viernes, enero 28, 2011

Biopics: La Tendencia de Gordillo en Popo Park


En el otoño de 1979 se realizó una asamblea nacional de la Tendencia que encabezaba Gustavo Gordillo en el PMT. Era, obviamente, una reunión antiestatutaria, y asistir a ella implicaba un distanciamiento serio con la dirección nacional del partido. Las diferencias con Heberto eran lo suficientemente profundas como para que todos modos decidiéramos ir. Formamos una comisión con 5 o 6 miembros del Comité Estatal (recuerdo a Arturo Guevara, Renato Palacios, Matías Lazcano, Gilberto el Mayo Espinoza y a lo mejor me falta alguien), que primero fuimos a la ciudad de México –al teatro, que sólo nos interesaba a Matías y a mí; el Mayo, en cambio, llevaba dos horas en la capital y decía: “me arden los ojos, me pica la nariz, me duele la cabeza, vámonos de aquí, loco”-, y de ahí a Popo Park, alejados del mundanal ruido (y muy de acuerdo con la faramalla pseudoclandestina gordillista).

Nosotros suponíamos que la reunión tenía ya un destino definido, que era la renuncia masiva al PMT y la formación de una nueva organización de izquierda. La verdad, no habíamos tomado decisión alguna al respecto. Queríamos ver qué tipo de gente rodeaba a Gordillo (en las reuniones de Sinaloa habían asistido unos pocos fuereños, que no nos daban idea), qué posiciones tenían y, sobre todo, qué tanta fuerza e implantación social se percibía en ese grupo.

En la reunión se discutieron documentos que profundizaban las críticas al Comité Nacional, desde una perspectiva “revolucionaria” y que se dirigían, como previsto, a la ruptura. No percibimos claridad respecto a qué se quería formar, y sí cierto radicalismo verbal. Del personal, era evidente que con Gordillo había unos cuantos intelectuales interesantes (allí conocí a Federico Novelo y a Juan Castaingts), algunos cuadros regionales y una buena cantidad de delegados de base, que tenían la impresión de no saber bien a bien en dónde estaban y de qué se trataba el asunto. En otras palabras, había redes, pero todavía no habían sido amarradas. Haciendo cuentas nos fuimos dando cuenta de que el PMT sinaloense, en términos de masas, representaba al menos la tercera parte de toda la Tendencia. 

A la hora de votar, todos los demás asistentes lo hicieron por salirse del partido y formar una organización independiente. Había gran expectación sobre lo que hiciera Sinaloa. Pedimos un receso y nos fuimos a platicarlo en corto. Hablamos acerca de la frustración de la falta de democracia en el PMT y las críticas al Comité Nacional, que compartíamos mayoritariamente con los compañeros de la Tendencia, pero también de la incertidumbre respecto a lo que sería la nueva organización, más chiquita y con algunos radicalosos, en la que tampoco quedaba claro cómo se iban a tomar las decisiones. En nuestra lógica de periferia, salir del hebertismo para caer en el gordillismo era no salir del ismo centralizado, y podía significar caer de la sartén al fuego. Decidimos mantenernos temporalmente en el PMT y “analizar con los compañeros en el estado” nuestra incorporación a la nueva organización, que, además, escogió un nombre horrible: Movimiento Revolucionario de los Trabajadores.

De regreso al Distrito Federal, nos dio aventón Juan Castaingts, economista brillante, un poco loco, que había estudiado en Francia y que, para mi maravilla, también conocía la obra de Sraffa. Nos pasamos todo el camino hablando de la teoría económica neoricardiana, que era como hablar en latín para el resto de los pasajeros..

Ya en Culiacán, el único que se tomó en serio aquello de “analizar con los compañeros del estado” fue Renato Palacios, quien lo platicó con el Zurdo Ríos y otros, que terminaron más sacados de onda que otra cosa –y, a final de cuentas, torpedearon cualquier posible decisión de salida; a lo mejor es lo que inconscientemente quería Renato-. Mi punto de vista era que había que mantenernos en el PMT, pero suponer que nos acabarían expulsando, e ir –en ese tiempo- armando un partido local, que podía llamarse Partido Socialista Sinaloense, y más tarde Partido Socialista del Noroeste, porque creceríamos hacia Sonora. Mi idea (u ocurrencia) no tuvo eco. Eso sí, Guevara estaba muy claro que, por el tipo de personal que asistió a Popo Park, y muy a pesar del secretismo de Gordillo, no iba a faltar quien fuera con el chisme al Comité Nacional, y había que estar atentos a la reacción de Heberto. En eso no le faltó razón.

Por mi parte, aquella reunión en las faldas del Popocatépetl, aunque conocí gente padre, me bajó el ánimo. No veía mucha perspectiva dentro del PMT, pero tampoco fuera. Y cada vez que regresaba por unos días al DF (cine, teatro, librerías, familia, cuates) terminaba extrañándolo más.

martes, enero 25, 2011

Fobia musical


 Hace muchos años, en 1960, descubrí una fobia de la que no me he podido desprender. Sucedió en la primera excursión que hice en la primaria, a la que recién había ingresado. Mi cultura musical estaba guiada por Cri-Cri y aderezada por maravillas del nonsense, como la de todos los negros tomamos café, Bernabé le pegó a Fuchilanga porque a Burundanga le jinchan los pies, o ahí viene la plaga, le gusta bailar. Fue entonces que mi cuate Ayala puso un veinte en la rockola y empezó a escucharse el “Pueblecito”.

Puse toda mi infantil atención a esa canción. Me imaginé a César Costa llegando con su suéter de grecas al pueblecito donde nació, cantando mientras caminaba por las calles, y entonces… toda la gente comenzó a gritar. ¿Qué gritaba? “¡Cállate!”, han de haber gritado y por eso César se pasa casi toda la canción en interminables ay ay ay ayes (de hecho llegué a pensar que alguien le había pegado con una piedra en la cabeza).

Otra canción de la época me hizo desarrollar los silogismos. Era “Julia”, a la que Enrique Guzmán le decía: eres un primor porque tengo razón. Yo estaba chico y me costó varias semanas dar con la causa de mi molestia ante la frase: el primor de la chica dependía de la razón de Enrique; si Enrique no tenía razón, ipso facto, Julia podía ser un adefesio. Así que decidí, para hacer divertida –pero lógica- la canción, que Julia era el equivalente femenino del “Tomás” de Angélica María y que Enrique fuera un loco de atar empecinado en proclamar su cordura.

Mi lógica siguió su proceso de desarrollo, los marcianos bailaban ricachá, el ladronzuelo se desmayaba, los chícharos dulces hacían daño, el 039 (“maldito taxi”) se la llevó, ella rompía sin querer un corazón y el perro lanudo no dejaba a nadie solo con su novia. Vino entonces otro absurdo: “El último beso”, interpretado por Polo.

