martes, febrero 09, 2010

Biopics: Mis primeros alumnos

El nivel académico de la escuela de economía de la UAS era superior a mis expectativas. Efectivamente, la mayoría de los maestros tenían estudios de posgrado (un interesante programa les mantenía el sueldo íntegro mientras hacían la maestría, a condición de que regresaran a dar clases al menos por un tiempo equivalente al de sus estudios) y la mayoría de los estudiantes eran listos. Estrictamente en términos de enseñanza del plan de estudios, no estaban lejos del nivel de la UNAM –como comprobaría un par de años después-. El principal problema, tanto de unos como de otros, era la carencia de un humus de cultura general. Salvo contadas excepciones, sabían poco de historia, casi nada de literatura o artes; de filosofía, sólo un barniz de marxismo. Tenían serios problemas para aplicar la matemática abstracta a cualquier cosa que no fuera una operación. Todo eso les dificultaba el análisis y hacía menos enriquecedora la experiencia universitaria.

Los estudiantes de la mañana (que me pusieron “el de la mochila azul” porque, como decía la canción de moda era el “de ojos dormilones, me dejó gran inquietud y bajas calificaciones”) eran más aplicados que los de la tarde, por una razón sencilla: la mayoría de ellos estudiaba de tiempo completo, mientras que casi todos los del turno vespertino trabajaban. Los de la mañana terminaron de funcionarios del INEGI, asesores del CAADES (la asociación de agricultores) o profesores universitarios; los de la tarde, quién sabe dónde.

Entre estos últimos había un estudiante de 28 años, a quien apodé “Padre Padrone”, porque su historia me recordaba la del libro y película homónimos. Originario de la sierra de Guanajuato, había sido analfabeta hasta los 15 años, cuando dejó la ranchería y se fue a Culiacán. Allí trabajó como albañil y estudió primaria y secundaria abiertas, para luego entrar a la prepa. Se especializó en plomería. Una mañana me asomé por la puerta trasera de mi departamento y me lo encontré sentado en el edificio en construcción que estaba en obra negra. Me saludó con un gesto alegre y cansado a la vez. Aunque como estudiante estaba por debajo de la media, siempre me pareció un tipo admirable.

Un segundo estudiante de la tarde era un venezolano llamado Amílcar. Quien sabe por qué extraña razón estaba becado en México. Lo mandaron a la UNAM y le pareció muy difícil, por lo que se cambió a la UAS, pero en realidad se la pasaba en el billar. En el examen no atinaba a decir más que “el esclavismo, maestro, es la forma más típica de explotación”. Yo le decía que le estaba preguntando de otra cosa, y él insistía: “el esclavismo, maestro, es la forma más típica de explotación”. Lo reprobé.

Otra vez estaba yo comiendo en el Chics y pasaron dos chavos de ese mismo grupo en motocicleta. Me vieron y me saludaron efusivamente. A los tres minutos volvieron a pasar para mostrarme un cartelito que habían escrito a mano y que decía “Kista”. Según ellos, yo era un capitalista porque comía en un restaurant popular tipo americano. En la escuela, les dije que, bajo esa lógica miseribilista, ellos también eran “kistas” porque andaban en moto.


No sabía yo que el combate al miserabilismo iba a ocupar una parte importante de mis energías en Culiacán, pero entendí que era algo muy presente cuando Jaime Palacios me invitó a visitar la colonia Rubén Jaramillo, ubicada en una loma a espaldas de CU. Esa colonia se acababa de fundar a partir de una invasión de terrenos organizada por el PMT. Abajito de la “Ruby Jar” había otra colonia, la Obrero-Campesina, que se formó simultáneamente, sólo que organizada por los ex Enfermos.

La colonia era un hervidero de gente que estaba en una fase intermedia de la construcción de sus casas precarias. La mayoría de ellas consistía, por lo pronto, en un cuartito de tabiques con su puerta y su techo de asbesto. Pero tenían un “campísimo” de frente y harto espacio para desarrollarse hacia atrás. La colonia todavía no tenía electricidad o servicio de agua; y por supuesto faltarían muchos años para que tuviera banquetas, drenaje o pavimento. Eso no fue obstáculo para que Jaime me ofreciera un terreno: “te quedas a vivir unos días y luego lo legalizamos”. La perspectiva me pareció absurda, pero no lo era tanto para otro profesor de economía, Baldemar Rubio, que ya se estaba haciendo su casita allí. Al respecto un maestro de matemáticas, Santos López Leyva, me comentó: “No son ansias proletarias, sino propietarias: a ser dueño de una casucha en una colonia sin servicios, prefiero mil veces rentar en Las Quintas”. No sé si Baldemar tenga allí todavía su casa, pero con el tiempo la Rubén Jaramillo se convirtió en tierra de narcoajustes y ejecuciones.


En las primeras semanas de trabajo me hice cuate de otro profesor recién llegado, Tomás Saucedo, duranguense, que acababa de terminar su maestría en El Colegio de México y quien era uno de los pocos que conocía a Keynes más allá de la superficie. Un fin de semana fuimos –él con una estudiante aspirante a novia; yo, con Patricia- a El Tambor, una playa relativamente cercana a Culiacán, que en aquellos años estaba totalmente virgen. Nosotros cuatro éramos los únicos en más de un kilómetro de mar y arena. Supuestamente, Tomás no pertenecía a ningún partido, pero decía que así como los del PMT eran insistentes conmigo para que me afiliara, los del PC eran pertinaces con él. Terminó incribiéndose y militando con convicción. Durante mucho tiempo he tenido la sensación de que a mí me contrataron para balancear políticamente la enttrada de Saucedo a la escuela: es decir, que él ya era, desde el principio, simpatizante o militante del Partido Comunista (y he de decir, en eso de las sospechas, que varios de los compañeros “pescados” comentaron, años después, que ellos creían que había sido la dirección nacional del PMT la que, en una jugada estratégica, me envió a Sinaloa).

No hay comentarios.: