jueves, noviembre 26, 2009

Glorias olímpicas invernales: Eugenio Monti


Alguna vez escribimos que el Siglo XX fue rojo y veloz. Esas eran dos características de Eugenio Monti, El Rojo Volador. Se ganó el mote como esquiador alpino, era campeón nacional de slalom y disputaba un puesto en el equipo olímpico italiano de 1952, cuando un terrible accidente debido a su estilo temerario resultó en la ruptura de los ligamentos de ambas rodillas.

Obligado por la lesión a dejar el esquí, pero ansioso de velocidad y gloria, el Rojo pasó a competir en el bobsled, en donde rápidamente destacó y ganó, en 1957, el primero de nueve campeonatos mundiales. En los juegos de Cortina d’Ampezzo –localidad cercana a su pueblo natal- compitió en el carrito de dos y de cuatro plazas. Obtuvo sendas platas. Para los juegos de 1960, la competencia de bobsled se canceló por razones económicas, así que Monti tuvo que esperar hasta 1964, en los juegos de Innsbruck para escribir su nombre con letras imborrables en la historia olímpica.

En esos juegos, Monti se quedó con el bronce en la prueba de cuatro tripulantes. Su gran esperanza era en la de dos plazas, con Sergio Siorpaes. El equipo italiano que él capitaneaba hizo un gran tiempo en la primera y en la segunda mangas. A sus principales rivales, los británicos Nash y Nixon, se les rompió un perno del eje de sujeción de su carrito y Monti, en un gesto de los caballeros del siglo pasado, después de su bajada desmontó la parte posterior de su bob y les prestó el perno. El equipo británico ganó el oro; los italianos se tuvieron que conformar con el bronce. Pero a Eugenio Monti se le otorgó la medalla Pierre de Coubertin por su deportivismo.

El deporte premia, y en los juegos de Grenoble 1968, Monti –quien ya contaba con 40 años- obtuvo finalmente sus ansiadas medallas olímpicas de oro, tanto en el de cuatro plazas (con De Paolis, Zandonella y Armano) como en el de dos (con Luciano de Paolis). Un justo final deportivo al primer gran conductor de bólidos sobre hielo.

Tras su retiro, Eugenio Monti se dedicó a entrenar y a diseñar pistas de bobsled. Su matrimonio, con una estadunidense, terminó en divorcio. En 2003, afectado por el mal de Parkinson que le carcomía los músculos y la memoria, deprimido por la muerte de su hijo por sobredosis de droga, envuelto en la soledad después de la visita de su hija, que regresaba a Estados Unidos, el héroe olímpico, el hombre que no temblaba porque no conocía el miedo, tomó una pistola con la mano temblorosa por la enfermedad que lo agobiaba y, en el garage de su casa, se disparó en la cabeza.

jueves, noviembre 19, 2009

Biopics: Festival de L'Unità, daiquirís y sangrías

Una de las constantes de la vida en Módena fue, siempre, el festival de L’Unità, que se organizaba con el pretexto de apoyar el periódico del Partido, pero que en realidad servía como engrudo social. Había festivales de comité de base, de municipio, de federación (provincia) y el Festival Nacional. Los más bonitos eran los de base. En un lote, se juntaban las familias de los miembros y hacían una suerte de kermés con platos típicos. Ponían un stand con fotos de sus actividades y, a veces, invitaban a algún cantante local o agregaban un par de juegos de mecánicos. Pura cultura popular, empezando por la culinaria –que, además, solía ser barata. Los de municipio y provincia eran más elaborados y –si se trataba de una federación poderosa, como la de Módena-, invitaban a partidos hermanos y a naciones socialistas, además de traer artistas de más nivel. En los primeros años, me tocó ver a los Quilapayún, los Inti Illimani (“la musica andina, che noia mortale”, cantaría después Lucio Dalla) y a parte del Ballet Kirov. También escuchar anécdotas como la de cuando se les ocurrió invitar a Corea del Norte, que mandó un stand con las obras completas de Kim Il Sung (que la federación modenesa tuvo que comprar en masa, porque no se vendió una sola) y cuyos visitantes creían estar frente a un teatro cuando les enseñaron la fábrica de estampitas Panini.

