jueves, enero 28, 2010

Glorias olímpicas invernales: Alberto Tomba


Tres cosas no se le pueden negar a Alberto Tomba. Su exuberancia: es el típico italiano gritón, gesticulador y exhibicionista. Su vanidad: se jactaba de coleccionista de mujeres y de ser “el Mesías del esquí”. Su calidad como atleta: ha sido el más destacado de los esquiadores alpinos, la más competida de las disciplinas invernales.
Nacido en un pueblo del Apenino boloñés, de familia acomodada, Tomba –quien inició compitiendo con el club Sci Cai Modena- destacó muy joven como esquiador de elite. Ya había ganado varios grandes premios cuando debutó en los juegos de Calgary, en 1988. Allí ganó medalla de oro en el slalom especial y en el slalom gigante, prueba en la que destrozó totalmente a la competencia. Allí supo el mundo que él era Tomba, La Bomba.
El primero de sus actos histriónicos fue que, tras marcar el mejor tiempo en la primera manga del slalom especial, llamó a su padre para preguntarle si le compraría un Ferrari que le había prometido en caso de ganar el oro. Le compraron el Ferrari.
Inmediatamente después, declaró estar prendado de la gran patinadora Katarina Witt, campeona olímpica. Para su sorpresa, la deportista de Alemania Democrática le dijo que no. Ya la convencería.
En tanto, en Italia, empezó una moda duradera: la tombamanía.
La temporada siguiente fue difícil, en el supergigante de Val d'Isère, Tomba perdió el equilibrio y se rompió la clavícula. Nunca le gustaron los super-G, por peligrosos. En ellos, llegó a ganar algunas competencias de la Copa del Mundo, pero nunca una medalla olímpica.
En la misma pista en la que se había lesionado seriamente, Tomba compitió en 1992, los juegos olímpicos de Albertville. Allí ganó el oro en el slalom gigante –el primer campeón olímpico de esquí alpino en repetir en la cima del podio- y se llevó la plata en el especial, con una extraordinaria segunda manga, cuando parecía casi eliminado.
Genio y figura, Tomba declaró en Albertville que había madurado: “Me he vuelto más serio y me voy antes a la cama. Ya no me divierto por la villa olímpica con tres mujeres hasta las cinco de la mañana. Ahora lo hago con cinco mujeres hasta las tres”. Y se le vio como espectador acompañado nada menos que de Katarina Witt.
Campeón del mundo en 1995, buscó aumentar la colección olímpica en Lillehammer 94. Logró repetir la hazaña en el slalom especial: llevaba casi dos segundos de desventaja (un mundo, en esa prueba) tras la primera ronda; su segunda manga sorprendió a todos, y le alcanzó para otra medalla de plata. Todavía contendió en Nagano 98, pero sufrió una aparatosa caída en el gigante y se presentó, pero ya no pudo competir en el especial.
Malcriado, en pleitos con la prensa (odiaba a los paparazzi y a uno le lanzó, en plena jeta, un trofeo desde el podio), lúdico, audaz, valiente, odiado y adorado, bicampeón mundial, ganador de 48 victorias en Copa del Mundo, Alberto Tomba ha sido el máximo exponente del llamado “circo blanco”. Ni la gloria olímpica ni los reflectores se le podían escapar (aunque parece que Katarina Witt sí pudo).



Ah, y por cierto, "yo esquié con Tomba, La Bomba" (bueno, eso digo).

miércoles, enero 27, 2010

Biopics: Una ceremonia sencilla

Patricia y yo hicimos con rapidez los trámites para el matrimonio, que fijamos para los primeros días de enero de 1978. Cuando les avisamos a mis padres que nos casaríamos, mi papá sacó una botella de champaña que “era para tu graduación”. Luego Patricia salió para Estados Unidos, donde estaba su mamá, que había sufrido el enésimo ataque al corazón.

Pocos días antes de la navidad me encontré al Pollito, un cuate de la adolescencia. Me dijo que estaba organizando una fiesta en su casa para despedir a los Rosillo, que se iban a vivir a Guadalajara. Fui con Pablo Medina Mora y otros amigos. La fiesta en realidad no estuvo muy buena, pero yo bebí como cosaco y, animado, subí a eso de las dos de la mañana a uno de los cuartos a invitar a Rafael Pérez Medinilla “para recordar buenos tiempos”. Quién sabe por qué pero no atinaba al número correcto del teléfono de Rafael en el dial. En eso que llega el Pollito y, muy digno, me dice que no puedo estar en el cuarto de su hermana.

-¿Cuál es el pedo, si ella no está aquí?

-Te digo que te salgas –me dijo con su eterno tono amable.

Que empiezo a salir y que, polvorita, de repente me encabrono y empujo al Pollito, que fue a dar contra el árbol de navidad.

-Me temo que tengo que pedirte que te vayas –dijo al incorporarse.

-De mejores casas me han corrido –respondí, yo también muy digno.

Emprendí el camino, desde la calle de Río Nilo al departamento en Reforma, pero como a media cuadra me dí cuenta de que estaba tan borracho que no podría llegar. Regresé y, con la cola entre las patas, le pedí a Pablo que me diera aventón a mi casa. De ahí le hablé por teléfono a Felipe, el hermano de Patricia (esta vez los dedos sí pudieron encontrar el dial) nomás para decirle que quería “un chingo” a su hermana.

Pocos días antes de la fecha fijada, Patricia regresó de Houston. Yo la esperé en el aeropuerto con un ramo de rosas. Tras salir de aduanas, antes de saludarme, se quedó platicando con un amigo de su hermana que había encontrado en el avión. Ahí estaba yo, como un pendejo, ramo en mano, esperando que terminara su conversación. Estuve, polvorita, a punto de azotar las flores contra el piso y largar todo (volteé un segundo a ver la cara confundida del Flais, que me había acompañado) pero me contuve. Patricia me pidió disculpas e invitó al cuate a nuestra boda (no fue, pero envió un buen juego de cubiertos como regalo, prueba de que había notado la embarazosa situación).

