar.

Todavía no lo encontraba cuando escuché un grito: “¡Paaancho!”.

Era Carlos Mársico que se aproximaba a mí, con una enorme sonrisa. Me abrazó con fuerza. Había ido a buscarme a la estación de autobuses, pero yo había llegado en tren y regresaba, cabizbajo, cuando me encontró. Era la segunda vez, en pocos días y en el otro extremo de España, que nos topábamos casi milagrosamente.

-Ché, qué suerte encontrarte. Casi no he comido en tres días.

Nos fuimos a comer un gran bistec con papas y Carlos me platicó lo que les había sucedido. Cuando los dejé Marruecos tenian poco más de cien dólares y algo así como 38 gramos de hashish. Hicieron autostop para ir a Tánger y por allí rolaron un día, en el que se fumaron todo y, ya bien pachecos, se gastaron buena parte del dinero. Con lo que les quedaba, regresaron a España, con la intención de llegar, ayudados por el dedo, hasta San Sebastián. Lo más lejos que llegaron de aventón fue a Jaén. Y, decía Carlos, como nadie los llevaba y no tenían dinero para un camping, cada vez estaban más desesperados, más sucios, más desaliñados… y menos conseguían que alguien los subiera. Para colmo, a Carlos le dio un chorrillo atroz, así que decidieron separarse. Carlos tomó un tren estudiantil para San Sebastián y Steve se quedó con la tienda de campaña, una botella de agua, un pan, una lata de sardinas y 200 pesetas (que era casi nada). Ninguno de los otros pasajeros del tren creía que Carlos era estudiante; afirmaron que era un hippie vagabundo, lo cual lo deprimió todavía más. En San Sebastián se hizo cuate de un irlandés que trabajaba ese verano en un hotelito, el Hirun Anaiak, le dio asilo en la buhardilla y le compró una caja de quesitos mini, de los que Carlos comía dos al día.

Conocimos al irlandés, Seamus, quien era de Belfast (I’m for Belfast, somebody has to be from Belfast) y rentamos un cuarto en el propio hotel. Se suponía que Steve tenía que llegar antes del 31 de agosto, porque su avión a Estados Unidos partía de Londres el 1º de septiembre. Todos los días a las 12 íbamos a esperarlo a la plaza del ayuntamiento. Su amiga no tenía noticias de él. El resto del tiempo, rolamos por la ciudad, que me parecio elegante y melancólica (Mársico decía que era lo segundo porque las plazas tenían nombres franquistas: “imagínate, vas a una plaza con la fecha de tu derrota”). No llegó el 31 y tampoco el 1º de septiembre. Dedujimos que lo adoptó una familia de gitanos. Igual pudo haber buscado auxilio en un consulado gringo, pero eso no tenía méritos literarios.

Al final dejamos Guipúzcoa, cruzando a pie la frontera entre Irún y Hendaya. Le propuse a Carlos quedarnos un par de días en St. Jean de Luz, pero estaba totalmente tronado mentalmente. Tomamos el tren a Italia y se quedó un rato en Módena, conscientes ambos de que, como se decía, settembre è il mese del ripensamento.





Carlos Mársico en Módena.