Polo
A mis 12 años, Polo me pareció un desvergonzado y un hipócrita al mismo tiempo. A confesión de parte, relevo de pruebas. Íbamos los dos al anochecer, oscurecía y no podía ver (¡Ponte los lentes, Casimiro!), yo manejaba, iba a más de cien (que es a más de 140 en estos días), prendí las luces para leer (por eso no veías, tarado), había un letrero de desviación, el cual pasamos sin precaución (o sea que leíste y no pelaste, además ¿lo pasamos kimosabi?), muy tarde fue y al enfrenar el carro volcó (de seguro frenaste de golpe) y hasta el fondo fue a dar (había un barranco, pues). Después de esta confesión de estupidez –y de homicidio culposo, pues la novia se muere-, como si no tuviéramos suficiente, Polo nos describe con detalles mórbidos los últimos momentos de la vida de la chica (abrázame fuerte, porque me voy), para terminar echándole la culpa al Creador (¿Y por qué Dios me la quitó?). El colmo de la hipocresía es cuando Polo coloca a la novia en el cielo y promete ser bueno. ¡Primero que admita su crimen! Años más tarde me enteré que cosas por el estilo se cantan en la ópera, pero que sólo música y cantantes extraordinarios pueden justificarlas. No era el caso.

Cuando entré a la universidad estaba de moda la música de protesta. Un artículo de Luis González de Alba me vacunó contra sus excesos (no todos, aquello era una epidemia): al escuchar “La marcha de las madres latinas”, González de Alba se imaginaba una gran fila de parturientas de las cuales salían decenas de guerrilleritos, armados como seres mitológicos, con escobas y mangueras, para sembrar, uruchurtianos, jardines donde había basureros.

A finales de los 70 tuvo éxito en México una canción de la cual jamás llegué a oir más de la mitad, pues siempre logré cambiar de estación. En ella, un tal Napoleón, le pedía al “hombre que te dices hombre”: no seas casi mar o casi río; se mar, o río, o nada. No conozco mejor ejemplo de ologofrenia pseudohermética. “Hombre” representó a México en el Festival OTI y obtuvo un justísimo último lugar.

Confieso que me gustan varias canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, a pesar de sus mensajes en clave. Hay una frase en una canción de Silvio que me parece odiosamente significativa: soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, en este día, los muertos de mi felicidad. Carajo, si eres feliz no andas cargando con muertos (mucho menos los del 26 de julio, que van para 40 años regando tristezas) ni pidiendo perdón por el hecho de estar vivo.

La tanatofilia de la izquierda me causa fobia. Una muestra de ella es “Alfonsina y el mar”, canción muy gustada entre los progres. La poetisa uruguaya Alfonsina Storni se suicida internándose en el mar y la canción le pregunta: ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar? Los mismos que la burócrata que se lanzó frente al vagón del Metro y no mereció canción: ninguno. Como la mayor parte de quienes hemos escuchado esa canción, nunca he leído a Alfonsina Storni. Ni me dan ganas de hacerlo (sobre todo después de ver a Tania Libertad cantarla, disfrazada de Alaska, en “Siempre en Domingo”).

Posdata: Sin duda mi relación de canciones pretenciosas y absurdas está incompleta. Hay varias joyas en inglés (“I Started a Joke”, de los Bee Gees se lleva las palmas: “me caí de la cama, lastimando mi cabeza, por cosas que dije… finalmente morí, lo que empezó a todo el mundo a reir”), en italiano (“cómo hacerlo, no sé, no lo sabes tú tampoco, pero sin duda se puede hacer más” canta Gianni Morandi y gana un festival de San Remo) y, seguramente las habrá en bengalí y serbo-croata. También las hay en la canción tradicional (“Motivos”) y en las rolas del Tri (obra completa). 

(Publicado en etcétera, 16 de febrero de 1995)

lunes, enero 24, 2011

Los pasos de Cuauhtémoc


Hay quienes quisieran ver en el libro político autobiográfico que acaba de publicar Cuauhtémoc Cárdenas, titulado Sobre mis Pasos, no sólo una recapitulación de la vida del Ingeniero, sino también el anuncio de que pasa a situación de retiro político y, por ello, escribe sus memorias como una suerte de legado. Me parece que confunden deseos con realidades y se equivocan.

Según mi lectura, el libro de Cárdenas tiene tres propósitos principales: pintar una clara línea divisoria entre él y los principales precandidatos del PRD a la Presidencia, responder a diversas críticas hechas desde la izquierda acerca de las razones que han motivado su quehacer político y establecer, ante la opinión pública en general, que ha actuado siempre de manera coherente y congruente con sus principios. En mi opinión, el texto alcanza razonablemente esos propósitos.

Dice la contraportada que Cuauhtémoc Cárdenas es un hombre de convicciones, de acciones y, sobre todo, de ideas. A lo largo del libro queda claro que el orden es inverso y el Ingeniero es, en primer lugar, un hombre de convicciones, forjado en la ideología de la Revolución Mexicana en su vertiente cardenista. Esta ideología es, al mismo tiempo, el pilar que ha sostenido la labor política de Cuauhtémoc y la camisa de fuerza autoimpuesta, que mantiene a Cárdenas plenamente como un personaje incapaz de ver más allá.

El veterocardenismo –una visión anclada en los años setenta- es, entre otras cosas, lo que nos explica la costosa reacción política de CCS ante el llamado quinazo de 1989 y su actual simpatía por el SME, la posición acrítica respecto a los regímenes de Cuba y Venezuela o el antiyanquismo como profesión de fe.

En ese sentido, queda clara la congruencia de Cuauhtémoc, el político que se sometía a la disciplina priísta y el hombre que rompe con el partido tricolor. Para Cárdenas, el aspecto fundamental de la democracia está en el programa, más que en los mecanismos para la toma de decisiones. Una medida vertical, tomada desde un poder no compartido, pero cuyo contenido favorece a las mayorías, es democrática, a diferencia –por ejemplo- de una medida consensuada por las fuerzas políticas representadas en el Congreso, que favoreciera a los grupos más poderosos de la sociedad.

La ruptura de la Corriente Democrática del PRI con el partido se dio más en función de las diferencias en política económica con el gobierno de Miguel de la Madrid, que por la necesidad de airear la asfixiante vida interna del partido en el poder. De igual forma, la posibilidad del Frente Democrático Nacional, que lanzó a Cárdenas en su histórica campaña presidencial de 1988, se debió, en primer lugar, a que los partidos que en su momento formaron el Frente consideraron que el tapado, Carlos Salinas de Gortari, significaba continuidad en la conducción económica. De otra manera, hubieran apoyado, a la usanza de los partidos satélites, al candidato oficial. Cuauhtémoc es explícito respecto a eso.

Cárdenas, por supuesto, está convencido de que ganó aquellas elecciones brutalmente inequitativas. Tanto, que lo argumenta poco (si iba ganando al contarse 54 por ciento de la votación, las tendencias tenían que consolidarse, dice) y prefiere referirse al libro Radiografía del Fraude, que firmó junto con el matemático José Barberán y otros autores, en el que se demuestra que hubo fraude electoral, pero no que CCS haya triunfado. El Ingeniero se dedica más, en el texto, a explicar por qué no se decidió a incendiar la pradera cuando podía hacerlo y a poner a distintos actores políticos de la época en su lugar, particularmente a Manuel Camacho, entonces secretario general del PRI, y al ex gobernador michoacano Luis Martínez Villicaña, a quien acusa de los asesinatos de sus colaboradores Ovando y Gil, el día antes de la elección (homicidios que, de paso, obsesionaron a Salinas de Gortari, que le atribuía un peso desmedido a ese crimen en los resultados de aquella elección).