La ceremonia fue sencilla, en casa de mis padres. Mis testigos fueron Eduardo Mapes y Julián Tonda. Los papás de Patricia no pudieron asistir porque la señora seguía enferma y el señor estaba cuidándola. La fiesta estuvo bien. Durante muchísimos años, Raúl Trejo me ha reclamado que no lo haya invitado y yo le he respondido, creyéndolo sinceramente, que no es cierto, que sí lo invité y que él no fue porque se había ido a Acapulco. Haciendo un esfuerzo de memoria –y también entendiendo que también existen recuerdos tan reales como inventados, a manera de pretexto, por el cerebro- recuerdo ahora que en esas fechas Raúl se había separado de su ex esposa Tere (tengo la imagen de la pequeña Claudia, su hija de un año; me acuerdo que le dije a Tere que era una niña inteligente y que ella respondió con sabiduría: “Ojalá sea lo suficientemente inteligente para ser feliz”). Supongo, con mucha pena, que, a pesar de que Raúl era mucho más cercano, decidimos no invitar a ninguno.

Pasamos la noche de bodas en el departamento de Reforma y, al día siguiente, a manera de luna de miel porque eran 26 horas de viaje, tomamos el tren para Culiacán, en un camerino. Amanecía en la sierra de Nayarit cuando vimos pasar un objeto brillante, con luces azules y verdes -el único OVNI que he visto en mi vida- y lo tomé como un buen signo propiciatorio. A veces, quién sabe cómo, llega el pensamiento mágico y –mezclado con el optimismo- lo engatusa a uno.

miércoles, enero 20, 2010

Leyendas olímpicas invernales: Tonya Harding y Nancy Kerrigan

El 6 de enero de 1994 se desarrollaba una sesión de práctica para los campeonatos nacionales de patinaje artístico de Estados Unidos, que definirían las plazas de ese país para los juegos olímpicos de Lillehammer. Durante un descanso, una de las competidoras, Nancy Kerrigan, fue agredida de un tubazo cerca de la rodilla por un intruso. La lesión la obligó a retirarse de la competencia, pero no le destrozó la articulación: el golpe había fallado por centímetros. Poco después se supo que el atacante había sido contratado por el ex marido y el escolta de Tonya Harding, la rival más acérrima de Kerrigan, sin cuya competencia Harding, a la postre, había ganado el campeonato nacional. Se desató un escándalo de proporciones mayúsculas.

Harding y Kerrigan tenían en común el patinaje artístico, pero eran disímiles en todo lo demás. Nancy tenía el pelo oscuro, era una chica bien portada proveniente de una familia de clase media y tenía un estilo suave, clásico; Tonya era rubia, hija del desempleo y el abuso, era revoltosa y su estilo era atlético, audaz. Al momento del ataque, Kerrigan presumía dos bronces, uno mundial y el otro olímpico, en Albertville, mientras que Harding –la primera mujer en hacer un triple axel en su programa corto- tenía una plata mundial y un cuarto lugar olímpico. La notoria rivalidad se acentuaba por lo cerrado de las calificaciones que ambas recibían; se confundía ya con el odio.

Un mes después del incidente, el ex marido de Harding la involucró para reducir su condena y ella decidió declararse culpable de encubrimiento para evitar ser mandada a la cárcel (pagó con multa y trabajo comunitario). El Comité Olímpico de EU intentó removerla del equipo, pero Harding apeló; entonces las autoridades deportivas decidieron inscribir a Kerrigan, ya repuesta de su lesión, para Lillehammer, dejando de lado a Michelle Kwan, quien había sido segunda en los campeonatos nacionales.

La competencia de patinaje artístico femenino en los juegos de 1994 fue un evento de altísimo rating, una mezcla de deporte y morbo, con decenas de enviados de los tabloides, y con una intensa campaña mediática que arropó a Nancy Kerrigan, la chica all-american con la madre casi ciega que sólo puede ver a su hija en pantalla gigante y puso fuerte presión sobre Tonya Harding. La rubia no lo soportó, falló sus saltos difíciles y cayó hasta el octavo lugar. La de pelo negro realizó una rutina conservadora, pero sin errores, se llevó la plata –ayudada por los jueces- y los jugosos contratos de los patrocinadores.

Cada una siguió con su karma. El de Kerrigan eran los micrófonos abiertos. Su ceremonia de premiación se atrasó porque no encontraban la música del himno nacional de Ucrania, patria de Oksana Baiul, la ganadora, y la estadunidense –creyendo que el retraso era culpa de la campeona- comentó ante cámaras que si Baiul se estaba maquillando, no valía la pena porque de todos modos iba a llorar con su himno. Días más tarde, dejó las instalaciones olímpicas para asistir a un desfile de Disney World, su patrocinador multimillonario, y se le capturó diciendo: “Esto es estúpido, era la cosa más cursísima (the most corniest) que he hecho”. La magia conservadora se desfondó con la misma rapidez con que llegó.

El karma de Harding era más cruel. El ex marido, Jeff Gillooly, vendió a los tabloides una cinta en la que aparecían él y su entonces esposa teniendo sexo. Tonya chocó su camioneta contra un árbol aduciendo que la querían secuestrar, luego fue detenida por conducir en estado de ebriedad, volvió a chocar su vehículo, dos novios la acusaron de violencia doméstica y un día que llamó a la policía afirmando que le estaban robando unos rifles, tuvo alucinaciones con personas y animales inexistentes. Intentó hacer carrera como música de rock, luchadora y boxeadora profesional. En ninguna de ellas tuvo éxito. Las fotos más recientes dan cuenta de su obesidad.

La chica buena, Kerrigan, desposó a su agente y preside una fundación de ayuda para los débiles visuales, como su madre, pero la imagen ejemplar de la familia se ha derrumbado al conocerse que su hermano Mark ha sido acusado por la muerte de su padre.

En 2010 se estrenó una ópera rock de humor negro: “Tonya & Nancy”. Y es que las dos cargan con una maldición extra: al igual que su leyenda, los nombres de Nancy Kerrigan y Tonya Harding siempre estarán entrelazados.

martes, enero 19, 2010

Biopics: Rumbo a la UAS

A finales de 1977, el autobús entre la ciudad de México y Culiacán tardaba 23 horas en hacer su recorrido, así que llegué bastante magullado a la capital sinaloense. Fue sólo en Culiacán que me dí cuenta de que había una diferencia de huso horario con el D.F. Yo creía haber llegado a las ocho de la mañana, y eran las siete. De cualquier forma, tomé desde la terminal de autobuses un microbús que cruzó el centro, se internó por las calles empedradas de la colonia Tierra Blanca y desembocó en Ciudad Universitaria, donde yo suponía –correctamente- que se encontraba la Escuela de Economía de la UAS.

