miércoles, abril 24, 2013

Biopics: La creación de La Jornada


Las reuniones de los tránsfugas del unomásuno para la creación del nuevo periódico se sucedieron rápidamente al inicio de 1984. Se llevaban a cabo en las oficinas que tenía entonces la revista Nexos y muy rápidamente en ellas se fueron acordando las características del nuevo rotativo (entre otras, la rotativa, que era una muy buena que el gobierno de Alemania Oriental había donado, años ha, al Partido Comunista), con especial atención a los aspectos editoriales y corporativos. Quedó claro muy pronto que la dirección sería ocupada por Carlos Payán, uno de los antiguos subdirectores del uno. También se decidió que habría cuatro subdirectores, que aquí pongo en orden alfabético: Héctor Aguilar Camín, Miguel Ángel Granados Chapa, Carmen Lira y Humberto Mussacchio. A estos subdirectores se agregaría más tarde José Carreño Carlón. No lo sabíamos, pero la historia de los primeros años del periódico también podría escribirse como la canción de los diez perritos, con la purga de un subdirector tras otro, hasta el encumbramiento de Carmen en la dirección.

La reunión más divertida fue aquella en la que quedamos en darle nombre al periódico. Se nos pidió a cada uno de los convocantes llevar una propuesta meditada. Yo nada más pensé un ratito la tarde anterior y propuse “La Víspera”, pensando en el doble juego de que el periódico daba noticias ocurridas la víspera y que estábamos –o en algún momento estaríamos- en la víspera de la revolución.
En la primera vuelta cada quien podía votar tres veces y bastaba con que una propuesta tuviera cinco votos para pasara a la segunda ronda. “La Víspera” pasó ese umbral, así como propuestas algo chuscas como “El Planeta” o “Rayuela”. Unas 30 propuestas se quedaron en el camino, como “Milenio” (lo que son las cosas) o “Dos” (por aquello de sumar uno más uno).
Para la segunda votación cada quien sólo podía votar dos veces; cuando se anunció “La Víspera”, Toño Ponce gritó “será el avispero” y le clavó el ataúd a mi propuesta. Quedaban una decena de nombres y ahora cada proponente podía alegar a su favor antes de la votación. El más vehemente fue Luis Ángeles, quien había propuesto “El Jornal” y se puso a leer las distintas acepciones que tenía la palabra “jornada” en el diccionario. El problema para Luis es que “La Jornada” era el nombre propuesto para el periódico por otro de los convocantes, Pepe Woldenberg.
A la penúltima vueltal quedaron seis nombres: “La Jornada”, “Nuevo Diario”, “El Correo”, “La Calle” “El Observador” y, sorpresivamente, “Rayuela”. Allí se abríó una discusión más amplia. Aguilar Camín argumentó en contra de “Nuevo Diario” (“la gente dirá: ‘quiero el nuevo’) y de “La Calle” (“¿cómo está eso de que las mejores plumas de México están en la calle?) y a favor de “El Observador” y “El Correo”, por neutrales. Yo alegué precisamente en contra de la supuesta neutralidad de esos títulos. Los más de izquierda argumentaban con vehemencia a favor de “La Calle” y los más institucionales, en contra de ese nombre “callejero”. Se ve que los alegatos en contra pesaron más que los de a favor, porque a la final pasaron “Rayuela” y “La Jornada”.
Los argumentos a favor de “La Jornada” fueron subiendo de espesor: hablaba del día a día, pero también tenía ese elemento de trabajo, ligado con la posición ideológica de los convocantes. “Rayuela” le gustaba a los más juguetones y literarios. Pero sólo hubo que quiso hablar en contra del nombre propuesto por Woldenberg. “Simplemente me parece horrible”, fue todo lo que dijo Chema Pérez Gay.
Antes de la votación, Payán, con visible cara de preocupación, dijo: “Si escogen ‘Rayuela’ yo no quiero ser director”. Entre varios lo calmamos. No iba a pasar. La Jornada ganó aplastantemente.