El recuento de la formación del PRD también deja a cada quien en su lugar (la actitud abierta del PMS, frente a la cerrazón de los miembros originales del FDN), pero hay muy poco acerca de la creación de mecanismos de participación democrática en ese partido, entonces nuevo. Esos son asuntos que Cárdenas ve, fiel a su óptica, desde el ángulo programático. Y es con esos argumentos, principalmente, como se defiende de las acusaciones de haberse convertido, en la infancia del PRD, en un caudillo. Astutamente, CCS da respuesta a un texto relativamente reciente, de Enrique Semo, hecho cuando el cacique del partido era López Obrador, y al servicio de éste.


Las diferencias de programa dentro del PRD encontraron, según CCS, un momento axial en 1997, cuando él propuso un gobierno de unidad nacional y Porfirio Muñoz Ledo habló de acelerar la transición. Puede entenderse el pulso cardenista detrás de la propuesta de Cuauhtémoc. Dice en el libro que tal vez lo mejor hubiera sido, en ese momento, que cada quien (que cada tendencia política) hubiera seguido su rumbo por separado. No estaría mal que el Ingeniero abundara posteriormente al respecto.


Otro tema que ocupa un espacio amplio es la insurrección del EZLN. Cárdenas explica las razones de sus simpatías con ese movimiento, y el por qué –a pesar de su inconveniencia electoral- decidió visitar los campamentos zapatistas durante la campaña de 1994. Da cuenta de sus labores de mediación y también se afana en responder a las acusaciones que, hace una década, le lanzaron, primero, el comandante Tacho y, después, el sub Marcos. Los puntos de vista de CCS son interesantes, pero sorprende –en un político de su experiencia- que haya notado que los comandantes zapatistas no podían explicarse por qué los enviados de Gobernación no contaban con todo el poder para la negociación y él, a su vez, no se explique que, a principios del Siglo XXI, el movimiento zapatista tenía al menos tres cabezas con posiciones y seguidores diferenciados: Tacho, el más radical, Moisés, el más conciliador y Marcos, intentando hacer equilibrismo entre ellos.


Finalmente, está el análisis de la situación actual del PRD, su descomposición en facciones, en lucha perpetua por puestos de poder o de burocracia, y alejados de las tareas de organización y de las demandas de la población. Cárdenas entiende que las tribus se desataron sólo después de su dirigencia y, tras desmarcarse del desbarajuste, señala que ese tipo de partido lo que menos hace es discutir el rumbo de la nación y tener un proyecto de país.


Cuauhtémoc reserva sus penúltimas balas para deslindarse de las acusaciones de haber boicoteado la campaña de López Obrador en 2006 (y, de paso, nos recuerda de la capacidad de Elena Poniatowska para insultar a las personas inteligentes del país). Rememora que se opuso activamente al desafuero de AMLO, da cuenta de que no había condiciones para una competencia equitativa por la candidatura del PRD –la maquinaria entera trabajaba a favor de López Obrador-, señala con dolor la presencia destacada de personas que trabajaron activamente en su contra, durante el “salinato” (y uno no puede sino pensar en Manuel Camacho y su grupo, donde también está Marcelo Ebrard), insiste en la negativa del grupo alrededor del tabasqueño a discutir los proyectos de nación (y critica fallas y omisiones en los 20 y los 50 puntos de AMLO, la principal de las cuales, a mi juicio, es su idea de país chiquito y pobre) y culmina con un señalamiento explícito al clima de intolerancia y de linchamiento que generó el lopezobradorismo contra cualquier disidencia, así fuera la más mínima y con una censura sensata a ese delirio que fue el plantón postelectoral.


Las críticas a lo que son y representan los dos precandidatos más visibles del PRD al 2012 pudieron haber sido las últimas balas de Sobre mis Pasos. Pero no. Cárdenas reserva su alegato final a un diagnóstico descarnado del país y a una serie de propuestas, que a lo mejor son insuficientes y tienen un ligero sabor a antiguo, pero que son valiosas por el mero hecho de plantear, así sea a grandes rasgos, un proyecto de nación. Cuauhtémoc seguirá dando lata. Por fortuna, habría que agregar.

jueves, enero 20, 2011

Biopics: La visita de Heberto Castillo

No pasó mucho tiempo para que Heberto Castillo y algunos miembros del Comité Nacional del PMT visitaran Culiacán, con la intención declarada de discutir con los compañeros sinaloenses la carta que el Comité Estatal había enviado unos meses antes, en la que criticábamos algunas actitudes presentes en el partido y solicitábamos la realización de una Asamblea Nacional Extraordinaria, que limara asperezas y redirigiera al partido hacia una democratización interna.
Uno pudiera pensar de entrada, “qué democrático Heberto, dispuesto a discutir y que incluso viaja a provincia a hacerlo, con una parte de la dirigencia”, pero pecaría de ingenuo. Aquella visita era producto de un cálculo político. El ingeniero Castillo estaba consciente de dos cosas, que el PMT tenía una importante presencia organizativa en Sinaloa, probablemente la mayor en todo el país, y que el Comité Estatal coqueteaba con las posiciones cada vez más evidentemente rupturistas de Gustavo Gordillo, exigía definiciones, criticaba, demandaba democracia interna… en fin, que era una molesta piedra en el zapato.
En esa lógica, expulsar de un plumazo, desde el centro, a los dirigentes locales, podía tener consecuencias negativas para el partido, porque hubiera significado algo muy cercano a la desintegración de una fuerza con la que contaba. Tampoco iba Heberto a acceder a peticiones que consideraba impertinentes. El sentido de la visita era sondear los ánimos del partido en Sinaloa y, de ser posible, organizar allí mismo una suerte de golpe de Estado que tumbara al Comité Estatal o, si se encontraba una fisura en éste, se deshiciera de sus miembros incómodos.
Esa intención era clara para todos los miembros del Comité Estatal, inclusive para quienes no habían tenido contacto alguno con la tendencia de Gordillo. Nosotros habíamos comentado la carta con cada uno de los presidentes de los comités municipales, y lo volvimos a hacer la semana previa a la reunión, a la que también invitamos a algunos dirigentes de comités de base, sindicales y campesinos.