Llegué a la dirección y me encontré de inmediato con un tipo treintañero, bajito, calvo, de lentes. Era José Guadalupe Meza Mendoza, el famoso Wally. Le mostré la tarjetita de recomendación firmada “Pino” y nos pusimos a charlar acerca de lo que había estudiado en Italia. Me dijo que sí habría chance para mí, pues los estudiantes acababan de correr al maestro de Estructura Económica de América Latina, pero que el Consejo Técnico de la escuela debía aprobar la contratación como profesor de tiempo completo, que sería interina por el resto del semestre. Si los convencía con mi desempeño, me extenderían el contrato. El Consejo Técnico se reuniría en un par de días.

El Wally tenía clase y al salir de su oficina, me puso en contacto con otro profesor, ligeramente más joven que él, Jaime Palacios, con quien platiqué largo rato de la universidad, de economía y de política nacional. Jaime me sacó, en principio, de algunas dudas que yo tenía con respecto a la UAS, en particular, acerca de la permanencia de “Los Enfermos”.

“Los Enfermos de Sinaloa” eran un amplio grupo de estudiantes radicalizados, que se enseñorearon en la UAS durante el período 1972-76. Tenían unas tesis delirantes, basadas en el concepto de “universidad-fábrica”, según la cual la universidad produce mercancía educativa para capacitar a los estudiantes –que serían, al mismo tiempo, objeto de trabajo y fuerza de trabajo- y la masa estudiantil, como nuevos obreros que eran, podía pasar sin problema por el tamiz de la ortodoxia marxista: ya no eran aliados del proletariado, eran la vanguardia proletaria. Estas tesis no se tradujeron, como lo hubiera exigido un mínimo de coherencia, en una democratización de la institución, con una suerte de autogobierno estudiantil-magisterial, sino en prácticas luddistas y violentas. Tenían consignas tragicómicas como “¡Seis o muerte!”, que eran una forma de esquivar la plusvalía y de fomentar algo muy popular, que es la güeva. Y planteaban que la universidad dejara, en los hechos, sus propósitos académicos y se volcara a la movilización política, la organización popular, el hostigamiento al Estado burgués, con todas los instrumentos a su disposición, legales o ilegales, pacíficos o violentos.

Los organizaciones progresistas contrarias a estos fanáticos les pusieron el mote recordando un opúsculo de Lenin “El izquierdismo: enfermedad infantil del comunismo”, pero los Enfermos lo tomaron como cumplido: “Estamos infectados del virus rojo del comunismo”, decían.

Como buenos ultras, los Enfermos se cebaron en contra de quienes ellos calificaban como reformistas: los miembros del Partido Comunista (“los pescados”) y los del grupo José María Morelos (“los chemones”). Al respecto, parafrasearon una frase anarquista (“con las tripas del último cura ahorcaremos al último rey”) y la usaron contra sus enemigos: “con las tripas del último pescado, ahorcaremos al último chemón”. No se quedaron en las puras palabras: en 1973 llegaron a asesinar en la sede central de la UAS a un profesor “chemón” (Carlos Guevara Reynaga, “Don Ruco”) que había intentado socorrer a un dirigente comunista que estaba siendo apaleado a tubazos, y a un policía, al que capturaron y torturaron salvajemente.

Pues bien, Palacios me aseguró que los Enfermos, como tales, ya no existían. Una parte de ellos se había integrado plenamente a la Liga Comunista 23 de Septiembre y otra había escrito una “rectificación” y había formado un grupúsculo, llamado Corriente Socialista, que estaba activo en la UAS, pero era minoritario en la institución e inexistente en la escuela de economía. Me dijo que ahora la universidad vivía una nueva época y que, en particular, en economía casi todos los profesores tenían posgrado. También me dijo que él y Wally habían sido “chemones” y ahora militaban en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Luego me presentó a un cuate suyo, un técnico académico, de nombre Gilberto Espinosa, pero conocido como El Mayo, famoso porque una vez un Enfermo le puso una pistola en el pecho y él, quitado de la pena, se la tiró de un manotazo: “¡No juegues con eso, loco!”, le dijo.

Jaime me dio un breve tour por la ciudad (allí pude ver una pinta inolvidable, que rezaba: “Mueran los burgueses y sus hijos los pequeño burgueses”), me invitó a comer a su casa, me presentó a su esposa Lorena y me consiguió alojamiento con su mamá, una señora que tenía una pequeña casa de huéspedes llena de estudiantes –y que cobraba caro para el servicio que prestaba.

Pasé los días siguientes cotorreando con los estudiantes de esa casa de huéspedes –jugamos un par de cascaritas de beisbol-, conociendo y conviviendo con otros académicos y esperando la resolución del Consejo Técnico, que fue positiva. La ciudad me gustó, por su tamaño y por su gente, afable, sincera y abierta. Se notaban ganas de trabajar entre los profesores de la escuela de economía. Había ambiente para hacer política, si se me antojaba. Quedé de presentarme a trabajar a inicios de enero.

En el camión de regreso tomé una decisión, un poco llevado por mis deseos de integrarme plenamente al grupo de profesores sinaloenses, pero un poco también porque sentí que la había tomado mucho antes de ser consciente de ello. Le propondría a Patricia que nos casáramos.

miércoles, enero 13, 2010

Glorias olímpicas invernales: Bjørn Dæhlie

En el verano, puede haber discusión sobre quién ha sido el más grande fondista de todos los tiempos. En el invierno, sobre esquís –y particularmente en subida- no cabe la menor duda: es el noruego Bjorn Daehlie, el máximo medallista olímpico invernal.

A lo largo de los años noventa, Daehlie dominó el esquí nórdico de una manera casi absoluta, con el agregado de hacerlo en prácticamente todas las distancias –lo que significa que el tiempo para reponerse entre una carrera y otra es mínimo.

En sus primeros juegos, en Albertville 1992, durante 13 días compitió en cinco eventos. El primero fueron los 30 kilómetros, en los que obtuvo plata. A continuación, los 10 kilómetros (en los que quedó cuarto) y la persecución combinada 10/15 (10 kilómetros estilo clásico, 15 kilómetros estilo libre), con el que obtuvo su primer oro olímpico. Siguió el relevo de 4 x 10 km, que ganó el equipo noruego y cerró con la prueba que menos le gustaba, los 50 kilómetros, pero en la que derrotó por menos de un segundo al italiano Maurizio De Zolt.