viernes, abril 10, 2009

Biopics: A solas por España

Noche en la playa militar
Tras pasar una revisión exhaustiva en la aduana, y de comprar pegamento para arreglar la foto de mi pasaporte, fui al embarcadero de Ceuta nada más para enterarme que el último ferry del día con rumbo al continente europeo acababa de zarpar. Así que me puse a buscar alojamiento en esa extraña ciudad: neoclásica, bizantina y árabe, y que al mismo tiempo tenía un profundo aire a subdesarrollo.
Empecé por los hostales y los hoteles baratos. No había lugar. Seguí por las casas que ofrecían cuartos libres. La única oferta era en una cocina y no me pareció. Busqué en los hoteles de más categoría. Cuando en el hotel de lujo me dijeron que tampoco tenían cuartos, otro mochilero –un japonés- estaba en mi misma situación. Nos hicimos cuates y decidimos rolar un poco más la ciudad e irnos a dormir a la estación del ferry. Allí recalaron un español, que se decía trosquista, y tres gringos neoyorquinos. Cuando ya nos ganaba el sueño, en nuestras bolsas de dormir, llegó un vigilante y nos corrió. Era medianoche. Durante la búsqueda de hostales me topé con unos hippies italianos que me recomendaron pasar la noche en una playa militar cercana al centro. Allí llevé a la tropa mochilera.
Nos acomodamos sobre la arena y estábamos durmiendo a pierna suelta, cuando a las tres de la mañana se suelta una llovizna pertinaz, que nos obliga a buscar refugio debajo de un envarado, en la misma playa. No duramos mucho allí. A las seis nos despertaron y nos desalojaron los soldados, que empezaban su rondín.
Los gringos estaban encabronadísimos, el español estaba muy apurado en tomar el autobús para Marruecos, el japonés y yo nos fuimos a desayunar un rico pan dulce y café con leche. Le dije que era una pena lo que nos había pasado.
-No es pena –respondió, en su inglés básico-. Cuando yo regrese a Japón le voy a decir a todos mis amigos que dormí en una playa militar franquista. Fue una gran experiencia.
Para mí que había sido una chinga.
Tomé el ferry –que en aquella época era un barquito bastante lento- que me llevó a Algeciras. De ahí, un autobús con rumbo a Sevilla. Me la pasé leyendo una revista, Cambio 16, cuyo contenido independiente me sorprendió, porque yo tenía la idea –del “mito genial” José Luis López de Zavala- de que la prensa española era franquista sin excepción. En Sevilla compré también El País, que vivía sus primeros meses; me pareció “un diario decente”, tardaría unos años más en convertirse en referente obligado del mejor periodismo en lengua española.
Soñar en las musas de Bécquer
De aquel viaje, Sevilla fue, sin duda, la ciudad española que más me gustó en aquel primer viaje por ese país. Me alojé en un hotelito en el Barrio de la Santa Cruz, una zona muy típica del centro histórico, de calles estrechas, recovecos, pequeños palacios y casas muy monas. Era un gusto caminar por el lugar, entre jardincitos, y asomarse a los frescos patios interiores –tan mexicanos, diría uno, pero en realidad tan sevillanos-. Llamaba a la imaginación: como que por allí pasaban las musas de Becquer, se batían en duelo los personajes de los romances y en una de sus casas estaba encerrada la mujer del celoso extremeño.
Esa sensación de historia viva se hizo más grande en la visita a la catedral que, aunque enorme, es uno de los tres templos católicos que más me han cautivado (Notre Dame y el Duomo de Módena son los otros dos). La Giralda me pareció extraordinaria, porque tenía una como lógica de totem a la española, que conocemos bien en México: la base árabe y el remate renacentista. Igualmente, me encantaron los jardines, el Patio de los Naranjos. Además tenía una capilla de Santa Bárbara, lo que me pareció chido. Pero sobre todo me dio gusto sentarme en unas gradas externas laterales y encontrar una referencia a Miguel de Cervantes. Sí, aquí se podía uno imaginar el paso de sus personajes, pícaros y aventureros, y al propio escritor, allí sentado donde yo mismo, observando su realidad, un mundo espléndido, abierto y malvado, que podemos atisbar mejor gracias a su obra.
También me di tiempo de ir a la Maestranza, a los toros. No es que me apasione la fiesta, pero es que Sevilla era tan típica, tan cañí, que tenía que hacerlo. Los españoles que se sentaron junto a mí sabían muchísimo. Agucé el oído para no ser tan villamelón. Saliendo de la corrida, vi una calcomanía en una tienda. La figura de un burro con cara estúpida y alegre, enfundado en una camiseta a rayas verde y blanco. Y la consigna: “¡Betis manque pierda!”. Decidí que ese sería mi equipo favorito en la liga española de futbol.