La reunión fue en la sede del partido. Nos habíamos cambiado del primer, minúsculo, local, a la que había sido la casa de huéspedes de la mamá de Jaime Palacios, que era mucho más amplia y que había sido acondicionada luego de una fiesta inaugural de paga. Tenía oficinas, biblioteca y un aula en el que cabían cómodamente unas sesenta personas. Nada que envidiarle a la sede nacional. Era la primera muestra de fuerza.
La segunda muestra fue de unidad. Tal y como esperábamos, lo primero que hizo Heberto fue preguntar a los miembros de los comités municipales si habían leído la carta. Todos respondieron que sí. Como retándolos, el ingeniero Castillo les preguntó acerca de su contenido, y tanto el presidente del comité de Ahome como el de La Cruz de Elota se la fueron detallando. No contento, Heberto preguntó si estaban de acuerdo con lo que decía, y la respuesta fue que sí.
Esto obligó al Ingeniero y a Demetrio Vallejo a discutir el contenido de la carta. Mientras que el viejo y limitado líder ferrocarrilero insistía en su cantilena de “primero afiliar, después hacer política”, Heberto decidió agarrar el toro por los cuernos, y señalar que el retrato que se hacía de las dos posiciones, los “inconformes” y los “seguidistas”, era desigual. En la carta, al “seguidismo” se le acusaba de “castrar la iniciativa creadora del militante” mientras que los “inconformes” tenían “experiencia previa y formación política”. Enfatizaba de manera burlona eso de “experiencia previa y formación política”, con la intención de subrayar las diferencias entre esos “inconformes” y las bases. Topó con pared entre los asistentes.
Cuando insistió en el tema, del Comité Nacional salieron dos matices. Renato Palacios aseguró, casi rogando, que los del Estatal no éramos intelectuales, sino profesores a quienes el trabajo de masas había alejado de las pretensiones académicas; yo, en cambio, recordé que Heberto tenía experiencia previa, en el MLN, en el 68 y en otros movimientos, que Vallejo la tenía en el movimiento ferrocarrilero, que cada quien llegaba al partido con una historia, y Guevara dijo que para qué leernos las cartas, si ya sabíamos quienes éramos.   
Heberto entendía perfectamente que cuando nuestro documento criticaba “la práctica de sustituir al partido por la organización del partido, que puede degenerar en la sustitución del partido por el Comité Nacional… e impediría que el partido se convirtiera en un instrumento de los trabajadores” habíamos omitido una línea, que quedaba implícita para quien supiera interpretar: “y en la sustitución del Comité Nacional por un caudillo”. Ni más ni menos que la ruta de Stalin. Por eso señaló que nuestro documento no tenía como intención hacer que la disidencia refluyera en el partido mediante la democracia, sino mellar la autoridad del Comité Nacional y buscar posiciones de poder para nosotros.
Cuando varios compañeros de base y de los municipales le dijeron que ellos no lo veían así, Heberto cometió un error cultural, que terminó por definir aquella reunión. “No sean simples”, les dijo. En Sinaloa, “simple” es sinónimo de estúpido. La reacción furibunda sorprendió al Ingeniero: gente sencilla, cuadros menores del partido, le reclamaba airadamente; ellos habían venido a platicar y a aprender, no a ser insultados. Heberto tuvo que disculparse, y pasamos a discutir qué entendíamos nosotros por “línea política” (priorizar con acciones los puntos del programa partidario, explicamos).

Luego fuimos a cenar con él, con Vallejo y con el mudo Secretario de Relaciones Campesinas, en un ambiente bastante más relajado. En corto, Heberto era, además de listo, muy simpático (“Rius –ya saben que es vegetariano- me presentó el otro día en Cuernavaca a sus hijos; ‘en su vida han tenido un resfriado’, me dijo, y yo veía a las criaturas flaaacas, pááálidas… no hay nada como una buena carne”, comentaba mientras partía un jugoso filete), y ya no quería broncas, por ahora. Las compañeras de la Secretaría de Asuntos Femeniles del Comité Nacional querían hablar con las mujeres del partido en Sinaloa, y se fueron por su lado a cenar con Armida Campos, la maestra Conchita –dirigente en Los Mochis- y Lorena, la Jose y Patricia, esposas de Jaime Palacios, Arturo Guevara y mía. Llegaron entusiasmadísimas, sobre todo por la marcha de mujeres, de la que no habían tenido noticia en México. “Hay mucho que aprender acá”, dijeron, para desesperación de Heberto. Aquel intento por defenestrarnos había fracasado de manera estrepitosa.

martes, enero 18, 2011

En el consultorio del Doctor Fausto

Sí doctor, si usted quiere que le platique, se lo platicaré. Fue por esa maldita obsesión de ligar, la necesidad de mostrar mi competencia. Había pasado yo dos semanas en Londres, con una tristeza y un frío tremendos. La lluviecita se me había metido hasta el alma, usted sabe, los ingleses van por la vida sin saludar, sin mirar a los ojos, como si uno fuera transparente o inexistente. Y encima de todo se me ocurrió ir al cine a ver una de Fassbinder. No se imagina la depre, doctor. Ya me andaba por regresar a Italia: aquí la crudeza del invierno se contrapone al calor de la gente, de los amigos, de los familiares. Fue con esa expectativa que me subí al avión, pensando que iba a renacer. Ahí fue que conocí a Jenny. Está uno queriendo salir de la jodidez, toma su asiento en el avión y se encuentra a su lado a una clásica beldad anglosajona, con un rostro y un físico perfectos, ¿se imagina usted qué rico? Pero déjeme decirle –tampoco estoy aquí para impresionarlo- que su perfección era totalmente standard, y con eso era bonita sin ser bella, pretty sin ser beautiful, mi doc. Como que la auténtica belleza exige algún rasgo distintivo, algún defectillo que no lo es. O será que yo llevaba varias semanas de abstinencia, ella no era tan bella y no le encontré defecto alguno, no sé. El caso es que le hice conversación. La chava era estudiante de idiomas y como parte de la carrera había que vivir un año en el extranjero, eso me dijo. Había conseguido un puestecito de maestra de inglés en Novara y ahí la sobrellevaba, aburrida hasta el cansancio de ese pueblote semimuerto, pero con enormes ganas de aprender algo nuevo, según decía. Después de haber iniciado la charla, como que me ganó la timidez, pura inseguridad –se sabe-, y me quedé en silencio. Entonces, con esa singular tendencia que tienen los anglosajones de relacionar todo con la estética, me pidió que mirara por la ventanilla el cuarto menguante lunar.

-De sueño ¿no? –me dijo alzando sus ojos claretes.

-Sí, cómo no –respondí mientras buscaba en cada bolsillo mi encendedor.

Así que me puse despreocupadamente a fumar. ¿Usted cree que haya sido para darme importancia? De todas formas, mis bocanadas correspondieron a sus esfuerzos para que yo reaccionara a la belleza del paisaje sobre las nubes. Una puesta de sol, mi doc. Para halagarla, conocedor del gusto de los ingleses por su propia cultura, hice una referencia a Turner y más tarde –luego de que ella me rozó la espalda para señalarme el cambio de panorama- recordé a Burne-Jones y me puse a hablar de la intemporalidad de la pintura de los prerrafaelitas en consonancia con la ausencia de tiempo en el cielo. En el sky, doc, no en el heaven. Ya sé que son mamadas, también sé que normalmente funcionan pero, para mi sorpresa, las referencias culturales no la excitaban. ¿De qué raza de inglesa se trataba? Y recuerdo que yo tenía ganas de buena conversación, que en Londres había estado de lo más solo y que de pura suerte me encontré compañeras italianas que trabajaban en un bar. ¿Usted es compañero, doctor? ¿Ese puño si se ve?

En fin, que esa británica no pelaba la cultura burguesa. Entonces que toma la revista The Economist, que estaba frente a mi asiento, voltea con una sonrisa entre socarrona y espantada, y me espeta:

-No es tuyo ¿verdad?

Jenny hojeaba la revista con un desprecio supremo. Y yo para mis adentros: “Ese desprecio va para mí y yo ¿qué hice para merecerlo?”. Luego mejor me dije: “De seguro es compañera, ya la hice”.

-No me digas que te asusta la basura de derecha. Es necesario saber qué piensan ellos. Marx leía The Economist” –le digo.

-A mí qué. Yo soy anarquista –entorna los ojos y me dice con voz de contralto cabrona.

¿Qué puede hacer uno ante esas provocaciones? ¿Qué puede hacer un buen stalo-trosko-gramsciano democrático? Iniciar una discusión política, que acabó en un monólogo peor que este, doctor. El pedo es que ella parecía no estar demasiado atenta, pero me había puesto en jaque con su anarquismo y yo la veía erguida, orgullosa, altiva, tanto como para insistir en una coca-cola con una azafata evidentemente harta y sin duda sindicalizada.