La siguiente cita sería en su patria, y Dahlie fue profeta en Lillehammer 94. Participó en las mismas cinco pruebas. Esa vez ganó el oro en los 10 kilómetros y en la persecución combinada; se tuvo que conformar de nuevo con la plata en los 30 km. y en el relevo. Cerró con el maratón de 50 kilómetros, y no alcanzó podio, sino cuarto lugar.

Volvería a Juegos Olímpicos en Nagano 1998. Allí inició mal, clasificándose en el lugar 20º en los 30 kilómetros, pero de inmediato se repuso en los 10 km., y se llevó el oro con facilidad. Se quedó con la plata en la persecución combinada y obtuvo otro oro en el relevo. Su última carrera, los 50 kilómetros sería particularmente dramática: un duelo cerrado con el sueco Niklas Jonsson, que culminó cuando el noruego se lanzó en la línea… y se quedó tirado, sin poder levantarse, por más de cinco minutos. Extenuado al extremo, pero con la medalla de oro. La octava de su carrera, que se suma a las cuatro de plata que obtuvo y a nueve campeonatos mundiales.

Hubiera roto más marcas, pero una lesión ocurrida mientras patinaba en ruedas lo retiró definitivamente de las competencias.

Daehlie fue definido como “una maravilla de la fisiología”: Su VO2 max –que mide la capacidad máxima de un individuo para transportar y utilizar oxígeno durante el ejercicio incremental- llegó a 96 ml/min/kg, superior en 25 por ciento al promedio de los atletas, ciclistas y esquiadores de alto rendimiento. Sin embargo, eso no basta para separarlo tan ampliamente del resto de la competencia de élite. Su técnica era excelente y siempre prestó gran atención a la calidad de los esquís. Pero, aún más allá, entrenaba a muerte. Corría con la caminadora, levantando cada vez más la pendiente, forzando el cuerpo hasta el final. Entrenar, para Daehlie era a menudo terminar exhausto, luego de haber extendido –aunque fuera un poquito- los límites de la naturaleza. Otra característica del noruego era que planificaba sus entrenamientos para llegar a su máximo en las pruebas grandes: juegos olímpicos o campeonatos mundiales. En el deporte de alto rendimiento hay que saber llegar a la cima en el momento exacto. Daehlie lo hizo, e hizo suya la gloria olímpica.

martes, enero 12, 2010

Biopics: Paréntesis chilango

Yo imaginaba que, a mi regreso de Italia, Patricia me recibiría en el aeropuerto de México, pero no fue así. Llegó unas horas más tarde, proveniente de Guadalajara (donde estaba con su madre), en un Datsun nuevo que le habían regalado cuando se recibió, y me explicó que se le había cuatrapeado el día. Se quedó en la residencia femenil de las Teresianas.

Estuve poquísimo en casa de mis papás. Sucede que mi mamá había entendido un comentario mío de una carta –en la que le decía que después de tantos años me sería difícil regresar a vivir a la casa familiar- como una sugerencia, y acondicionó para mí uno de los departamentos amueblados que subarrendaba. Estaba en un edificio chiquito y viejo, pero situado nada menos que en el Paseo de la Reforma, muy cerca de la glorieta de la palma. Había mandado a hacer un gran librero y tenía un megaposter de un paisaje boscoso, de los que estaban de moda en los setenta. El tapicero me comentó: “Es que su mamá lo quiere demasiado”. Yo no sabía que “demasiado” empezaba a utilizarse en México como equívoco sinónimo de “mucho”, y lo tomé un poco a reproche. En realidad sentía que el esfuerzo de mis padres había sido excesivo. A lo mejor por eso mi estancia en ese departamento también fue breve: viví allí un paréntesis chilango.

Patricia se cambió nominalmente a otra casa de huéspedes femenina, pero la mayor parte del tiempo la pasó conmigo. Nos dimos cuenta de que nos llevábamos muy bien. Un día, en una taquería del Metro Insurgentes, le dije: “La neta yo viviría contigo unos siete años”. Le gustó la frase: “Me gusta que seas tan sincero, y digas las cosas como son”, me declaró con una sonrisa.

Conocí a Felipe, el hermano de Patricia –que estudiaba una maestría en ingeniería y andaba con una amiga de la residencia teresiana- y llegamos a visitar a su mamá, quien estaba en Cuernavaca convaleciendo de su enésima enfermedad: una señora seria, de opiniones formadas y juicios sumarios.


El ambiente en el país no era tan festivo como el año anterior. La inflación se habia disparado y la economía no jalaba tan rápido como lo había prometido López Portillo. En términos de información, era un erial, con los pequeños oasis de El Día y Proceso, además de unas pocas revistas para intelectuales. En esos días se dio una ruptura clamorosa entre el secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Tello, y el de Hacienda, Rodolfo Moctezuma (el primero quería más gasto social; el segundo, más disciplina presupuestal), que JLP resolvió salomónicamente corriendo a los dos. Concluí que el Presidente no sabía no que quería.

Por mi parte, yo lo que no quería era depender, al menos totalmente, de mis padres. Por eso me di a la tarea de buscar trabajo. Fui con Edmundo Flores –a la sazón, director de Conacyt- para que me recomendara al Banco de México. Él habló con su amigo Leopoldo Solís, quien me dio una cita, sólo para enviarme con Carlos Bazdresch, que asesoraba al director y coordinaba un centro de estudios del banco. Bazdresch ni siquiera me ofreció asiento, pero recibió mi guión de tesis y dijo que me llamaría. Estoy convencido de que el título (“Proceso de Concentración y Centralización del Capital en los Intermediarios Financieros Privados y Mixtos 1970-76”) ayudó bien poco, porque sonaba a marxista. Una lectura más atenta hubiera ubicado preocupaciones de otro carácter… y el resultado final de esa tesis bien pudo llamarse “Composición de Cartera y Estabilidad del Sistema Bancario Mexicano 1970-76”, que hubiera sido muy atractivo para la gente de Banxico. El caso es que, como sospechaba, nunca me llamaron.

Otro espacio de búsqueda fue la Facultad de Economía de la UNAM. Raúl Trejo me había presentado con un cuate suyo, Roberto Cabral, quien se mostró muy interesado por el tipo de cosas que yo había estudiado en Italia. Vadillo me contactó con sus cuates del PC, y mi ex maestro Julio Moguel también se ofreció a hacer su luchita. El caso es que la Facultad estaba en esos momentos en proceso de sucesión de director, y como encargado estaba el decano, un viejito llamado Filiberto Ney, a quien le pedí una cita. Ney me recibió con una sonrisa y me dijo: “A usted lo apoyan los tres principales grupos políticos de la escuela, ha de ser grillísimo. Pero fíjese que yo nada más estoy aquí de paso y estamos a medio semestre. Mejor se espera y platica con quien me suceda”. Yo no tenía tiempo para eso.