Los convocantes a La Jornada compramos acciones ordinarias, con derecho a voto y se realizó en el Polyforum Siqueiros un magno evento –el 29 de febrero de 1984- para que el público en general suscribiera acciones preferentes (que no tenían derecho a voto, pero que serían las primeras en recibir dividendos, je). Fueron varios miles de personas y decenas de famosos de la política (en una gama que empezaba con la izquierda del PRI), del espectáculo y la cultura. La figura más conocida entre los asistentes fue Gabriel García Márquez. A ese evento fui con Carlos Mársico, y se quedó gratamente impresionado con nuestra capacidad de convocatoria.
Allí se distribuyó el número “bajo cero” del diario. Carlos Payán afirmó que el diario contribuía a la lucha “por la defensa de la soberanía y la independencia nacional y la solidaridad con las luchas de otros pueblos por hacer realidad esos principios: por el diario ejercicio y el respeto irrestricto a las garantías individuales y sociales que recogen las leyes fundamentales de México… por la democratización de la vida pública, el ensanchamiento de la pluralidad política y el respeto a los derechos legítimos de las diversas minorías, y por la distribución igualitaria de la riqueza socialmente creada…”. Héctor Aguilar Camín dijo que sería “un instrumento de comunicación no subordinado a intereses particulares, sean oficiales o partidarios, ni a las decisiones mercantiles de un puñado de inversionistas”. Ustedes dirán si ha cumplido todos sus propósitos. Lo que yo puedo decir es que entre los convocantes originales de La Jornada quedan muy pocos en ese diario.

Tal vez no sobre decir que, casi dos décadas después, y ya alejado de ese periódico, vendí esas acciones “ordinarias” que había comprado en 1984, para hacer un negocio importante. Habían multiplicado varias veces su valor. No pasó lo mismo con las acciones “preferentes”, de suscripción popular.

lunes, abril 22, 2013

La pírrica victoria de Maduro



Las primeras elecciones tras la muerte de Hugo Chávez han traído una sorpresa. Según los datos oficiales, el opositor Henrique Capriles se quedó a un punto porcentual de la victoria. En otras palabras, y con independencia de un eventual e improbable recuento que no cambiará el dato fundamental: la nación sudamericana está totalmente dividida en dos.

En otras palabras, Nicolás Maduro ganó formalmente. Tomará apresurada posesión. Pero su victoria es pírrica: es el gran derrotado moral del 14 de abril. Ahora tendrá que gobernar no sólo con una oposición antichavista crecida en ambos sentidos de la palabra, sino también con un frente chavista menos compacto y más rijoso en su interior, tras la debacle electoral.

Al mismo tiempo –si es que Capriles no pierde el piso, enloquece y se autoproclama “Presidente Legítimo”-  es probable que la impugnación electoral termine hasta el Tribunal Supremo de Venezuela… donde es previsible que muera, dada la decreciente independencia de otros poderes frente al Ejecutivo.

Hay varias preguntas qué hacerse. La primera es ¿cómo le hizo Maduro para dejar que la ventaja de 20 puntos que traía a la muerte de Chávez se erosionara en menos de un mes de campaña? La respuesta tal vez la tenga un pajarito.

Una característica de los regímenes unipersonales es la deificación de los líderes. Juegan a ser vistos como personas con una visión y un destino históricos bien definidos, como expertos en todos los temas habidos y por haber, como dirigentes providenciales, que llegan a salvar el país cuando éste más lo necesita. Pero, en una sociedad medianamente moderna, no se atreven intentar a ser vistos estrictamente como enviados de Dios.

La campaña en Venezuela se trató precisamente de eso: de la deificación de Chávez cuando todavía no se acababa de enfriar. La anécdota del “pajarito chiquitico” no es menor ni fue aislada. Se trató de una campaña tan machacona y omnipresente como delirante. Y el delirio suele hacer más radicales a los fieles, pero también pierde a los moderados (como hemos visto en México).

El problema de Maduro era que el candidato era él, no Chávez. Y no importa que el anterior jerarca venezolano lo haya escogido, tenía que mostrar sus cartas. Sólo mostró un extraño apetito místico, y dio a entender que gobernaría mediante la iluminación revelada. Tal vez pensó que repitiendo miles de veces el santo nombre de Hugo Chávez, el mantra funcionaría. Quienes, aún chavistas, se resisten a ser tratados como disminuidos mentales, se alejaron de esa candidatura.

El resultado deja un escenario tremendamente complejo. Nicolás Maduro, con menos poder que su antecesor, tendrá que hacer frente a la inflación creciente, problemas de desabasto, deuda pública disparada, inversión escasa y criminalidad al alza. Son problemas que no se resuelven mediante subsidios o mediante la creación apresurada de plazas de trabajo en el sector público.