Nos pasaron unas formas para llenar, porque estábamos por aterrizar. Mientras ella escribía su nombre me dediqué a admirar la lisura de su rostro, la natural placidez de sus movimientos. Hicimos breves chascarrillos por el miedo pánico que durante todo el viaje expresó la anciana del asiento de atrás, y que crecía conforme se acercaba el momento del aterrizaje. Luego, así como para rematar, le hice una pregunta sobre el movimiento anarquista inglés (oiga mi graduado, ¿no tiene un cigarrito que me regale? Palabra que lo puedo sostener), le hice la pregunta y viera usted su sonrisa. De manantial.

-No soy anarquista –me dijo-. No sé nada de política. Ustedes los italianos siempre se aceleran con la política. Es divertido verlos.

Touché, mi doc, sonrisa cómplice ya, mi doc. Se cayeron de madrazo todos los velos. Usted ve que con las compañeras si no habla uno de sindicatos ya no la hizo, y ahora venía la comunicación real, esa que está hecha de miradas y de tacto, de fertilísimos segundos de complicidad. Por eso la sonrisa. ¿Se sonríe usted también, mi eminencia? Y me liberaba de la carga del monólogo que, como ve, es mi fuerte, pero con una mujer es fatal.

Así, a la hora del aterrizaje, Jenny mesó sus cabellos, sonriéndome, jugó a que era la viejita y que ya veía venir la acción de los escuadrones de salvamento ante el inminente impacto. Me tomó de la mano, la apretó y fluyeron las vibras, como dijera el hippie. Era temor a la soledad, a la de Novara, a la de Inglaterra. Qué me iba a imaginar lo que pasó después y eso que sueño despierto a lo loco. Me esperó después de retirar el equipaje, también en la cola aduanal. Recuerdo su sonrisa y me estremezco. ¿Por qué, doctor, luego de todo lo que pasó? Me vino a la mente, ya inspirada por la confianza que ella me había tomado, la tonadilla de Donovan, “Jennifer-Juniper”. Se la canté en lo que compramos el boleto de autobús hacia la terminal. “Jennifer”, le dije y lo repetí muchas veces porque es hermoso llamar a las personas por su nombre, doctor Fausto Pizzocher, el nombre lo llevan en la cara. Es como hacer el amor de frente. Hablo de mujeres, doctor, no sea cabrón.

El caso es que Jenny me sorprendió con la pregunta que yo quería escuchar: “¿Dónde vas a pasar esta noche?”. Me sorprendí a mi vez con una respuesta medianamente imbécil: “En mi departamento de Módena, a dos horas de tren de aquí”. Ya no oí bien lo que siguió porque se armó un desmadre en el camión, porque estaba semivacío pero ya todo apartado por unos aprovechados que viajaban en grupo. Me hice de un espacio minúsculo en el asiento de atrás y Jennifer no consiguió lugar. Entonces me empezaron a asaltar las dudas existenciales. Imagínese mi gran dilema, doc: si le doy el lugar y es feminista, soy sexista y ya me fregué; si no se lo doy, a lo mejor quedo como descortés, porque si es feminista puede que salga con que no es feminista, y viceversa. Me pasé la mitad del trayecto observando el reflejo de Jennifer en los vidrios laterales y así, a medio camino, como de rayo sentí el impulso de cederle el lugar. Carajo, se lo merecía y a mí me dolía el riñón. No sé por qué me dolía, doctor Fausto, no sé, pero Jennifer utilizó mi oferta para remover algunas maletas del espacio trasero y acomodarse con gusto junto a mí. ¿Se da cuenta? Yo pude haber hecho eso, pero no se me ocurrió por andar pensando pendejadas de feminismo sí, feminismo no. A cada curva, Jenny soportaba las maletas que se le venían encima. Con voz sensual le dije que se recargara en ellas. Obedeció y se puso a dormitar, y yo a regocijar mi vista en ella. Apenas abría un ojo, me buscaba con él.

Me deja seguir ¿no? Estamos en el momento axial. En el autobús preparaba yo mentalmente diversas fórmulas con el propósito de inducirla a pasar la noche conmigo. Let’s spend the night together. Pensé en que nos podríamos quedar en un hotel de Milán, pero qué tal si tenía menos de 21 años, muchos pedos me han causado esas leyes medievales, mi doctor honoris causa. Más conveniente resultaba invitarla a Módena, con el inconveniente de las dos horas de tren. Yo me hubiera lanzado hasta Novara, pero ella vivía con una anciana y no supongo que… Al cabo le pregunté cuándo empezaban sus clases, dijo que el miércoles. Había tiempo.

Cuando llegamos a la estación de trenes ella, muy británica, me agradece haberla acompañado. Fíjese doctor, ella me había esperado dos veces, de seguro pudo haber tomado un autobús anterior, ir sentada. Diga si no era maravillosa, doc. “Soy yo el que debe agradecer”, le digo, “ha sido bello conocerte… podría haber oportunidad de que vinieras conmigo”, y bajo un poco la voz, esperando respuesta, “si no interfiere demasiado con tu trabajo”. Acto seguido le doy dos besos en la mejilla y ella se sonroja, tal vez porque no esperaba que los besos fueran tan prolongados. Sí doctor, estos victorianos. Ella vaciló. Yo advertí su vacilación y la tomé del brazo.

Espérese, gran galeno, que falta. Mi tren no salía hasta las once, y a las 10:30 estaba programado uno para Novara. Inmediatamente me di cuenta de que Jenny lo notó, así que la encaminé al bar. Ordenamos dos vasos de vino y me coloqué entre su rostro y el reloj de pared. Después de un cuarto de hora estábamos hechos.

Conseguir lugares en el tren requirió de un gran desplante de oportunismo, porque no crea usted que es fácil, luego de un viaje tan largo, ganarle un lugar a millares de napolitanos que regresan del futbol. Dos lugares tibios, en los que Jenny y yo caímos en romántico sopor, ella colgada a mi cuello. Llegamos con retraso, qué cree usted.

Ahora imagine mi departamento. Bien puestecito, pero helado, porque dejé apagada la calefacción. Beso a Jennifer, decidido a que nos calentemos juntos. Voy por brandy y preparo dos vasitos, que apuramos con facilidad, abrazados el uno al otro. Bueno doc, usted sabe que luego de un viaje uno se siente sucio y pegadote, pero también que hacer el amor sudadones y oliendo a gente puede ser de lo más agradable. Y no se le olvida que bañarse juntos un hombre y una mujer es una delicia, cuantimás si llevan cinco horas de conocerse. Qué mejor que prepararlo todo para un reconfortante baño de burbujas y dejar que el destino decida si será para antes o para después. Nomás que yo o veía donde estaba el piloto. Apretaba el botón, abría la llave del gas, metía el encendedor y nada. Repetía la operación y nada. A lo mejor hay que aflojar ese taponcito que se ve cuando ilumino. Dos vueltas y fuera va el tapón, qué mamadas. Y allí fue que metí la mano, el encendedor, la flama, el fogonazo y que llego al hospital a conocerlo, mi estimado dermatólogo.