Una vez estaba platicando de mis tribulaciones pre-laborales con mi papá, y él me preguntó: “¿De verdad en qué te gustaría trabajar?”. Me sorprendió mi respuesta: “La verdad yo lo que quisiera es ser director de un periódico de izquierda en el país, pero todavía no existe”. Creo que fue la primera vez en que reconocí mi verdadera vocación.


Seguía en la búsqueda cuando le platiqué al Pino Martínez Della Rocca de mi situación.

-¿No te gustaría ir a Culiacán de profesor? –me dijo-. Mi cuate el Wally dirige allá la escuela de economía de la UAS.

-Suena interesante –respondí.

Acto seguido agarró una tarjetita en la que garrapateó lo siguiente: “Wally. Aquí te mando a Pancho Báez, que estudió economía en Italia y te puede ser muy útil. Un abrazo. Pino”.

En la noche, comenté con Patricia acerca de esa oportunidad. Ella se entusiasmó. “El papá de mi amiga Tere es jefe del IMSS en Culiacán, a lo mejor me puede conseguir una chamba”.

A la mañana siguiente, armado de la tarjetita escrita a mano, tomé el camión rumbo a Sinaloa.

viernes, enero 08, 2010

Abelardo, centenario


El 9 de enero de 2010 se cumplen cien años del nacimiento de mi padre.

Dicen que nadie es tan viejo como lo creen sus hijos. Con mi papá, eso se cumplía. Yo lo fregaba diciéndole que cuando él nació, todavía existía el imperio Austro-húngaro, Porfirio Díaz era presidente de México y todavía no inventaban el radio o el brassier. Era casi cuando amarraban a los perros con longanizas.

Abelardo Báez González nació en el pueblo de San Nicolás de Bari, municipio de Güines, provincia de La Habana. Su padre, Manuel Báez Socorro, era un pequeño agricultor originario de Canarias, que había llegado a Cuba siendo todavía un bebé; su madre, Dolores González, había quedado huérfana durante la guerra de independencia de Cuba (la abuela platicaba que, en época de la guerra, en los bailes las muchachas llevaban en los bailes un listón rojo, si eran independentistas, o azul, si eran del bando realista, para que los jóvenes supieran y no sacaran a bailar a una chica con ideas políticas diferentes: ella usaba listón rojo). Fue el séptimo de ocho hermanos.

De su infancia sé muy poco. Que aprendió a nadar en el río, que su casa fue la primera del pueblo a la que llegó un radio. Decía que era un aparato enorme y que todo el pueblo se congregó para escuchar la primera transmisión: la pelea de campeonato mundial entre Jack Dempsey y el francés Carpentier. Apenas se escuchaba estática y debajo de ella se oían los campanazos: “Ya empezó el round”, decía la gente. “Ya acabó”, con el otro campanazo. También sé que su papá murió cuando él tenía nueve años. De esos tiempos me enseñó una foto –lamentablemente extraviada-: él, con diez u once años, casi a horcajadas sobre un taburete, los codos apoyados en las rodillas. Muchas veces me he descubierto en esa misma pose.

En 1924, casi toda la familia se trasladó a México, adonde habían ido a vivir los dos hermanos mayores: María Teresa, por razones de matrimonio y Alberto, quien había iniciado con un amigo vasco el negocio de construir e instalar cafeteras. En México, Abelardo vivió sólo dos años: a los dieciséis dejó para siempre la casa (entiendo que por una pelea con Alberto, quien insistía en que siguiera usando bombachos, y no pantalones de adulto).

Partió para América Central con el sueño adolescente de buscar oro. Lo primero que encontró fue paludismo, pero también algunas duras lecciones. Contaba que una vez un campesino le había ofrecido una especie de agua de borraja, bastante turbia, que él rechazó. Semanas después, cuando –presa de la enfermedad- era conducido por el monte, tirado sobre un burro con fiebres de 40 grados, él y su acompañante encontraron un campesino al que pidieron agua: el hombre sacó un guaje lleno de agua de borraja. Decía mi papá que aquel líquido alguna vez despreciado le salvó la vida.

No hablaba mucho de esa época. Estuvo sobre todo en El Salvador y Honduras, y tenía una opinión diferenciada. Los salvadoreños, decía, eran gente brava, que se oponía a un dictador enloquecido que decía que era mejor que los campesinos estuvieran descalzos, porque la tierra les daba energía. Similar impresión le dieron los nicaragüenses. Describía a los hondureños, en cambio, como tristes y resignados, tal vez por una imagen de allí que se le quedó grabada en la memoria: vio a un hombre, totalmente borracho, a las puertas de una cantina, que le gritaba a otro: “¡Mátame!” mientras se abría la camisa y sacaba el pecho antes de recibir los disparos que cumplirían su deseo. Pero fue a Honduras a la que, al dejarla, le regaló, con todos sus ahorros, una escuela rural, que pidió fuese bautizada “José Martí” y que en ella se liberase una paloma en cada aniversario del nacimiento del prócer cubano.

Terminó por establecerse en Costa Rica, y –ya que no lo encontró- dedicarse a la compra-venta de oro. Allí se casó con una señora salvadoreña que tenía dos hijas de un anterior matrimonio y vivió con ella dos años. Se separó y volvió a Cuba.

En su tierra natal, desempeñó varias labores. Una de ellas fue linotipista (“en el Central Manatí”, azucarero), pero después de haber trabajado un tiempo con componedor y regleta (es decir, cuando se armaban las publicaciones tomando letra por letra de una caja). Una de las reliquias que guardo como su herencia es un tipómetro de metal. Luego se dedicó a la venta de perfumes y, sobre todo, al sindicalismo.

Estando en Cuba, tuvo que casarse otra vez, forzado por las circunstancias. De ese brevísimo matrimonio nació mi hermana Martha, pero también algunos traumas que azotaron a mi papá durante muchos años –y que también afectaron a la niña-. El divorcio fue tormentoso.