El Festival Nacional era un eventotote. Y en 1977 la sede fue Módena, ciudad roja por excelencia. Entre los invitados musicales estaba Santana, y los mexicanos estábamos animadísimos de verlo, pero los ultras le hicieron la vida imposible al gran músico de Autlán en los conciertos previos, llegando al extremo –en uno de ellos- de aventar estopas ardiendo al escenario (estaban pasando a la ofensiva: a Bruno Trentin, un dirigente sindical de la izquierda del partido, le lanzaron tuercas y rondanas). Llegué a escuchar a algún ultra justificar la agresión diciendo que la rola “Europa”, del maese Santana, era “decadente”.

Fuimos varios días al Festival, y escuchamos sobre todo música cubana. En el stand cubano Patrizia de Candia y yo nos tomamos un par de daiquirís muy bien hechos. En el español, otro día, nos tomamos dos buenas sangrías. En ambas ocasiones, alegritos, nos tomamos de la mano y nos quedamos mirando el uno al otro, con una sonrisa plácida. No sé si nuestros ojos estaban avivados por el trago o por el descubrimiento de la otra mirada, pero los recuerdo como momentos felices.

Patrizia se decía de izquierda, pero la verdad era anticomunista. Confesó que había votado por el Partido Socialista porque la hoz y el martillo en el emblema del PCI le habían parecido “demasiado soviéticos” y ella relacionaba la URSS con tanques de guerra. Esas pendejadas me importaban demasiado.

Ella no asistió al discurso de Enrico Berlinguer, que fue megamasivo. Allí, el líder del PCI atacó duramente a la ultra, los llamó untores (una parábola desafortunada, porque los untores, reales o supuestos, habían sido perseguidos por la Iglesia o por turbas intolerantes) y cerró toda posibilidad de diálogo con ellos.

Mi amigo Claudio no se fiaba mucho de ella. Decía que una de las razones por las que estaba conmigo era mi condición “exótica”, de mexicano. O sea, por snob. Era buen pretexto para mis vacilaciones e incertidumbres.Yo la quería para mí solito y tenía inseguridad. Mil veces habíamos dicho “ti voglio bene” o “mi piaci da morire”, pero nunca nos atrevimos al “te amo”, ni siquiera en inglés, que hubiera sido un poco menos comprometedor.

Una parte de mis temores estaban ligados a su independencia y a que no le molestara ser pretendida por otros. Otra, a su imprevisibilidad. Otra más, a que sentía que su separación afectiva de su anterior novio –un pduppino boloñés, cercano a Guattari, poco apto, según ella, en las lides amatorias y con quien vivió un tiempo en una especie de comuna protopunk que la verdad no le gustó- no había sido completada del todo.

Esto me llevaba a dos cosas. Una, directa, eran una serie de apuntes en mi cuaderno, donde trataba de explicarme la relación y mis propios sentimientos, porque sentía que caía en su vértigo: “Oh oh, parece que me va a tener que tocar usar mi fuerza de voluntad para más de una cosa. I may not be in love, but I’m open to persuassion. La racionalidad me pide cerrarme… dos horas después: crisis resuelta con media botella de vino”.

La otra, fue un ensayo sobre partidos y movimientos (el núcleo de mi teoría del inevitable oportunismo del partido político moderno), que tomaba el centro del debate entre el PCI y la ultra, y en el que me ponía claramente del lado del Partido, y su lealtad a las instituciones: “El Estado democrático es mucho más que un "directorio político de la clase dominante" y reclama para sí el papel de balanza, rompiendo cualquier intento de homogeneizar los intereses de una clase”, escribí, “de la interacción entre Partido Comunista y Estado burgués salieron ambos cambiados y se llevaron -muerto- entre las patas al leninismo como teoría-praxis del movimiento obrero italiano.En ese sentido, el PCI se convierte, naturalmente, en sostén activo de las instituciones democráticas”.