Este es el "cuento chusco" al que hago referencia en la entrada sobre los Watson. Se publicó en etcétera en 1995, y lo recuperé gracias a que Raúl Trejo es un hombre muy ordenado y un mejor amigo.

jueves, enero 13, 2011

Ciudades que me sueñan: Roma*


Hay ciertas ciudades con las que sueño recurrentemente, pero que son muy diferentes a las reales. Tengo la impresión de que esas ciudades tienen vida propia y deciden que yo las visite. Como el Cáucaso para Kaspar Hauser, me sueñan.

Una de esas urbes se llama Roma. He estado allí tres veces, siempre en distintas zonas. Además de que en el sueño que estoy en Roma, siempre hay algo que me lo ratifica. La primera vez que esa ciudad me visitó recorrí sus siete colinas. Hice incluso el periplo completo. En un monte que se llamaba Aventino habían redescubierto templos de la época imperial. Era un gran parque y en la noche de verano la gente hacía picnic en los prados, junto a las blancas rocas pulidísimas. Yo buscaba un lugar, tal vez mi hotel, pero sólo pasaba de una colina a otra. Siempre regresaba al Aventino. Reconocí el Teatro Marcello, con el edificio medieval sobre la estructura imperial; subí el monte de San Anselmo, donde hace más de veinte años descubrí la perspectiva y me asomé por una cerradura desde la que normalmente se ve el pasillo de un jardín que tiene como centro la cúpula de San Pedro. Ahora el ojo me llevaba a un centro que contenía una fuente con el rostro de Antinoo.

La segunda vez que Roma me visitó en el sueño, los monumentos se me venían encima. La pátina del tiempo era enorme. Yo bajaba las escaleras del Campidoglio, seguidos por las ocas y por una teeny bopper canadiense. Pero esas escaleras diseñadas por Miguel Ángel aumentaban de pendiente. A la derecha seguía estando Plaza Venezia –porque así se llamaba-, pero era irreconocible, llevaba a callejones ocres, en los que las casas vomitaban estatuas. Los romanos caminaban como si nada, con sus periódicos partidistas bajo el brazo; se escuchaba el ruido de las motonetas, cuyos ecos rebotaban entre los edificios, sin un árbol que los amortiguara. Yo buscaba la casa de mi amigo Claudio, un teléfono para hablarle, un bar para que me vendieran un gettone para poner en el teléfono que debía encontrar, una calle en la que hubiera un bar. Daba vueltas y Roma parecía desmoronarse, pero evidenciaba que hacerlo le tomaría otra eternidad.



El domingo fui visitado por tercera vez. Era Roma, de nuevo. En los puestos de periódicos vendían la edición de L’Unità-L’Avvenire –porque el periódico comunista se había fusionado con el cabezal católico-; los camiones habían entrado en la moda de pintarse y anunciaban a la ciudad, con los murales que se descubrieron durante la construcción del Metro en la película de Fellini-Roma. Como en el filme, los murales de los autobuses se iban lentamente desvaneciendo por el contacto con el aire. Visité otra parte de Roma, más moderna y modesta, con edificios multifamiliares, en busca de una dirección. En una inesperada vuelta, me encontré con un enorme palacio rococó. Era el Ministerio de Justicia, al que habían tardado diecisiete años en quitarle la pátina del tiempo. En la plaza frente al monumental edificio, unos yuppies tomaban el refrigerio. Miraban una estatua de bronce montada en una de las esquinas. Era Esopo y en la mano izquierda cargaba una esfera. En el ocaso, el sol iluminó la esfera. Maravilla: Esopo llevaba el sol en la mano. Era la señal que esperaban los yuppies para volver. Salí de ahí, esperando encontrar la dirección. Se me interpuso un mercadillo que recorrí en carretilla, entre telas y naranjas. Me detuve frente a un edificio que alguna vez estuvo pintado de anaranjado. Subí las escaleras y llegué hasta la azotea, pero no encontré el departamento. Desde la azotea vi cómo los últimos golpes del sol doraban las cúpulas de Roma, mientras la noche empezaba a penetrarla. 


*Publicado en el suplemento Crónica Dominical, número 46; 16 de noviembre de 1997

miércoles, enero 12, 2011

Biopics: La fundación del SUNTU


En octubre de 1979 tuvo lugar la asamblea fundacional del Sindicato Unico Nacional de Trabajadores Universitarios, producto de un esfuerzo organizativo desplegado, sobre todo, desde la UNAM. Se trataba de unificar a todas las organizaciones sindicales de educación media-superior y universitaria, tanto académicas como administrativas y de luchar, de manera conjunta, porque las relaciones laborales se encuadraran dentro del Apartado A del Artículo 123 de la Constitución, que es el que rige para la mayoría de los trabajadores (los sindicatos de burócratas están bajo el Apartado B, que limita algunos derechos, como la huelga y, en aquella época, se discutía una iniciativa, propuesta inicialmente por el rector Soberón para que se adicionara un Apartado C, todavía más restrictivo, para los trabajadores de la educación media-superior y universitaria. En los meses anteriores, algunos activistas sindicales, como Alejandro Pérez Pascual y José Woldenberg, habían estado en Sinaloa, promoviendo el SUNTU.
En el congreso sindical realizado aquel verano, nuestro sindicato, el SPIUAS, había aprobado entrar a la organización nacional. Poco después, se eligieron los delegados a la asamblea constitutiva. De los 15 que resultamos electos, seis éramos del PMT.

Si bien la dirigencia nacional del partido había insistido en que no participáramos en política universitaria, nosotros lo habíamos hecho y, considerando que en este caso nuestra actividad era sindical –y el partido abogaba por movimientos democráticos en todos los sindicatos nacionales-, les avisamos que seríamos delegados. Entonces Heberto nos citó en las oscuras oficinas que tenía en la calle de Bucareli.  
Allí recalamos, y nos encontramos con que, en total, había ocho pemetistas delegados a esa asamblea: los seis de Sinaloa y dos de la UAM, Maximino Ortega y René Bejarano (quien un cuarto de siglo más tarde alcanzaría fama nacional como “el señor de las ligas” en los videoescándalos de corrupción). Como quien dice, salvo por nosotros los de la UAS, el PMT no pintaba.
De aquella reunión, resultó que los puntos de vista de Heberto Castillo sobre el sindicalismo universitario coincidían bien poco con los nuestros. Para nosotros, lo fundamental era formar un gran sindicato nacional y adscribir a los trabajadores al Apartado A. Para él, mantener “la independencia frente al charrismo sindical”. Le dimos a entender que, a nuestro juicio, no había charrismo en el sindicalismo universitario: si acaso, algunos gremios burocratizados, allí donde los administrativos no se habían fusionado con los académicos. Para él, prácticamente todos los dirigentes eran charros. Por eso, nos dijo, teníamos que votar en contra de la propuesta de integrar al SUNTU al Congreso del Trabajo, porque se contaminaría.
Alegamos, primero, que la entrada del SUNTU al CT sería como meter una cuña democrática en la estructura sindical tradicional, y que no chocaba con la línea del partido, de movimientos democráticos en cada sindicato, porque incluso podían desarrollarse relaciones entre las corrientes democráticas del sindicato universitario con las que había en aquellas organizaciones controladas por los charros, porque finalmente allí estaba la mayoría de la clase obrera. Alegamos, después, que aprobar la entrada al organismo cúpula sindical ayudaría a que los diputados obreros votaran a favor de mantener a los trabajadores universitarios dentro del Apartado A. Se rio burlonamente y dijo que de todos modos había que votar en contra de entrar al CT.
Entonces intervinieron Arturo Guevara y Renato Palacios, para decir que nuestro sindicato había aprobado en su congreso, en el que también habíamos sido delegados, su integración al SUNTU y al Congreso del Trabajo.
-Ustedes háganse los occisos –fue la consigna de Heberto.
-Entonces, entre el partido y el sindicato, la línea del partido –se atrevió a decir Guevara.
-Lo dicho. Háganse los occisos.
Ya ni le dijimos que los sindicatos en los que el PMT sinaloense tenía más influencia estaban afiliados a la CROC y a la FSTSE, y que jamás se nos hubiera ocurrido sacarlos de esa bolsa mínima de protección.

