martes, abril 13, 2010

Biopics: Culiacán cotidiano

En el segundo semestre que dí clases en la UAS, me levantaba temprano –aprendí pronto a justipreciar las clases de las 7 de la mañana, antes del calor atroz-, me iba caminando a Ciudad Universitaria y daba un buen número de materias: Estructura Económica de México II, Estructura Económica de América Latina II y algunas Economías Políticas (fue en Culiacán donde me chuté completito El Capital, entre otros textos sacros). No sería hasta el siguiente ciclo que podría enseñar la materia que más me interesaba, Teoría y Política Monetaria.
A clases partía con un café en la panza, pero después de la jornada matutina salíamos varios profes al centro a desayunar en la carreta de Pancho, en la calle Rosales, un delicioso coctel de camarón con pulpo, con su pepino, cebolla, jitomate, jugo de limón, catsup y salsa Guacamaya, con hartas galletas y acompañado de una refrescante agua de cebada. De ahí, partíamos a la cartolibrería (una papelería grandota que vendía algunos libros) a agenciarnos el unomásuno, que era entonces un periódico bastante bien hecho y que hacía furor entre los lectores de izquierda. El uno llegaba a Culiacán entre las 11 y las 13 horas y se agotaba con rapidez. Normalmente, si alguno de nosotros no podía ir al centro a esas horas, encargaba a un compañero que escondiera un ejemplar entre La Prensa o El Heraldo y, a deshoras, podía comprarlo, victorioso. Además, yo compraba Proceso, Nexos (que acababa de salir, era tan científica como político-literaria y tenía un formato tabloide bastante chido) y Le Monde Diplomatique en español.
Tras recoger las lecturas, regresaba a casa o –de manera cada vez más frecuente- nos dirigíamos a las oficinas del IICH (Instituto de Investigaciones de Ciencias y Humanidades) que dirigía Jorge Medina Viedas y que era el centro efectivo de toda la grilla universitaria sinaloense –y de buena parte de la grilla de los partidos de izquierda en la región.
De ahí, a casa, a bañarse, tener una comida ligera y ponerse desnudo sobre las sábanas, las piernas abiertas y el ventilador prendido a todo lo da, a ver la televisión. Las caricaturas de Fantasmagórico y Las Aventuras de Rocky y Bullwinkle, y la enésima repetición de Mi Marciano Favorito. El calor era tan fuerte que no daba ni para poder pensar. Dicen los culichis que en Culiacán sólo hay dos estaciones: el verano y la del tren. Yo percibí más variedad: calor, mucho calor y un calor de la chingada (he de acotar que el calor simple dura sólo diciembre y enero). Sólo tres canales tenían recepción: el Dos, el Cinco (con “nieve”) y el 13 (con “nieve” y en blanco y negro).
A veces nos aventurábamos a visitar a los Palacios, Jaime y Lorena o a los Guevara, Arturo y Jose, que vivían cerca. Era más común hacerlo con los Palacios, aunque su casa no tuviera clima, tal vez porque camino a los Guevara había unos perros muy bravos, porque con Arturo no se hablaba más que de política y porque Patricia hizo buenas migas con Lorena.
Una vez a la semana, iba con el buen Matías Lazcano a visitar al auto desastrado en Durango. Matías me había conseguido un mecánico para repararlo. Tardó como un año en hacerlo y el chiste salió en 42 mil pesos, y tras un año de uso lo vendí en 60 mil (que, en términos reales, eran como 48 mil al momento del accidente). Hubiera sido más cómodo malbaratarlo in loco.
De regreso, si había tiempo, me volvía a bañar antes de ir a las clases de la tarde. En ese horario no se sabía qué era peor, si agarrar el sol cegador del ocaso (aunque luego los atardeceres eran espectaculares) o aguantar los mosquitos durante la noche. Las aulas tenían grandes ventanales, que las mantenían ventiladas sin tanto gasto, pero permitían la entrada de grandes cantidades de bichos.
Al final de la jornada laboral, era común que nos quedáramos cotorreando en el cubículo René Jiménez Ayala y yo. René era prácticamente la única persona allí con la que se podía hablar ampliamente de literatura, de música, de ciencia o de temas de cultura general, más allá de la política o la economía. También era el único con quien se podía hablar de futbol americano (aunque él tuviera el defecto imperdonable de irle a los Vaqueros de Dallas).
“Mi René” había llegado a la UAS en plena explosión enferma y se había quedado en Sinaloa (él decía que no, pero fue para siempre), pero conservaba un cierto estilo chilango de ver las cosas. Con nuestro peculiar sentido del humor, que algunos suelen confundir con mamonería, hacía unas descripciones sociológicas desternillantes sobre los sinaloenses, en las que se pitorreaba de su machismo, su proclividad a la violencia, sus métodos de construcción; del estilo de sus fiestas y borracheras, de su uso del lenguaje, su desconocimiento de los modales o su falta de ilustración. En fin, Mi René se la pasaba burlándose de su cultura (“aunque la cultura sinaloense es el arquetipo de un oxímoron”, decía) y, lo más gracioso, lograba hacerlo destilando, al mismo tiempo, un enorme cariño por la tierra que lo adoptó y su gente. Mientras hablábamos, en mangas de camisa y apenas reponiéndonos de la insolada, pasaba un estudiante apretándose el suéter porque esa noche hacía un “friazo” de 23 grados, y nos carcajeábamos. Por supuesto, las pláticas con Mi René merecen un apartado propio, pero será en otra entrega.
Más noche, solía salir con Patricia a cenar unos tacos y dedicar las últimas horas a la redacción de los primeros capítulos de la tesis, relativos al contexto de política económica en que se desarrolló la concentración bancaria de los primeros años setenta. La excepción eran los martes, que eran largas noches de reunión del Comité Estatal del partido, en un localito pequeño y mal ventilado, en la esquina de Ángel Flores y Corona.
Casi todos los fines de semana realizaba tareas partidistas, que implicaban a menudo viajes por distintas partes del estado, aunque a mí se me asignó, en particular, el municipio de La Cruz de Elota. A veces, estas tareas se prolongaban hasta el domingo, pero normalmente terminaban al anochecer del sábado. Entonces Patricia y yo hacíamos otras cosas, como ir al cine (había dos salas decentes en una ciudad de casi medio millón de habitantes, cuando llegué; se habían duplicado, y eran cuatro, cuando me fui), a pasear o ver la tele (las pelis del Cinco, aunque lo único que se veía bien era el Dos: el éxito histórico de Siempre en Domingo durante un par de décadas, tuvo al menos tantas raíces tecnológicas como político-culturales, en mi opinión).

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