Poco después, en el verano de 1947, en una casa de huéspedes de Camagüey, mi papá conoció a una mujer provocadora que, la primera vez que lo vio, exclamó a sus amigas: “¿Y este era el hombre tan guapo del que me habían hablado?”. Como respuesta, Abelardo fue hacia la silla donde estaba sentada ella, se paró detrás, le tomó los hombros y afirmó: “Me voy a casar contigo”. Tres semanas y varios ramos de rosas echados a la basura después, Abelardo y Nana se desposaron. Fotos de aquella época nos muestran en la playa a un Abelardo atlético que sostiene en el muslo a una sonriente Nana, parada sobre él y que le toma la mano para mantener el equilibrio.

Mis padres duraron poco en Cuba. Por un lado las presiones de la ex mujer y, por el otro, la cerrazón política que amenazaba la actividad de Abelardo en el sindicato de perfumistas, se combinaron para que la pareja decidiera emigrar a México, donde al fin y al cabo estaban casi todos los Báez –poniendo fin, de paso, a la carrera de mi mamá como abogada.

En la ciudad de México se instalaron en una casa de huéspedes en la calle de Salamanca, cerca de la plaza de toros (que se ubicaba donde ahora está el Palacio de Hierro Durango). Mi papá se empleó como agente de ventas. Le desilusionó que, a su juicio, la revolución mexicana –apenas había terminado su etapa armada cuando él, adolescente, dejó el país- no hubiera cumplido sus ofertas de igualdad social y modernidad.

Recorrió toda la república vendiendo perfumes, lociones, desodorantes, cremas de afeitar. Un tiempo, su sede central fue México, DF. En otro, Monterrey, NL. Era una tarea casi pionera. Contaba que en 1950, en Los Mochis, sólo había un hotel decente y un restaurante aceptable, que estaban uno frente a otro. Salías del hotel, te quitabas zapatos y calcetines, te arremangabas el pantalón, cruzabas la calle entre el lodo y en el restaurante te recibían con una palangana de agua, en la que te lavabas los pies, y una toalla, con la que te los secabas antes de sentarte a comer. Que en Ciudad Obregón corría un arroyuelo de detritus al lado del hotel. Que en Monclova se quedó dormido fumando, su cuarto se incendió y tuvo que pagar el equivalente a un mes de sus ingresos (y por eso, aunque fumaba mucho, nunca más lo hizo en la cama). Ese era el país al que el viejo insistía en perfumar.

Poco después de su traslado de Monterrey al DF, y de su ascenso a gerente de ventas de Shulton de México –puesto en el que duraría 18 años- nací yo, en 1954. Seis años más tarde lo haría mi hermano Edgar. Es momento de poner un alto a la biografía semicurricular y describir a la persona.

Mi papá no era muy alto –medía 1.69-, pero sí atlético y flexible. Tenía más de 50 años y podía hacer un arco hasta el suelo estirándose hacia atrás. A mediados de la cincuentena desarrolló una panza, que lo abandonó sólo en los años terminales de su vida. Era magnífico nadador. Fue galán –como se ve en la foto- y consciente de ello, pero, cosa rara en su generación, nunca fue mujeriego.

Compartía con su generación, eso sí, el machismo. No en el sentido de maltrato a la mujer, sino la clasificación de las mujeres según su comportamiento social: mayor o menor grado de “bondad” o “maldad” o de “limpieza” y “suciedad”, así como otra serie de estereotipos. Era del tipo a quienes les parecía perfectamente natural empujar a la secretaria a la alberca, durante la convención de la compañía en Acapulco… aunque tuviera la sensibilidad para contarlo, apenado, porque la pobre mujer no sabía nadar.

Puedo asegurar que amó a mi madre como a nadie en el mundo. Le divertía su carácter, le encantaba que ella estuviera “un poco loca”. Durante muchos años tuvo detalles románticos para ella -chocolates, flores, alguna joya, una cajita musical llena de frases de amor (“el que no ama ya está muerto”)- que se fueron diluyendo al paso de los años. Y siempre habló maravillas de su “Nanita”.

Los años, también, fueron minando el machismo de mi padre. Una vez que le pregunté quién mandaba en la casa, contestó, realista y con filosofía: “Bueno, tu mamá decide las cosas pequeñas, como dónde van ustedes a estudiar o cómo se va a gastar el dinero, y yo decido las cosas importantes… como quién debe ganar la guerra de Vietnam o quién debe ser el nuevo tapado”.

Su educación formal llegó a la primaria. Sin embargo, era un hombre preparado, un autodidacta. No leía muchos libros pero, como Hegel, consideraba la lectura del periódico como su plegaria matutina. Devoraba con apetito todas las secciones. Era discriminante: a la casa llegaba Novedades hasta que a mi papá le pareció demasiado tibio, se pasó al Excelsior de Scherer, aguantó un tiempo –entre quejas- la versión de Díaz Redondo del Excelsior, se pasó –algo tardíamente- al unomásuno (le parecía demasiado pequeño) y, antes de su muerte, acogió con gusto renovado el enorme El Nacional dirigido por José Carreño Carlón.

También leía muchas revistas. Una vez los curas nos preguntaron qué revistas se leían en casa. Les comenté a mis papás que yo había respondido que Siempre! (mi jefe puso cara preocupada)… y que también leían Selecciones y Contenido (sonoro suspiro de alivio de mi papá). Otra cosa que Abelardo leía mucho eran las enciclopedias. De repente agarraba un tema y sabía todo acerca de Buenos Aires, las guerras púnicas o la glaciación.

Le gustaba vestir bien. Para los hombres de su generación, el traje era sustituto del diploma o el título. Al hombre de corbata le decían “señor”, cuando no “licenciado”. Cuando llegaba a casa de trabajar se quitaba saco y zapatos y los cambiaba por una bata y pantuflas (“chinelas”, decía él), pero no se quitaba la corbata. Era una obsesión. Que sus hijos saliéramos “malvestidos” le ha de haber resultado bastante traumático. Hace unos meses, estaba en el Foro Sol durante el Clásico Mundial de Beisbol y mi hijo Camilo –quien venía de trabajar- bajó a la altura del dugout, celular en mano, para encontrar a un amigo que estaba en esa zona del parque. La imagen que vi -el nieto de Abelardo, de traje, en el estadio de pelota, durante un juego México-Cuba de campeonato mundial- hubiera hecho feliz al viejo.