Pero el objetivo iba más lejos, obviamente: “Parecen bastante perdidos los promotores del "Manifiesto Guattari", firmado por una parte de los integrantes de la Nueva Filosofía francesa (Glucksman, Levy), Jean Paul Sartre y Maria Antonieta Macchiochi, entre otros, en el que se condena la "represión" de parte del PCI (!) al movimiento estudiantil de Bolonia (en particular, el encarcelamiento de Francesco Berardi, Bifo, jefe de redacción de la emisora privada Radio Alice, que guiaba las escaramuzas pseudobélicas de los "autónomos").Del manifiesto de los intelectuales franceses se desprendería que se trata de una represión directa, que el Servicio de Orden del PCI es una "nueva policía" y que también con el eurocomunismo las libertades del mundo occidental están en peligro, mientras que en realidad la situación es harto más compleja. Decir, sin más, que las leyes de un Estado democrático son "burguesas", es de un esquematismo imperdonable, que no toma en cuenta los cambios históricos. Y hablar del poder, en abstracto, por encima de la articulación social, que tiene su propia dialéctica, para así confirmar la idea (prejuzgada) de que socialismo y libertad son incompatibles, significa estar obsesionados con la metafísica del poder, una idea abstracta. La represión en Bolonia fue moderada -si se la compara con lo que sucede prácticamente en el resto del mundo- y discriminada. Fue contra un movimiento violento, no democrático y políticamente ambiguo (y que, como la Nouvel Philosophie, cargaba agua al molino de la derecha). Fue avalada por el PCI pero llevada a cabo por el gobierno de la DC.
A final de cuentas, al mucho ruido corresponderán pocas nueces, y podridas. Lo único que lograrán la ultra y sus compañeros de ruta será empujar a las bases populares del PCI a posiciones de "ley y orden", mientras el movimiento refluye y sus excrecencias se convierten en meros enemigos del Estado”.

El putazo era para el pensamiento rizomático y esquizoide de Deleuze y Guattari y, por asimilación, contra el fantasma del pduppino boloñés, contra el anticomunismo de Patrizia, contra sus afirmaciones de clase acomodada, contra el peligro de que lo dicho por el compañero Claudio hubiera sido cierto, contra la parte de mí que estaba perdidamente enamorada y que soñaba con la repetición eterna de los momentos del daiquiri y de la sangría.

Uno de esos días, De Candia salió a visitar a su familia, que todavía vacacionaba en su chalet en la isla de Elba.

miércoles, noviembre 18, 2009

Vértigo de las listas


A menudo he sido acusado de neurótico por mi afición inveterada a las listas. Uno de mis chistes, a fines de los años setenta, era hacer malabares con dos naranjas mientras recitaba la lista (inventada) de todos los miembros del Comité Central del Partido Comunista Chino. Años después, un psicoanalista me explicó que realizarlas es un método a través del cual la persona trata de imponer a su vida un orden que no existe. Logró que estuviera consciente de ello, pero poco más -como puede constatarse con un paseo por este blog. Hoy, si no puedo conciliar el sueño -o si alguna mañana me sobra el tiempo- me invento una lista. Por otra parte, siempre he entendido que la manía clasificatoria occidental, de la que abrevo, es una forma trunca del conocimiento, sobre todo porque suele ser desatenta con los procesos. La enciclopedia de mi infancia, Lo Sé Todo (cuyo original era una obra italiana, Vita Meravigliosa) tenía ese defecto, muy evidente en áreas como la biología. 