Las opciones, a grandes rasgos, son dos: o el ganador oficial de las elecciones modera lenguaje y actitud, intentando evitar una polarización extrema de la sociedad venezolana, o hace una fuga hacia adelante, radicalizándose y subrayando los aspectos socialistas del proyecto bolivariano.

En el primer caso, se topará con una oposición envalentonada, que querrá hacer valer su reencontrado peso político (con una burguesía dispuesta a recuperar influencia, dirán los radicales). En el segundo, con el sector nacionalista del chavismo, poco dispuesto a estrechar todavía más las desequilibradas relaciones políticas, ideológicas y económicas con Cuba.  En ambos, con el crecimiento de los problemas económicos y de seguridad que aquejan a la sociedad venezolana.

Ya el otro sector chavista ha dado señales de vida, luego de no haber sido elegido por el fallecido mandatario. Diosdado Cabello ha hablado de la necesidad de una “profunda autocrítica” y de buscar fallas “hasta por debajo de las piedras” para no poner en peligro “el legado de nuestro Comandante”.

Esto significa, lisa y llanamente, que se abre una lucha dentro del chavismo, con resultados impredecibles, que van desde un acuerdo hasta una purga, pasando por el enfrentamiento directo.

Adicionalmente, al nuevo presidente venezolano se le va a complicar la relación con Estados Unidos –que sigue siendo el principal comprador de petróleo venezolano-. Antes de los comicios, Maduro había enviado mensajes acerca de “normalizar” la relación bilateral. Tras los resultados, lo primero que ha hecho es negarse al recuento que pedía, entre otros actores políticos internacionales, el gobierno de Washington.

Para decirlo claro, a Nicolás Maduro –y, por lo tanto, a Venezuela- le espera una etapa difícil, quizá pesadillesca. Habrá un periodo extendido de tensión política. Es posible aventurar el pronóstico de que terminará sumamente acotado por lo poderes fácticos desarrollados durante el chavismo, si es que termina su mandato.

A Venezuela le esperan tiempos tormentosos. No podía ser de otra manera tras la partida de Chávez. Pensemos que una victoria de Capriles por un margen tan reducido que el obtenido por Maduro, hubiera generado una espiral de tensión todavía más fuerte.  

miércoles, abril 17, 2013

La Dama de Hierro del siglo pasado



La muerte de Margaret Thatcher, uno de los personajes políticos más significativos del último cuarto del siglo XX, es también signo de que los tiempos que ella ayudó a cambiar pertenecen al pasado. De los líderes de esa época, casi no queda nadie.

La señora Thatcher representó la cara más pura y dura, en lo político y lo económico, de la revolución conservadora que puso fin, con medidas draconianas, a la crisis fiscal de los Estados avanzados y que sentó nuevos paradigmas de política económica, que no entraron en crisis evidente hasta el crac del 2008.

Thatcher hizo del Reino Unido la primera nación desarrollada en la que se aplicaron las recetas monetaristas de Milton Friedman para retornar al mandato del mercado, que antes de ella, sólo se habían podido llevar a cabo en regímenes dictatoriales, como el de Pinochet, en Chile.

Durante su primer mandato, Thatcher incrementó las tasas de interés y el IVA (siempre prefirió los impuestos indirectos y generales a los directos y de tendencia redistributiva), con el resultado de duplicar el desempleo y reducir significativamente las utilidades de la industria manufacturera.

Pero, en la medida en que pasó el tiempo, la inflación se redujo y –aunque el desempleo siguió aumentando- se generaron condiciones para un nuevo despegue de la economía británica, ahora basada en sectores menos tradicionales de la economía. En esto ayudó la amplia gama de privatizaciones que puso en marcha, que implicaron también un cambio en las relaciones de poder.

Las políticas thatcherianas impactaron sobre todo contra los sindicatos, que en la Gran Bretaña habían adquirido un poder descomunal en años anteriores. Ni los líderes sindicales radicalizados ni la primera ministra ideologizada cedían un ápice. En vez de negociaciones hubo un choque de trenes. Thatcher ganó.

Fue el caso de la famosa huelga de mineros de 1984. Una verdadera prueba de fuerza. Thatcher hizo que se aprobara una ley que hacía que toda huelga fuera ilegal, si no había sido votada en urnas por la mayoría de los trabajadores. El sindicato que dirigía Scargill se lanzó a huelga nacional, y aquello terminó en la “Batalla de Orgreave”, que contó con 123 heridos y la derrota de los mineros.