Y es que a mi papá le encantaba el beisbol. Cuando yo era niño, íbamos decenas de veces al año al parque. En los años de gloria de Fernando Valenzuela, se quedaba hasta largas horas de la madrugada viendo la transmisión desde Los Ángeles, gritándole desde la tele al novatito Steve Sax que no cometiera errores. En la Serie Mundial, siempre le iba al equipo que iba abajo en la serie, porque lo que importaba más es que durara los siete juegos para que hubiera más beis, y menos tiempo de espera para la próxima temporada. Tendencialmente, le iba a los Yanquis. La verdad, le gustaban todos los deportes, y hasta acabó entendiendo algo de futbol americano (le iba a los Acereros), pero nada comparado con su pasión beisbolera, que heredé.

Lo que no le gustaba era ir al cine. Le contrariaba estar en la oscuridad ante una pantalla. La última película que vio en una sala fue “El Padrino”, adonde fue casi arrastrado por mi mamá. Su comentario fue que estaba buena, pero no mucho mejor que cualquier capítulo de “Los Intocables” en la tele. No volvió en 20 años. La única vez que salió feliz fue después de ver “La Fiesta Inolvidable”, con Peter Sellers, que lo hizo desternillarse de risa. Decía que era su película favorita.

Iba al teatro con mi mamá, a ver sobre todo comedias, pero supongo que lo hacía por complacerla y porque a menudo, después, hacían lo que verdaderamente le gustaba: bailar. Abelardo y Nana hacían una extraordinaria y grácil pareja, sobre todo bailando música tropical. Durante mi infancia, salían a cenar y bailar –muy bien vestidos- una noche cada dos semanas.

Mi papá no era bebedor, aunque tomara una copa casualmente. Las muy pocas veces que se excedía, tenía muy mal vino. Le daba por ser grosero y agresivo.

Si decimos “grosero”, en el caso de mi padre, queremos decir prácticamente un sinónimo de “altanero” o “arrogante”. Abelardo solía tener mucho cuidado al hablar y no decía “malas palabras”, más que cuidadosamente colocadas en un contexto claro para que su significado fuera enfático. Como mi mamá era mucho más mal hablada que él, a veces la reñía por eso, y cuando mi hermano y yo queríamos molestarlo, salpicábamos de leperadas nuestra conversación (“ya no seas tan pinche grosero, puto cabrón”), hasta que Abelardo explotaba con un “¡Coño!” y se iba, mientras uno de nosotros decía: “ya ves pendejo, sí dice groserías”.

Habrá sido la arrogancia o que algunas cosas de la modernidad le molestaban, pero mi papá detestaba los restaurantes tipo americano. Odiaba las mesas de formica, los manteles de plástico, las manteletas y las servilletas de papel (y maltrataba a los pobres meseros que no le conseguían una de tela). Decía que para eso mejor comía en una fonda, donde al menos sí hay comida de verdad… y el servicio no es de plástico.

Tal vez era una de las aristas de su relación de amor-odio con Estados Unidos. Admiraba su tecnología, su riqueza, su organización, su liberalismo y sus Grandes Ligas. Odiaba prácticamente todo lo demás, empezando por la política. Siempre los vio como el imperio entrometido que evitaba la liberación de América Latina (una visión totalmente de Rodó).

En Cuba, militó en el Partido Ortodoxo, de tendencia nacionalista y antiimperialista. Fueron miembros de la Juventud Ortodoxa quienes realizaron el asalto al Cuartel Moncada. Y toda su vida simpatizó con la Revolución Cubana, aún cuando se hicieron visibles sus defectos. Mi mamá –que había sido todavía más radical que él, pero se desilusionó a fines de los sesenta- le reclamaba: “eres un comunista de filete; un comunista de filete y de sirvienta” y le decía que visitara Cuba. Él respondía que si salía de México, visitaría a su hermano Fidelio en Nueva York, y no tenía intenciones de ir a Estados Unidos. Luego de que su periplo en Centro América y de que se asentó en México, Abelardo no salió del país –salvo un par de veces, precisamente a Nueva York, pero antes de que allí llegara su hermano.

Asistíamos a las reuniones de los Báez, pero mi papá guardaba sus distancias y criticaba, en privado, el excesivo gusto de algunos de ellos por el dinero –lo tuvieran o no-. Yo percibía que lo respetaban y que preferían no meterse con él.

Tuvo pocos amigos duraderos, casi todos ellos encontrados en el trabajo. De ellos recuerdo a Frank Pérez, Hugo Albo, Frank Campos, Jorge Pirod, Hilario Villacián. Fumó siempre. Trabajó mucho. Fue desprendido, generoso. Vivió bien pero murió sin ahorros ni patrimonio personal. No practicaba la religión, pero creía vagamente en Dios y tenía su dosis de pensamiento mágico. Y los sábados le gustaba desayunar “un par”: dos huevos fritos, con tocino, frijoles y chile chipotle.

Para mí, por supuesto, lo más importante fue su actitud como padre y como ejemplo. Era muy cariñoso y le gustaba compartir conmigo (en eso tuve cierta ventaja sobre mi hermano, que lo agarró ya un poco cansado). Como ir él y yo a remar los sábados, muy tempranito, a Chapultepec (nunca habrá tortas como las que comí a media remada, con un refresco Pep), o las idas al estadio de futbol o de beis, o su pasión y apoyo en la Liga Pequeña.

Durante mis vacaciones de primaria, me llevaba con él en sus viajes a provincia para visitar farmacias. En todo momento me pedía que me fijara, que viera las condiciones en las que vivía la mayoría de los mexicanos (“ese caballerango es tu compatriota”; “esa campesinita es tu compatriota”) y hacía que me identificara con ellos y con la necesidad de cambio.

De acuerdo con sus convicciones acerca de lo que sería el futuro, mi madre y él nos inscribieron en la escuela que, pensaban, nos facilitaría las cosas. De acuerdo con su época, guardaba apariencias, pero al mismo tiempo explicitaba en privado que las estaba guardando.

Nos hizo entender que el dinero es un medio, y nunca un fin. Nos inculcó el valor de la verdad, el de la honestidad, el de la justicia, el de la bondad. También –al menos en mi caso- un poco de soberbia.

En la casa, él y yo hacíamos un equipo contra el que formaban mi hermano y mi madre. Éramos “la izquierda”: los de la perra “Lucero” contra los del perro “Tiliche” (al que llamábamos, por contra, “Pantuflo”); los de deportes y noticias contra los de series en la tele; los que hablábamos mucho contra los que no paraban jamás de hablar.

En mi adolescencia, la diferencia generacional formó un hueco (yo, post-68; él, pre-cámbrico). Pero igual iba a mi cuarto iluminado con focos verdes y azules y se sentaba en una esquina a escuchar un disco conmigo. Con el tiempo descubrí que le gustaba “South California Purples”, de Chicago, y lo escuchábamos en silencio cada vez que él se daba una vuelta por ahí.