En las noches me sentaba en el cómodo escritorio de mi posada a escribir algunas impresiones de aquel viaje. Era una de las pocas veces en que estaba solo y me sentía verdaderamente a gusto.
Autostopista con suerte
Tras unos tres días en Sevilla decidí a volver a probar suerte con el dedo, con un propósito grandioso: llegar a Salamanca en una sola jornada de viaje. No tardé mucho en encontrar el primer auto, un tipo que iba al pueblo de Don Benito. Cuando supo que yo era mexicano, me preguntó:
-¿Por qué vosotros los mexicanos nos odiais a nosotros los españoles?
Le respondí que no, que los queríamos mucho. Le dije que no se tomara personal las disputas políticas entre las naciones.
Eso tampoco lo entendió, porque era franquista. La verdad, no entendía mucho. Tras un rato, comentó, algo sorprendido:
-¡Oye, que hablas muy bien el español!
No sé qué esperaba. Creo que me dio aventón porque yo llevaba puesta una camisa azul, que –no me había enterado- era parte de la simbología falangista.
Me dejó en una desviación y todavía no terminaba yo de hacer mi letrerito cuando me subió un trailero que iba para Almendralejo.
Fue un tramo relativamente corto, en el que pasamos por muchas dehesas. A mí me parecía extraño que no fuera tierra cultivada. El chofer me explicó que la mayor parte eran cotos de caza destinados a los ricos y que algunas eran propiedad de la iglesia. A él le parecía un desperdicio, pero comentó que la tierra no era muy fértil. Pensé en Don Benito… en Don Benito Juárez y sus leyes para desamortizar tierras ociosas.
A la salida de Almendralejo empecé a escribir un nuevo cartelito. Tampoco acabé, porque de inmediato me subió a su auto un matrimonio que iba con un bebé. A la usanza española, la mujer iba en el más seguro asiento de atrás, con el niño. Yo me subí adelante. Era una pareja de maestros de primaria que iban rumbo a Béjar, que era casi al llegar a Salamanca. A diferencia del vecino de Don Benito, ellos eran socialistas, solían ir a Francia a comprar libros prohibidos por el régimen, simpatizaban con la postura mexicana de rechazo, tenían esperanzas de que, tras la muerte del Inmorible, las cosas cambiarían y la sensación “intuitiva” de que estaban ya cambiando.
En Béjar me agarró la lluvia y ya no pude conseguir aventón para el último tramo. Dejé el autostop y me fui a una posada. Habrá sido el clima, pero la sensación que tuve al llegar a Béjar fue decirme: “Ah vaya, esto sí es Europa”.
Me quedé en una pensión que incluía también la cena. Un joven huésped –estudiante de económicas en Madrid- se sentó a platicar conmigo. Luego propuso que fuéramos a tomar un trago. Le dije, muy a la mexicana, que “otro día” (quería ponerme a escribir en mi cuarto) y él, muy a la española, contestó.
-¿Cómo que otro día, si no nos vamos a volver a ver nunca?
Tenía toda la razón.
Salamanca y Burgos
De Béjar tomé al otro día un autobús para Salamanca. De esa ciudad recuerdo, en primer lugar, los colores ocres de sus edificios y la semejanza con algunas partes de ciudades coloniales mexicanas. También su espectacular plaza de armas y la fachada esplendorosa de la famosa universidad. Y recuerdo que llovió a cántaros.
En Salamanca, al igual que en Sevilla, y con similar regusto, dejé que mi imaginación paseara por la ciudad entremezclada con los hechos literarios y los momentos históricos que la señalan. También recorrí un par de librerías y constaté que la censura sobre los libros era menor de la que yo suponía. De hecho compré uno de Nicolás Sartorius, uno de los dirigentes de Comisiones Obreras.
Un día más tarde, otro autobús me llevó a Burgos, que recuerdo blanca, señorial y con un fuerte sabor medieval. A diferencia de Sevilla y Salamanca, que rezumaban alegría me pareció una ciudad muy seria.
Todos esos días de viaje en solitario dejaron una impresión muy agradable en mi espíritu, normalmente muy gregario. Al mismo tiempo que había disfrutado de los lugares visitados, había podido poner en orden algunos de mis pensamientos, sensaciones y sentimientos, y me sentía en paz.
En Burgos estuve aquel miércoles en el que me había quedado de ver con Carlos Mársico y el gringo Steve en San Sebastián. El jueves partí a mi cita, pensando en que –lógico, por las condiciones en que estábamos- no habíamos precisado hora o lugar específico.