 Ahora uno de mis autores favoritos, Umberto Eco, acaba de publicar un ensayo al respecto: Vertigine della lista, en el que -dicen los reseñistas- analiza el amor de las culturas de occidente por listas y catálogos, como formas de encuadramiento cultural (ahora pienso, muchas de mis listas son cánones personales), pero también como un recurso maestro para dar criterios e identidad a cada sociedad. Eco analiza distintas formas de enumeración, y da cuenta de cómo las listas reflejan el espíritu de sus tiempos y han influenciado la literatura y las artes visuales de una manera que es difícil percatarse (lo que habla de lo acostumbrados que estamos a ellas). Dice Eco, en una entrevista a Spiegel, que las listas están hechas para hacer comprensible el infinito, y por eso tienen una magia irresistible. Hacen también cultura: hoy, los historiadores entienden mejor una época leyendo la lista de compras de un ama de casa, o las causas de fallecimiento en una ciudad (ambos elencos son expresión, viva en su momento, de la cultura en la que se generaron). Toda lista concluye, idealmente, con un etcétera. Idealmente, es infinita. Por eso, Eco dice -y regresamos al psicoanálisis- que los humanos tenemos un límite humillante, que es la muerte. De ahí que nos gusten las cosas ilimitadas: escapamos de la muerte haciendo listas. 

Al mismo tiempo, toda lista es discriminante. Algo queda adentro, algo queda afuera. Una cosa va primero y otra después. Hay una predefinición de características (algo muy caro al pensamiento de Eco), una descripción minuciosa que no es explicitada en la formación de la lista. Hay un humus cultural, histórico y personal en la elaboración de cada una de ellas. 

Por eso en la entrevista, como buen miembro de su generación, Eco nos pone en guardia contra las listas generadas automáticamente, como las de Google. "Son peligrosas, pero no para la gente como yo, que adquirió de otra forma sus conocimientos, sino para los jóvenes, para quienes Google es una tragedia. Los maestros deberían enseñar el arte de discriminar... Los maestros deberían decir a sus alumnos 'Busquen cualquier tema, la historia de Alemania o la vida de las hormigas, busquen 25 páginas web y, comparándolas, descubran cuál tiene buena información'. Si diez páginas tienen lo mismo, puede significar que están correctas. Pero también puede significar que unos sitios copiaron los errores de otros". 

Creo que es por eso que el Blog de Piedras no está al frente en cada categoría de Google. Finalmente, como el acomodo de los libros en una biblioteca personal, toda lista es cambiante porque toda lista es imperfecta y todo ser humano está en constante transformación. Eso es, por lo menos, lo que le sucede a las mías.

miércoles, noviembre 11, 2009

Biopics: Inglaterra y Escocia (pero no Gretna Green)

Lo bien que la pasamos en el sur de Italia y lo mejor que lo estábamos pasando tras nuestro regreso a Módena, nos animó a Patrizia de Candia y a mí a dar otro rol veraniego. En esta ocasión la meta era el norte de Escocia, pasando por Francia e Inglaterra.

Estuvimos tres días en París, con un clima maravilloso. Nos hospedamos en un hotelito en el Barrio Latino, hicimos el consabido tour de museos -¿cómo es que nunca te cansan?- y también nos dedicamos, bastante, a observar a la gente.

Llegando a Londres, nos quedamos en un hotel baratísimo cerca de Victoria Station; el cuarto tenía una sola estación de radio, pero que siempre pasaba buen rock (no podías apagar el radio, sólo bajar el volumen a cero). Había un ambiente extraño en la ciudad: el rollo cool británico se mezclaba con un evento muy kitsch: se celebraba el Jubileo (los 25 años de reinado) de Isabel II y había todo tipo de baratijas y adornos royal-patrióticos de más que dudoso gusto. En medio de todo eso, llegó la noticia de que Elvis Presley había muerto (nada más para que aparecieran más objetos kitsch).

En Londres también vimos museos y jardines, y nos dimos una vuelta por el castillo de Windsor. También hicimos un paseo suspirante a Cambridge, que era una suerte de La Meca para los jóvenes economistas de aquel entonces (y en Cambridge nos tomamos la foto que aquí aparece). Pero lo mejor fue que en el Time Out descubrí que Bert Jansch, gran guitarrista, compositor y alma del grupo folk Pentangle, iba a dar un concierto en el Albert Hall. Compramos boletos y fue otro sueño adolescente hecho realidad.

