miércoles, octubre 14, 2009

Biopics: Cartas y periódicos

Conciertos

Si en el 76 lo más memorable habían sido las conferencias, aquel 77 fue de grandes conciertos. Además de los típicos con cantautores de protesta, hubo muy buen jazz: la presentación de Archie Shepp en el Teatro Comunale, varias de Don Cherry (era la época de Wild Rice), de los cuales la mejor fue en Reggio Emilia (y la banda siempre abucheaba a la mujer de Cherry cuando salía a bailar), y una magnífica serie jazzística en el Polisportivo de Bolonia –con Charlie Mingus, entre otros-. La cereza de esos conciertos fue uno de Mahavishnu John McLaughlin en Bolonia (y el sueco que estaba sentado atrás de mí traía un hash poderosísimo), que fue seguido de otro de Weather Report, del que perdí el boleto (y me pasé días tratando de explicar cuál de las muchas causas de la psicopatología de la vida cotidiana me había orillado a extraviarlo).

Cartas

En esos meses, le escribía a menudo a Patricia. Cartas extensas, prolijas, en las que le platicaba de manera muy abierta mis actividades y sentimientos. A cambio, recibía misivas igualmente afectuosas, pero breves, y fechadas en un lugar diferente cada vez. Me preocupaba, por ejemplo, que escribiera que, porque su madre estaba enferma, ella “tenía” que irse a “vivir” a Tijuana, y me quebraba la cabeza acerca de cómo se había dejado chantajear y sobre “el papel que pueda la señora tener en una relación con Patricia”. Tijuana resultó una estancia de tres meses, seguida de varios cambios más. Más tarde me dí cuenta de que aquello era resultado de una constante fuga neurótica que caracterizaba, desde hacía años, a su familia.

Anduve un tiempo con Ketti, una chava “con problemas de identidad y una fuerte necesidad de afecto” –según describí-, que llegó a decir que visitaba nuestro departamento “en busca del Santo Grial” (por lo que siempre olvidaba allí su encendedor) y que provocaba en mí mucha indecisión. A menudo la relación terminaba en un rollo larguísimo acerca de las dificultades de comunicación. Ya no andábamos, pero me acabó de hartar el día en que se dijo contenta de que las Brigadas Rojas le hubieran disparado en las piernas a Indro Montanelli, el derechista director del diario Il Giornale.

Periódicos

El atentado a Montanelli permite una necesaria digresión para volver a comentar sobre el papel que tenían los periódicos en Italia. En el contexto de un monopolio estatal sobre los medios electrónicos (que se traducía, en principio, en noticieros “rigurosamente vigilados” y grises), la influencia de la prensa escrita, que jamás escondía sus tendencias, era enorme. Había muchísimos cabezales y varios de ellos tenían tirajes masivos. En las ciudades –pero más notablemente en las pequeñas y medianas- se desperdigaban varios tableros públicos, en los que se colocaban con tachuelas páginas seleccionadas de cada periódico. Era común en Módena ver a alguien, montado en su bicicleta, leyendo alguna de estas páginas, que muy rara vez eran arrancadas –lo que para mí era gran muestra de civismo-. Fue en uno de esos tableros en Corso Canalgrande, yendo hacia la Facultad, cuando me enteré de la muerte del guerrillero Lucio Cabañas. Y si uno tenía, como yo de toda la vida, la manía de querer leer toda la letra impresa que se presenta en su perspectiva visual, acababa echándole un ojo a diarios que se vendían muy poco, como Avvenire (del episcopado), Il Popolo (de la DC) o Il Foglio di Modena (de izquierda cristiana, que publicaban unos cuates de Roberto Livi).

Los mexicanos nos combinábamos para comprar tres periódicos (Corriere della Sera, Il Manifesto y La Repubblica), además de que leíamos L’Unità en el bar (en casa, los domingos, cuando llegaban los militantes a venderlo) y, a veces, el Financial Times en la sala de lectura de la Facultad. Junto con L’Unità, el periódico más vendido en Módena era Il Resto del Carlino, un diario de derecha, bastante burdo y provinciano –y, por lo tanto, ilegible- que se distribuía bien por Emilia-Romagna.

Los vientos de la época soplaban hacia la izquierda. El diario más tradicional, el Corriere, se había movido en esa dirección, bajo la dirección de Piero Ottone (autor, una década más tarde, de un libro, Il buon giornale, que fue una Biblia en mi formación periodística) y buena parte de los redactores más conservadores, encabezados por Montanelli, al ver que ya no era contraparte de los diarios de izquierda, se salieron para fundar Il Giornale, un diario manipulador y no tuvo grandes tirajes hasta que intervino Berlusconi a rescatarlo, pero que era inteligente y estaba bien escrito, por lo que había que leerlo de vez en cuando. Montanelli escribía editoriales mínimos (el tipo de reflexión de cinco líneas que se hizo popular años después en varios países), que competían en profundidad y agudeza con los de “Fortebraccio”, en L’Unità.

En aquelos años, y en aquel contexto, fue que nació La Repubblica, de Eugenio Scalfari. Era un diario chiquito que rápidamente fue conquistando a un público entre el que yo me contaba. Claramente progresista, tomaba varios elementos libertarios del Partido Radical y los combinaba con un aliento de defensa de los intereses populares, propio de la izquierda y una incisiva crítica cultural. Su lenguaje carecía de los tropos marxistas de L’Unità, lo cual era refrescante.

El diario de Scalfari y el de Montanelli prefiguraban el fin de una época (la de los diarios partidistas), que no significaba, obviamente, el fin de la disputa ideológica entre las dos Italias.

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