martes, abril 07, 2009

Biopics: Marruecos era un alucine

En el camión que nos llevaba de la frontera a Tetuán, me tocó sentarme junto a un señor mayor, con el que intenté primero, con esa mala costumbre de enterarse de los países a través de almanaques, de comunicarme en francés, pero que hablaba bien español. Me dijo que él era contrabandista y que no tuviera miedo, “porque hay marruecos buenos y hay marruecos malos, como en todos lados”. Me recomendó que comiera allí donde hubiera moscas, porque “las moscas saben donde hay comida buena” y que, en la estación de Tetuán, me fijara si los que me ofrecían hotel tenían cara de buenos, “porque hay marruecos malos”. A nuestro lado se sucedían pequeños pueblos en los que mujeres con la cabeza cubierta acarreaban grandes jarras (de agua, supongo).
A nuestra llegada a la estación, como moscas (porque sabían que había comida buena) se nos pegaron grupitos de jóvenes, ofreciendo a todos los turistas llevarlos a un buen hotel. Escogí a los que les ví cara de buenos.
Carlos no quería que nos quedáramos en la parte occidental de la ciudad (“afrancesada”, me dije, todavía influenciado por el almanaque), sino en la medina, la ciudad antigua, así que nos internamos en ella, con nuestros guías, y rápido descubrimos que era un laberinto. Era pleno agosto, así que los distintos hotelitos y pensiones en los que preguntamos estaban llenos. Un poco hartos, nos dirigimos a un café marroquí; un local chiquitito, con sillas, mesas, y una estera para sentarse (o rezar, pero nunca poner los pies, porque los comensales se te van encima). Allí nos sirvieron un riquísimo té de menta. Y allí también llegó un chavo con cara de malo que nos anduvo persiguiendo un rato, y hablando en todos los idiomas posibles, para ofrecernos hashish doble cero. Cuando le dijimos que no le íbamos a comprar, estalló en cólera, dijo que nuestros acompañantes eran chivatos de la policía y que si le comprábamos a ellos, nos iban a denunciar. Expreso de Medianoche. Cuando salió del local hecho una furia, el tipo de la tienda de alfombras y tapetes que estaba enfrente me hizo la señal universal de que estaba loco. Nuestros cicerones conocían al comerciante, y pasamos a su local, todo mullido y calientísimo. Allí llegaron luego otros dos chavos, quienes dijeron ser bailarines. Comentamos acerca de nuestra situación y el comerciante ofreció que pasáramos la noche en su tienda. Estábamos por aceptar, pero el precio nos pareció escandaloso.
-Es que no entienden –dijo-… el precio incluye bigote con bigote, no bigote con no bigote y no bigote con no bigote.
Eso quería decir que a Steve le tocaba el bigotón.
-No gracias, no nos interesa.
Salimos y seguimos en busca de alojamiento, hasta que los chavos se dieron por vencidos. O nos íbamos a un hotel caro en la zona occidental o nos íbamos al camping de Martil, un pueblito costero a pocos kilómetros de Tetuán. Nos inclinamos por la segunda opción.