Si así fue el trato con los mineros, a los terroristas del Ejército Republicano Irlandés les fue peor. La Thatcher no les reconoció el carácter de presos políticos, que ellos exigían, y vio impasible como uno tras otro –empezando por el célebre Bobby Sands- los prisioneros del IRA fallecían en su huelga de hambre en las prisiones británicas. Tras el décimo muerto por inanición, los irlandeses se rindieron.

También fue conocida su decisión guerrera, cuando a los militares argentinos se les ocurrió intentar salvar su crisis interna mediante la ocupación (la efímera recuperación) de las Malvinas. Aquí, de nuevo, Thatcher no dudó y fue contundente en su ataque, aun a sabiendas de que la mayoría de los argentinos que iban a morir eran jóvenes reclutas adolescentes, sin experiencia. Su amigo Pinochet la ayudó con información de la inteligencia militar chilena.

Otra característica de la señora Thatcher fue su euroescepticismo.
Nunca fue favorable a la Unión Europea y mucho menos a la instauración de una moneda común. Tal vez lo segundo sea algo que hoy le agradezca la mayoría de los británicos.

El fin de la era Thatcher tuvo dos causas fundamentales. La primera, su idea peregrina de instaurar un poll tax, es decir, un impuesto general igual para cada residente en el Reino Unido, independientemente de sus ingresos. Era una medida estrictamente recaudatoria, que afectaba más a quienes menos ingresos tenían y que generó no sólo fuertes protestas populares, sino una caída vertical en la popularidad de la Dama de Hierro, aun entre las clases medias.

La segunda, y definitiva, fue que el euroescepticismo extremo de la Thatcher dividió a los tories, el Partido Conservador británico, al grado que la primera ministra estuvo a punto de perder las elecciones internas para el liderazgo del partido (con ello, perdería el puesto de jefa de gobierno). Antes de ir a segunda vuelta, la mujer que cambió el rostro de Gran Bretaña prefirió dimitir. Fue entonces cuando se le vio llorar.

Margaret Thatcher, junto con su aliado Ronald Reagan, pintó ideológicamente los años ochenta para el mundo. Fue exitosa en ello, como lo prueba que sus grandes adversarios de la época hayan sido prácticamente borrados de la historia. Logró hacer que Gran Bretaña saliera de una época de crecimiento mediocre y crisis fiscal creciente, pero a costas de debilitar severamente el Estado de bienestar y de crear una sociedad menos igualitaria y con alto desempleo.  Sacó a su país de una época de poder y prepotencia sindical, pero lo hizo con mano dura y sin negociar.

Le dio otro estilo a las políticas de postguerra. Fue indiferente a los sentimientos y, a veces, al sentido común. No le importaban los disturbios: parecía incluso buscarlos para reprimirlos. Está entre los más grandes popularizadores de la idea de que el éxito material lo es todo; de la riqueza como virtud. Fue una figura polarizadora: dividió como nadie a su país. Pero, hasta antes del poll tax, supo tener a la mayoría de su lado. Al día de su muerte, las opiniones están divididas a mitades, y en muchos sigue concitando pasiones: 25 por ciento de sus compatriotas piensa que fue “muy buena” para el Reino Unido, y 20 por ciento considera que fue “muy mala”.

Sus victorias obligaron a la izquierda británica a revisarse. No podía seguir siendo rehén de los sindicatos y sus prebendas. De ahí surgió el concepto de “la tercera vía”, con el que pudieron los laboristas regresar al poder. Descafeinados, tal vez; pero sin duda menos ineficaces.

El tiempo pasa factura. No regresaremos al siglo XX. Las recetas de Thatcher (y de Reagan) y su liberalismo económico encontraron su límite en la crisis reciente, que mandó al mundo entero a una recesión de la cual todavía no termina por recuperarse. Es impensable (o debería serlo) el regreso a esa línea política y económica. Pero es más impensable (o debería serlo) el regreso al viejo Estado de grandes corporaciones públicas, maniatado por los sindicatos e incapaz de financiarse de una manera sana. Margaret Thatcher fue uno de los instrumentos fundamentales en ese cambio.

lunes, abril 15, 2013

Paradojas de Terminator








En octubre de 1991, vísperas del estreno de Terminator 2: el juicio final, en México, publiqué la siguiente columna en El Nacional Dominical:
  




 Lo bueno de las películas emocionantes es que no importa que desafíen la lógica. Lo bueno de las películas de ciencia-ficción es que te hacen meditar. Lo malo de algunas de las películas más emocionantes de ciencia-ficción es que, cuando te pusiste a pensar, te diste cuenta de que tenían una lógica absurda. Eso me pasó con Terminator.