Cuando yo tenía a De Candia recostada sobre mi hombro, Jansch cantaba: I don't believe that I've seen/ a woman like you, anywhere/ And I must admit that I can't see/ to making you into a dream/ But if I had a magical wonder word/ I'd send a dove to catch your love/and I’d send a blackbird to steal your heart” y yo era feliz, no pude resistir tararear la canción, pero el tipo de adelante me calló.

También fue en Londres que tuvimos un desencuentro, totalmente culpa-sabotaje mío. Ella sabía que a mí me disgustaba que diera limosna, y yo, que ella aborrecía que yo escupiera en el suelo. Una vez, saliendo del tube, ella dejó que yo me adelantara. Cuando volteé, vi que se inclinaba a dar una limosna. Me alcanzó y escupí al suelo. Discutimos y quedamos en volvernos a ver, allí mismo, tres horas después, cuando se nos bajara. Yo fui a la cineteca, a ver “Morgan, un caso clínico” (y en algún momento del film, Morgan decía, orgulloso: “yo traje inseguridad a tu vida”). Cuando nos reunimos, comprobé que lo mejor de los pleitos es la reconciliación.

Otra cosa extraña que pasó en el metro londinense fue que estábamos por tomar un tren y junto a nosotros había un grupito de adolescentes con todo el tipo de lúmpenes. Quien sabe qué bicho le picó a De Candia, que se arremolinó en la misma puerta que ellos. El resultado fue que le volaron la cartera. Fuimos a hacer la denuncia y una de las primeras preguntas que hizo el oficial fue si los jóvenes eran “de color”. La respuesta de Patrizia fue penosamente inolvidable: “Cuatro eran de color y uno era negro”. Clasificación sudafricana. A la salida de la estación se disculpó por haber contestado (no por haber contestado así) y me dijo que se temía que el policía iba a hacer esa pregunta racista.

El viaje a Escocia y por Escocia fue fundamentalmente en autobús. A ratos íbamos leyendo (yo, un paperback sobre la historia escocesa; ella, un libro de Anaïs Nin, que comentaba entusiasmada); a ratos, admirando el paisaje agreste.

Nuestra primera parada fue en Edimburgo, ciudad señorial e ilustrada, dominada por el castillo construido sobre una roca gigantesca, muro que se desparrama como cascada verduzca hacia las casas medievales. Disfrutamos la escalada al castillo y nos divirtió mucho el relato del guía, que contaba con detalle cómo habían agarrado a María Estuardo de los pelos para arrestarla, y la habían arrastrado por este corredor, doblado por aquí y encerrado por allá, antes de enviarla prisionera a otro castillo. También disfrutamos de la británica costumbre de tomar tea and scones todas las tardes, puntualmente a las cinco y de caminar por las calles –elegantes y austeras, a la vez- que parecían afluentes del río de roca que te llevaba colina arriba hacia el castillo.

Nuestra siguiente parada –y de la que mejores recuerdos tengo- fue en Dunkeld, un romántico pueblo en los highlands escoceses, al norte de Edimburgo. Lo que más hacíamos en Dunkeld era caminar por colinas boscosas y montes llenos de musgo, o por la ribera del río Tay. Caminatas con un clima fresco, en las que platicábamos mucho, en medio de un paisaje que nos brindaba mucha paz. En Dunkeld también había una impresionante catedral gótica y normanda, hecha de piedra, que ya no tenía techo. Tampoco ahí perdonamos el tea and scones.

En Blair Atholl estuvimos un día –igual que en los anteriores lugares, hospedados en un bed & breakfast de tres libras por persona-, y fue parecido a Dunkeld, pero con paisajes menos espectaculares y con un castillo más turístico, que De Candia visitó, pero yo no. A pesar de que era agosto, hacía algo de frío, y preguntamos a nuestros anfitriones cómo era el invierno. Nos dijeron que “no tan malo”, casi nunca tenían que usar la puerta del segundo piso, al bloquearse la de abajo por la nieve. De Blair Atholl recuerdo que servían un magnífico whiskey.