La competencia por un lugar en el camión de Tetuán a Martil era tan feroz como la del primer autobús. Esta vez sólo yo pude subir. De nuevo intenté hablar en francés con mi vecino de asiento y otra vez resultó que mejor hablaba español.
En Martil encontré el camping y una fonda al aire libre (llena de moscas). Me entendí perfecto en español con el dependiente, que me sirvió una excelente sopa de habas. Al poco tiempo llegaron Carlos y Steve, con un cuate marroquí.
-Es lo que estábamos buscando –dijo Carlos-, un estudiante marroquí que vive en el camping.
-¿Un estudiante que vive en un camping? –pregunté, incrédulo ante su credulidad.
El “estudiante” se sentó con nosotros y a los dos minutos ya estaba sacando una bolita de hashish, de la que nos ofreció.
Era una cosa fortísima, pura, de efecto inmediato y total.
Entramos con el “estudiante” al camping y, como moscas a la miel, diversos grupos de jóvenes se acercaron a nosotros con la misma cantilena que el “loco” de la medina: “el que va contigo es un chivato; yo en cambio te ofrezco el más puro hashish doble cero”. Una pesadilla. En mi condición, llegué a imaginar que el famoso camping, tenuemente iluminado por lámparas de kerosene, que hacían más oníricos los colores vivos de las ropas de sus habitantes, no era más que un campo de concentración disfrazado en el que los dealers marroquíes tenían encerrados a hippies occidentales –que fumaban tranquilamente delante de sus tiendas de campaña-.
El “estudiante” nos llevó a una gran tienda, en la que sus amigos fumaban alegremente. A los pocos segundos de nuestra llegada, uno de ellos empezó a gritar: “¡La policía! ¡Viene la policía! ¡Mejor váyanse aquí junto a instalar su tienda!”.
Salimos –yo, de plano, friqueadísimo- y empezamos a armar la tienda de campaña pero, a paranoica sugerencia mía, nos cambiamos de lugar, a una veintena de metros del lugar que nos habían sugerido los marroquíes.
Al otro día descubrimos que Steve –a quien de nuevo le había tocado dormir afuera- se acostó encima de una enorme boñiga, pero estaba tan pacheco que no se dio cuenta hasta la mañana siguiente.

Dejamos nuestras cosas en la administración del camping y salimos a conocer Tetuán, particularmente la medina, que era hermosísima, con sus túneles ojivales, sus callejuelas retorcidas, sus arcos, sus olores mezclados a flores y comida, sus paredes blanquísimas pero, sobre todo, su ambiente de tranquilidad. Un lugar que se prestaba muchísimo a sentarse a no hacer nada y contemplar.
Estábamos comiendo en una agradable fonda en un sótano de la medina, cuando recalaron allí –porque nos estaban siguiendo- los amigos del “estudiante” del camping. Nos saludaron, platicaron de banalidades por dos minutos, y nos preguntaron si no queríamos comprar hashish. Les dijimos que no, y ellos respondieron que no importaba, que nos invitaban a tomar un té de menta y fumar kif. Aceptamos, pensando que con ello nos los íbamos a quitar de encima.
Fuimos de un café a otro, de un té de menta a otro, de un fumadero a otro. Cantidades industriales de kif. Y no nos los quitábamos de encima. Mostraron sus credenciales de estudiante, sus libros de historia. Platicaron de sus padres, que habían estado con Franco (“luchamos contra los moros”, rezaba La Quince Brigada) y de que “los marruecos del norte somos moriscos, somos hijos de españoles”. Les dimos las gracias por su guía y les dijimos que iríamos a la playa.
-Conocemos una muy buena. ¡Vamos a nadar juntos!
Ya en la playa, tuvimos un conciliábulo. Si no les comprábamos algo, no nos iban a dejar en paz. Compramos 40 gramos de hash, a un precio regalado –según la comparación de Mársico- y rapidito se fueron. Así que pude bañarme tranquilamente en una playa paradisíaca y solitaria, todavía con el bendito cinturón con varios meses de beca míos y de mis cuates.

De regreso al camping, instalamos nuestra tienda bien lejos de la zona del “estudiante”, salimos a comer un delicioso kebab y nos dormimos mirando las estrellas. Esa noche decidí que estaba hasta la madre de Marruecos y que me iba para España el día siguiente. Carlos y Steve querían seguir en la aventura marroquí, pero ya estaban sin dinero. Le presté 100 dólares a Carlos y, después de dar otra vuelta por la ciudad de Tetuán, me acompañaron a la estación de autobuses. Algo pachequines (pues habíamos sustuido el tabaco con el café del desayuno), nos pusimos los tres en cuclillas. Les dije qué itinerario pensaba seguir y quedamos que nos reuniríamos en San Sebastián “el miércoles” (Steve tenía una amiga en esa ciudad, que le prestaría el dinero para pagarnos, y para conseguir pasaje a Londres, donde tenía que tomar su avión a California el 1º de septiembre).
Mi rol solitario por España sería también intenso, pero no tan alucinante.