La asamblea constitutiva, muy animada, se realizó en la Sala de Armas de la Magdalena Mixhuca. Estábamos ahí representantes de 50 mil trabajadores de 36 universidades, y había gente de prácticamente todas las corrientes de izquierda del país. Max y Bejarano fungieron, todo el rato que estuvimos en la sede del evento, como verdaderos comisarios políticos. Una sensación desagradable, porque teníamos la impresión de que Heberto estaba buscando algún pretexto para decapitar a la dirigencia estatal en Sinaloa, y aquellos eran sus orejas. Al grado que una vez, en corto, decidimos que votaríamos por la línea del partido sobre el Congreso del Trabajo si la elección estaba abierta y por la línea del sindicato si estaba cerrada. Rápidamente nos dimos cuenta de la correlación de fuerzas –y que los puntos de vista de Heberto coincidían con los de la ultra minoritaria- y tiramos el voto sobre el CT.
Al mismo tiempo, teníamos reuniones con los compañeros del Consejo Sindical, que estaban entre los principales impulsores del sindicato nacional. Particularmente, con Pablo Pascual. No recuerdo si fue en casa de mis padres o en la de Pepe Woldenberg que quedamos en participar en la planilla de unidad democrática, con gente del Consejo y del PCM. Renato Palacios ocuparía una subsecretaría del naciente organismo nacional. Los comisarios Max y Bejarano mostraron tremenda cara de sorpresa cuando se leyeron los nombres de los integrantes de las planillas: estábamos en la de sus contrarios, los “reformistas”… pero oficialmente no habíamos roto con la línea del partido. Y, por supuesto, ganamos esa votación. Meses después, los diputados federales decidieron que los derechos de los trabajadores universitarios quedaran a salvo, dentro del Apartado A.



lunes, enero 10, 2011

Ecos de Eco: los complots y el eterno Simonini


Una de las características de una buena novela es que, aunque nos hable de tiempos lejanos, tiene ecos que reverberan en nuestro tiempo y en nuestra vida. Es el caso de El Cementerio de Praga, la más reciente obra de ficción de Umberto Eco. 

Una de las características de nuestro tiempo es la tendencia a imaginar confabulaciones allí donde se juntan casualidades, a confundir la imbricación de intereses con la conspiración, a tener problemas en la distinción entre lo falso y lo verdadero, entre la noticia y la opinión, entre el hecho y el invento.

Una de las características de una mentalidad autoritaria es suponer que siempre hay una mala intención escondida detrás de cualquier argumento contrario. Que quien difiere es parte de un complot. Que vivimos en un mundo dominado por la mala fe, más que por el caos y la estupidez.

Eco nos cuenta en la novela la vida de Simone Simonini, un falsificador del siglo XIX, que terminará convirtiéndose en el autor principal de esa gran impostura que es Los Protocolos de los Sabios de Sión, el panfleto antisemita usado por el gobierno zarista, primero, y por los nazis, después, para justificar ideológicamente la persecución de los judíos.

Simonini es un mercenario muy astuto, misántropo –pero todavía más misógino-, que se pone a las órdenes de diferentes servicios secretos, a veces de manera simultánea, y que termina por realizar una relevante carrera criminal. Es un hombre calculador y servil, sin principios, ni ideales, capaz de traicionarse a cada paso. Sin embargo, sobrevive y, a su manera, triunfa.

El Cementerio de Praga está poblado, casi en su totalidad, por personajes históricos reales. Como real es el hecho de que la farsa de la gran conspiración judía está basada en el Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly (sólo que los judíos ocupan el lugar de Napoleón III), y en novelas de Eugenio Sue y Alejandro Dumas, padre.

¿Cuál es la base del éxito de Simonini? Eco nos lo explica en la novela:

“¿A qué aspira cada uno, tanto más cuanto más desventurado y menos amado por la fortuna? Al dinero, pero conquistado sin esfuerzo, al poder (qué voluptuosidad mandar sobre un semejante, y humillarlo) y a la venganza por todos los agravios sufridos (teniendo en cuenta que cada cual en su vida ha soportado por lo menos un agravio, por pequeño que sea)”.

“¿Por qué se me han negado favores concedidos a otros que los merecen menos que yo? Puesto que nadie piensa que sus desventuras puedan ser atribuidas a su poquedad, tendrá que encontrar un culpable. Dumas ofrece a la frustración de todos (a la de los individuos y a la de los pueblos) la explicación de su fracaso. Ha sido alguien, reunido en el Monte del Trueno, quien ha proyectado su ruina…”

El asunto para los falsarios, entonces, es dirigir esa frustración para obtener el control de la población. Eco no se hace tonto, la novela está llena de conspiradores, dentro y fuera del poder, y lo que hacen los primeros es complotar para reventar las pequeñas conspiraciones verdaderas y elaborar conspiraciones falsas, para enardecer a los fieles.

¿Quién complota? Los servicios secretos de los Estados, en primer lugar. También la Iglesia, y las distintas órdenes dentro de ella. El principal beneficiario de los complots no es ni el Estado ni la Iglesia, sino los propios servicios secretos o los grupos clericales de poder, así como sujetos económicos interesados en que las cosas vayan de una determinada manera.

La búsqueda de un enemigo común del pueblo simple suele redituar políticamente. Si en un momento fueron los masones o los judíos –ese “pueblo deicida”-, luego lo serían los comunistas –o, por contra, el Estado Mayor de la Burguesía, reunido para decidir cómo explotar más a los proletarios-, los inmigrantes o la Mafia del Poder. Siempre será una voz autoritaria y paternalista la que nos advierta de la amenaza externa, la que porta quien es diferente a nosotros. (Y ya sabemos -Díaz Ordaz dixit, tal vez convencido- que el movimiento del 68 era un complot para arrancarle a México su gran fiesta que eran los Juegos Olímpicos).
 
Lo que también nos dice la novela es que buena parte de la historia moderna está fundada en una plataforma de falsificación, que funciona gracias a la vorágine de irracionalidad con la que suele manejarse la política. Y que detrás de ella gozan personajes igualmente falsos, pero sobre todo vacíos, como Simonini.

Dice el personaje de la novela: “Mejor no poseer ningún secreto y hacer creer que uno lo poseía. Era como vivir de rentas o disfrutar las entradas de una patente: tú te rascas la barriga, los demás se jactan de haber recibido de ti noticias perturbadoras, tu fama cobra vigor y el dinero te llega sin mover un dedo”.

Hoy los herederos de Simonini tienen residencias de lujo en paraísos fiscales, son amigos de poderosos políticos, a quienes hacen socios de sus negocios, logrando que ellos pongan bienes públicos a su disposición y juntos obtengan beneficios privados. También gozan de relaciones privilegiadas con los grandes medios de comunicación. 

