miércoles, enero 25, 2012

Del naufragio como alegoría

Dentro de poco más de dos meses se cumplirá un siglo de la tragedia del Titanic. Mucha tinta correrá para conmemorar el evento y es que, más allá del extraordinario drama humano que significó aquel desastre, visto con la distancia que dan las décadas, fue simbólico en más de un sentido. Era una alegoría del fin de los viejos regímenes que todavía imperaban en el mundo, y que serían barridos muy pronto —en Europa, con la I Guerra Mundial y el advenimiento del fascismo, el comunismo y las democracias modernas; en México, con la revolución que estaba en marcha y que la dictadura de Victoriano Huerta no iba a poder detener—.

Decía el viejo Marx que la historia se repite, pero una vez como tragedia y la otra como farsa. Así parece —en términos relativos, porque también fue trágico—  el caso del naufragio del crucero de diversiones “Costa Concordia”, frente a la isla del Giglio. También este suceso puede ser una alegoría de los tiempos que vivimos, en Italia y en otras latitudes.

El Titanic fue arrastrado al fondo del mar tras chocar con un iceberg en mar abierto. La causa de la enorme mortandad de ese accidente se debe a la insuficiencia de botes salvavidas y el escándalo derivó de que casi todos los pasajeros de tercera clase fallecieron, mientras que casi todos los de primera sobrevivieron. Hubo una cruel selección de clase y —en contra de los cánones de comportamiento vigentes— fueron pocos los caballeros —como el millonario Astor o el único mexicano a bordo, un señor Uruchurtu— que cedieron sus lugares en los barcos de rescate. Se salvaron más hombres “de primera” que niños “de tercera”. Era un síntoma de que el ordenamiento de la sociedad era profundamente injusto.

En el caso del “Concordia”, el accidente no fue en medio de un océano  difícil y gélido, sino en un mar calmo, a pocos metros de la costa habitada. No lo causó el imponderable de un iceberg, sino la estupidez de un capitán que quiso presumir y pasar demasiado cerca de tierra, y se topó con escollos, en el primero de una serie increíble de errores.

Lo que pudo ser un incidente menor, creció a proporciones que lo convirtieron en gran noticia mundial, debido —en primer lugar— a la ineptitud del ya famoso capitán Francesco Schettino, pero también a una serie de negligencias, que hablan de un problema sistémico y que podrían servirnos como parte de la alegoría.

Es sabido que Schettino cometió el error de acercar demasiado la nave a la costa, desoyó advertencias, fue incapaz de ver la magnitud del problema y, en vez de hacerle frente, pidió comida para él y una acompañante; que ante la tragedia huyó del barco (o cayó “accidentalmente” en un bote salvavidas) y desobedeció la orden de regresar, emitida a gritos por el jefe de guardacostas, que estaba a cien kilómetros del hecho.

Es menos conocido que la evacuación comenzó por iniciativa de un grupo de oficiales, indignados por la inacción de su capitán, que fue caótica, porque muchos miembros de la tripulación no sabían qué hacer y que la mayor parte de los muertos se debió a este comportamiento errático: fue gente que se dirigió al lugar equivocado de la nave.  A diferencia de lo ocurrido en el Titanic, no hubo distinciones de clase entre las víctimas mortales.

El capitán del buque naufragado hace cien años se hundió con él. El escarnio social fue contra el dueño, Joseph Bruce Ismay, quien escapó en un bote reservado para mujeres y niños. En esta ocasión, el escarnio ha sido para el capitán Schettino. Lo merece, pero no debe ser el único en sufrirlo.

Son muchos en Italia los que acomunan el comportamiento del cobarde capitán con el de su dirigencia política. Presumido, fatuo y ligador en su conducta cotidiana; miedoso, indeciso e inepto en el momento de la crisis. No faltó quien dijera que tiene un “carácter italiano” y comparara la situación del “Concordia” con la del propio país, sujeto a un comando torpe, egoísta e incompetente. No faltó quien viera en la del crucero una imagen de ése y otros países a la deriva, a los que falta un verdadero líder, un comandante que sea capaz de sacarlos del atolladero en el que se encuentran. También a uno, aquí en México, le da por pensar esas cosas.

Pero la pregunta —en el “Concordia” y en otros lugares— no es sólo si Schettino, si el capitán es culpable. Hay qué ver quién lo puso ahí. La empresa Costa Cruises se ha apresurado en lavarse las manos, cargándole la responsabilidad completa al pobre inútil de Schettino.

Pero esta empresa fue la que lo nombró capitán de su barco principal. Fue la que contrató una tripulación que —de acuerdo con testimonios de los supervivientes— parecía la torre de Babel, y no se podía comunicar en un idioma común. Fue la que cerró los ojos ante las prácticas —denunciadas ex post—  de firmar lista de asistencia a los simulacros de evacuación, pero no asistir jamás (y por eso, por ejemplo, no tenían idea de cómo bajar las lanchas). La que impulsó la peligrosa práctica de acercarse a las costas para saludar a ojos vista a los lugareños.  

¿Qué está detrás de todas estas decisiones de Costa Cruises? Maximizar ganancias con una desregulación de facto. El capitán inepto es acompañado por una tripulación en la que sólo unos cuantos se comportan de manera profesional —con toda probabilidad, entre ellos están los primeros indignados con la actitud de Schettino— y muchos navegan con la bandera del menor esfuerzo. Salarios castigados y hacer nada más la finta de cumplir con las normas.

El resultado está a la vista. Perecieron sobre todo quienes se equivocaron de lugar, en medio del caos. Pero ese caos no surgió de la nada: provino de una política específica: contratar barato, poner las formas por encima del fondo y pasarse las regulaciones por el arco del triunfo.

Creo que esa alegoría cabe para muchas partes en el mundo de hoy.

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