Es tiempo de regresar al “currículo”. En 1972 mi papá dejó Shulton y trabajó uno o dos años más en Carven de México, haciendo lo mismo. Luego se retiró y se dedicó, a tiempo parcial y sin entusiasmo, al negocio de subarrendamiento de departamentos amueblados que mi mamá había armado en las anteriores décadas.

No le gustaban los problemas. Tendía a huirles. Fue huyendo de aquel trabajo y refugiándose en la lectura y en la tele. Quejándose ante la elección del Papa: “Está jodido. Antes tenía yo la edad de las estrellas de cine; luego, la de los presidentes, y ahora hasta el Papa polaco ese es más joven que yo”. O “¿Cómo pueden esos gringos votar por el vejete loco ese de Reagan?”, decía. “Pero es más joven que tú”, lo jodía yo. “Sí, pero yo no soy un reaccionario loco ni quiero ser presidente”. O, feliz porque a los 71 años por fin era abuelo: “Un tipo en la calle me dijo: ‘apúrese, abuelo’; lo tomé por un cumplido”.

Esa huída y ese refugio se fueron convirtiendo, cada vez más, en pasividad, en una tranquila espera, aderezada por breves y acertados consejos en momentos de crisis personal. Luego llegarían el cáncer de páncreas –que nunca le revelamos plenamente-, la petición a Taide de que me cuidara; a mí, de que cuidara a mi hermano, la consunción y la muerte, el 16 de enero de 1991, un par de horas después de que su odiado Bush Sr. iniciara la Guerra del Pérsico.

Edgar se lo imaginaba llegando al más allá: “Disculpe, mi estimado, ¿ésta es la cola?”, y luego, al ver llegar a iraquíes en oleadas: “¡Gringos locos!”.

Tras su muerte, lo que más encontramos hurgando entre sus cosas fueron papeles de trabajo. Muchísimos. Una cantidad inenarrable. En ellos se podía ver la evolución de un trabajo arcaico de ventas hacia algo parecido a la mercadotecnia, y esfuerzos personales por aprender inglés (estaba negado), economía (llegó a dominar los conceptos elementales de la teoría neoclásica respecto al mercado) y finanzas. También se podía entender la carrera contrarreloj que había tenido que emprender para ponerse al día, cuando las cosas fueron pasando de los autodidactas armados de voluntad y sentido común a los especialistas escolarizados; una carrera que no podía sino terminar perdiendo. Y se veía que realmente amaba su trabajo.

Mi padre fue un caballero. Un señor. Un mensch. Le doy a él y a la vida las gracias por ello (y nunca perdonaré a los Atléticos y a los Rojos que la última Serie Mundial que pudo ver haya durado solamente cuatro juegos).

martes, enero 05, 2010

Leyendas olímpicas invernales: Ross Rebagliati


A mediados de los años ochenta, cuando Ross Rebagliati era un adolescente en Canadá, los esquiadores expulsaban de las montañas al grupo de amigos con los que practicaba un deporte absurdo. En vez de deslizarse en apropiados esquís, los muchachos se lanzaban montaña abajo en una especie de patineta combinada con tabla de surf –versiones modificadas de un juguete inventado a fines de los sesenta-, en un juego que llamaban snowboarding.

El asunto no sólo era de lucha de espacios, sino también cultural. Estos jóvenes venían de la subcultura punk, surfera y patineta, y tenían un estilo de vestir, de hablar, de competir –y, sobre todo, de comportarse fuera de las pistas- muy distinto al más clásico de los esquiadores. Del descenso al reventón, y de vuelta.

Poco a poco se abren más zonas para el snowboard, y Rebagliati, nativo de Vancouver, se muda a una de ellas, en Whistler, Columbia Británica. Pronto empieza a destacar en las competencias y tiene una carrera fulgurante. En 1994 el snowboard obtiene carta de naturalización olímpica, y debuta cuatro años después, en los juegos de Nagano, con las competencias de slalom gigante y de media pipa. Rebagliati vence con relativa dificultad, apenas dos milésimas de segundo, en el slalom varonil: es el primer campeón olímpico de este deporte. Pero la carrera más difícil vendría después.

En los exámenes antidoping, Ross sale positivo en mariguana, confirmando todos los estereotipos acerca del snowboard, no importa que tuviera 17.8 nanogramos en la sangre (el consumo de un joint promedio daría como 400 nanogramos). El COI anuncia que le retirará la medalla y lo llama de inmediato a testificar. Rebagliati lleva su medalla en la bolsa de la chamarra. Declara que no fumaba mota desde hacía diez meses y que posiblemente salió positivo por el hornazo que se dio en la fiesta de despedida con los cuates, quince días atrás. El Comité Olímpico Canadiense hace mutis, pero la Federación Internacional de Snowboard sale en su defensa, señalando que la mariguana no es una droga que mejore el rendimiento en la competencia. Rebagliati no es despojado.

Sale contento: ha ganado dos veces. Y afirma que seguirá viendo a sus amigos.

La medalla, sin embargo, le trajo más amargura que beneficios. Perdió a sus pocos patrocinadores, nunca más fue seleccionado para representar a su país y es el único medallista cuya imagen nunca usó el Comité Olímpico Canadiense, Estados Unidos lo puso varios años en la lista de personas que no puede recibir por vía aérea, la televisión pública hizo una serie en la que el personaje basado en él es un perdedor total (Rebagliati la demandó judicialmente y obtuvo una cantidad de dinero). Sólo un pequeño escándalo mediático permitió que también él tenga el honor de llevar la antorcha olímpica para los próximos juegos de Vancouver. Tal vez haya influido el hecho de que ahora Rebagliati se dedica a la política: es candidato a diputado por el Partido Liberal.

lunes, enero 04, 2010

Los 10 deportistas mexicanos del 2009




1. Paola Espinosa
2. Éder Sánchez
3. Lorena Ochoa
4. Cuauhtémoc Blanco
5. Damián Villa
6. Idulio Islas
7. Adrián González
8. Óscar Valdez
9. Joakim Soria
10. Efraín Juárez





Esta clasificación implica cambios en la lista de los atletas mexicanos más destacados del Siglo XXI y definirá el listado final de los deportistas de la década 2000-2009.
Y esta es la lista de los 10 deportistas mexicanos del 2010 
Este link, para la de los del 2008