Y, por supuesto, los servicios secretos de los Estados y la Iglesia, entre otros, siguen complotando. Pero cada vez más mal.

martes, enero 04, 2011

Biopics: La invasión de Guamúchil


Jaime Palacios llegó bastante excitado a una de las reuniones del Comité Estatal Sinaloa del PMT. Había hecho contacto con un grupo de desplazados por la Operación Cóndor antidrogas, que llevaba a cabo el Ejército en la zona de Badiraguato, que se habían trasladado a Guamúchil para rehacer su vida y hacía unos días habían invadido un predio federal, del que fueron desalojados por la fuerza. La intención de Jaime era que el partido apoyara una nueva invasión a esos terrenos.

Mi respuesta, y la de Arturo Guevara, fueron negativas. Era meternos con Sansón –el gobierno federal- a las patadas. Propusimos que se buscara otra zona para el asentamiento, y así el partido apoyaría.

-Pero es que la gente ya se encariñó con esas tierras –argumentó Jaime.

-¿Cómo chingaos se van a encariñar con un lugar que ocuparon por tres días? –rebatió Guevara.

Por mi parte, ataqué la posición de Jaime por “subjetiva”, porque hablaba de las miradas tristes de los invasores desalojados, como para enternecernos.

Entonces Renato Palacios sugirió que él iría a Guamúchil a sondear si había algún ejido, amenazado por la mancha urbana, dispuesto a negociar una invasión, que nosotros asesoraríamos. Su moción fue aprobada.
No tardó mucho en encontrar el lugar adecuado, que además tenía una ubicación mucho mejor que el original. Habló con la asamblea del ejido Mochomos, que estaba a la orilla sur de la ciudad y ellos accedieron, con dos condiciones: que se les pagara la cosecha de lo que estaban sembrando y que se dotara a los ejidatarios de buenos terrenos para poder fincar. El grupo de desplazados de Badiraguato estuvo de acuerdo con esos términos y el partido organizó la invasión de tierras.

Un par de semanas después fui a la zona, que ya era un hervidero de gente. Estudiantes de ingeniería, al mando del Zurdo Ríos, ya habían delimitado calles y manzanas y ahora hacían mediciones de cada terreno. Varias casuchas ya se habían levantado y en algunos predios asomaban tabiques y castillos, prefigurando casas en forma. En una carpa situada estratégicamente, despachaba Renato, convertido en el dirigente de la invasión: ordenaba a unos estudiantes de ingeniería por acá, a unas señoras por allá, daba instrucciones a unos hombres, por otro lado. Se le veía bastante cansado, pero se mostraba capaz de controlar su tendencia a exasperarse y explicaba las razones de todo, al tiempo que escuchaba con atención argumentos y opiniones contrarias.

Después fue la negociación con las autoridades municipales, que estaban dispuestas a agilizar la regularización de los terrenos y la dotación de servicios básicos, además de poner una escuela primaria, si los invasores abandonaban a favor del municipio las manzanas que estaban a pie de carretera (y que, lógicamente, pasarían a ser las de mayor valor comercial). Mientras que yo estaba de acuerdo en conceder lo que pedía el municipio, en el comité la opinión mayoritaria era la de luchar por esos servicios, que a fin de cuentas eran un derecho de la gente.

-Pues sí -les dije-, son sus derechos, pero si no negociamos se van a tardar mucho más en ejercerlos.

Ganó la lógica de hacer del partido “escuela de lucha”.

Donde sí pude poner mi impronta fue en el nombre de la colonia. Los colonos le habían dicho a Renato que él la bautizara. Renato había pensado en ponerle Heraclio Bernal, en honor al revolucionario sinaloense. A mí me pareció que ese nombre era, por lo menos, ambiguo, porque Bernal, además de revolucionario –y tal vez por encima de ello- había sido salteador de diligencias y podía haber asociaciones negativas con el hecho de que aquella pobre gente venía de Badiraguato, conocido como tierra de narcos. Sugerí entonces, pensando en que el periodiquito del partido se llamaba Insurgencia Popular, que se llamara colonia Insurgentes. Y ese es ahora su nombre oficial.


La marcha de mujeres

Poco tiempo después un grupo de madres de desaparecidos políticos sinaloenses realizó –como parte de una protesta nacional- una huelga de hambre frente a la catedral de Culiacán. Todas las organizaciones de izquierda las apoyaron de manera incondicional. Algunos de los jóvenes desaparecidos eran guerrilleros; otros, activistas de la extrema izquierda. A algunos no se les conocía actividad política alguna. El caso es que habían sido capturados por las fuerzas del orden y no estaban presos ni tenían en su contra causa legal alguna, muchos menos tras la amnistía decretada por López Portillo. Tampoco habían aparecido sus cadáveres. Eran una parte de las víctimas de la “guerra sucia”. En los rostros de sus madres se veían, con claridad, los surcos del sufrimiento. Las señoras efectivamente ayunaban, salvo por un caldito ligero de pollo que les traían discretamente en las noches.

A Guevara se le ocurrió una idea genial. El partido organizaría una marcha de apoyo a las madres en huelga de hambre, pero de puras mujeres. La secretaría de relaciones femeniles del partido en el estado estaba acéfala en la práctica, así que todo el comité estatal puso manos a la obra.

La marcha de mujeres fue un éxito total. La principal responsable de ello fue Armida Campos, entonces directora de la Escuela de Enfermería de la UAS, que movilizó cientos de estudiantes. Hubo otro nutrido contingente de señoras de la invasión de Guamúchil, que viajaron indignadas luego de que Renato les platicó el caso de las madres con hijos desaparecidos. También asistieron universitarias de otras escuelas y habitantes de colonias populares con presencia del PMT. Calculamos objetivamente que eran cerca de 900. La prensa, tan proclive a exagerar los números, afirmó que eran más de dos mil. No los desmentimos.

“Nosotras, las mujeres sinaloenses” eran las cuatro palabras iniciales del discurso central, que yo escribí y que leyó una compañera de Aguaruto. ¿Debo agregar que “sólo las mujeres entendemos el sufrimiento de una madre”?

lunes, enero 03, 2011

Cuartetas tintanescas

Hace unos días me acordé, por un fulgor en la memoria, de dos "cuartetas tintanescas" que publiqué en La Jornada Semanal (¿Fue a fines de 1984 o habrá sido en 1985?), en ripio juguetón y homenaje al gran pachuco.  En noviembre de 2013 encontré las dos últimas, y la fecha de publicación: 7 de abril de 1985.

Hace ratón, Dianita, te vi sin túnico,
y ahora albergas vestimenta de mucama,
me acercas el chocolatito a la cama
y tus proas acarician mi ojo impúdico.

¿Dónde cantoneas, si te contoneas,
si suavena y suazuquitar las meneas?
(Soy inocente, nena, cual chavalilla,
y la neta no lo digo por calilla).

Vente acá mi reina, sueño de opio mío:
dura -de perdis-  hasta que me despierte,
no te me alebrestes, no quiero perderte,
porque si te alejas, quedo tieso: frío

Come in a guapachear, que eso es lo nuestro
aunque salga en un ojal de la carátula,
échele usted ritmo, que yo le echo espátula,
y diga a son de conga: "¡Más mezcla, maestro!"