El único trayecto en tren fue de Blair Atholl a Inverness, y era extraño ver a gente con esquís en pleno verano. Inverness resultó ser una ciudad más oscura y menos atractiva de lo que imaginaba, pero que también tenía un imponente castillo y un agradable paseo a lo largo del río Ness. El chiste de ir ahí era dar una vuelta por el Lago Ness, a ver si veíamos el monstruo. Tomamos el autobús que corre, a todo lo largo del lago, de Inverness a Fort Augustus. El famoso Loch Ness es estrecho (normalmente se ve con facilidad de una orilla a otra), de aguas muy oscuras (por eso se esconde Nessie) y muy muy largo (de hecho, el trayecto tomaba más de una hora). A los lados, siempre había verde: a veces boscoso, a veces pastos. Fort Augustus no tenía gran cosa, así que de ahí nos largamos a otra caminata, en las orillas del lago, hasta dar con un castillo en ruinas (quiero pensar que era el de Urquhart, pero tal vez era uno más pequeño y desconocido). Nos sentamos ahí, maravillados con la vista, con la sensación de grandeza de la naturaleza, de que éramos ella y yo en esa soledad. E hicimos el amor.

La última etapa del viaje fue a la isla de Skye, en las Hébridas. El paisaje era muy rocoso, lleno de pequeños lochs, valles sin árboles, montañas de formas caprichosas, cubierto por nubes cambiantes de diversas tonalidades: de repente un rayo encegucedor de sol cruzaba entre dos nubes, una gris y otra negrísima. Más de una vez me repetí: “este es un paisaje marciano”. En Skye, la ruta era entre montañas y la carretera sólo tenía un carril y, en cada curva había un acotamiento: hacia allí iba el autobús, frenaba, veía que la siguiente fase estaba libre y seguía el camino.

Portree, la capital de Skye, era un pueblito acogedor (tea and scones, again) y poco más. De ahí tomamos un tour a las costas salvajes, creo que rumbo a Uig (o algún otro lugar con resonancias borgianas). Eran lugares espléndidos y borrascosos, azotados por una naturaleza salvaje y fría. Nos detuvimos en una de las playas de guijarros y rocas, con un ventarrón desolado que casi nos arrancaba los rompevientos, una ventisca apasionada y gélida a la vez.

De regreso a Portree, Patrizia me propuso que fuéramos a Gretna Green, a casarnos. “Por juego”, acotó. Explicó que Gretna Green era un pueblo escocés en la que la gente se casaba. Supuse que como en Las Vegas. No sé qué me hizo negarme, la idea de casarnos o que ella haya sugerido que era broma. Más tarde me enteré que los matrimonios de Gretna Green eran legales, y no de juego. También me negué (no recuerdo si antes o después del viaje a Escocia) a una propuesta suya de que tuviéramos un hijo “y estuviera seis meses contigo y seis conmigo”. Me pareció muy frívolo, porque o lo teníamos o no lo teníamos, y me negué.

Viajamos de Portree a Glasgow, y en la capital escocesa sólo estuvimos lo suficiente para pelear un lugar de autobús a Londres. Allí nos quedamos en un hotel más bien pinche, regenteado por unos extranjeros que se indignaron cuando les pregunté de dónde eran (ingleses no, en el baño había un letrero: “No splaszwater”) pero que tuvieron la puntada de dar el recibo a nombre de Mr. & Mrs. De Candia.

De esos días son estos versos:

We’ve gathered togetherness with our arms, and feet, and glances.

I am your experience. You are my behaviour.

It is fathomless, bottomless, painless.

No sky. Only our bodies occupy.

lunes, noviembre 09, 2009

Apodos futboleros: un diagrama de Venn


Nada mejor para practicar diagramas de Venn que alguna nerdez extrema. Probé un programita y este es el resultado.