No me dilataré en la historia más que en lo esencial: en el futuro, los robots controlan la tierra, pero tienen que hacer frente a una rebelión de los humanos, liderada por John O’Connor. Cuando la revolución humana –que ha costado muchas vidas- está a punto de vencer, los robots, desesperados, lanzan al pasado a Terminator, un cyborg de combate, con la misión explícita de matar a Sarah O’Connor, la madre de John. Los guerrilleros, a su vez, envían al pasado a uno de sus cuadros, quien debe proteger a Sarah y liquidar a Terminator, cosa que no sólo consigue, sino que también se enamora de Sarah y, en una noche de motel, conciben a John. En su misión, el guerrillero perece, pero es el verdadero padre de la revolución humana contra los robots.

Pasemos a la especulación: lo primero que queda claro –y, de hecho, es explicitado en el filme- es que John O’Connor sabía quién era su padre y por eso lo mandó a matar a Terminator (sólo enviando al guerrillero al pasado, John podía haber existido: es, de manera indirecta, padre de sí mismo).

Evidentemente, John O’Connor no cree en un concepto básico de la ciencia-ficción que, por otra parte, es logiquísimo: la bifurcación del tiempo. Si yo oprimo la tecla a en este instante, hago un cambio en el futuro, aunque sea mínimo. Tal vez algún improbable y joven lector se aburra con esta columna, salga a tomar un café, encuentre al amor de su vida y conciba a un científico que salve muchas vidas, modificando –a su vez- múltiples futuros. El asesinato de Sarah O’Connor, de haberse producido, hubiera tal vez trastocado el futuro, los robots no hubieran tomado el poder, no habría habido una sangrienta guerra de guerrillas y todo mundo hubiera estado mucho más feliz. A cambio de ello, John O’Connor no hubiera existido.

Supongamos que el personaje de la película tenía una interpretación de la historia un poco menos metafísica y más determinista. Sería del tipo de los que piensan que nada cambiaría en lo esencial haciendo, por ejemplo, abortar a Clara Potzl, la madre de Hitler: las condiciones sociales estaban dadas para que cualquier otro hombrecito de bigote recortado hubiera guiado a Alemania a cometer las mismas atrocidades. Lo interesante es que, si O’Connor pensaba así, tenía necesariamente que suponer que él no era irremplazable y que, por lo tanto, dadas las condiciones de explotación en que vivían los humanos, si él no nacía, otro dirigente hubiera tomado las riendas de la revolución.

En conclusión, John O’Connor desechó la posibilidad de un cambio en la historia, con tal de asegurar su propia concepción y seguro liderazgo del movimiento. Para ello, no le importó mandar a la muerte a su propio padre, lo cual nos podría remitir a toda una serie de teorías psicológicas, pero mejor no.

Ahora bien, si O’Connor nos puede parecer absurdo o excesivamente egoísta, su actitud es comprensible, ya que cualquier otra opción implicaba, para él, no existir. Los que tenían una mente verdaderamente de malvavisco eran los robots.

En primer lugar, el problema de la bifurcación del tiempo se les presenta a los robots por partida doble. Viven, a la hora de lanzar a Terminator al pasado, la realidad de la derrota de Terminator, puesto que es un hecho que John O’Connor existe y es líder de la revuelta de los humanos. Su única apuesta, entonces, se basa en la validez de estas dos premisas: a) el tiempo puede bifurcarse; b) se bifurca de una manera tan leve que no afecta lo esencial del desarrollo histórico y es, al mismo tiempo, tan significativa que afecta de manera fundamental el presente. Los robots tomarán el poder de todos modos, pero no habrá guerrilla humana para oponérseles, porque carece de un líder preparado para ello.

Dan la impresión de no entender la metafísica –algo comprensible, si se ve que están hechos de microchips- pero tampoco la determinística. ¿Es imaginable un robot –o, más bien dicho, un Consejo Supremo de Robots- que juega, auténticamente, a los albures?

Este error elemental de los robots da pie a considerarlos como una suerte de nazis del porvenir: destructores, sí, pero sobre todo enamorados de su propia muerte.

Por eso, la película Terminator cuenta con tres personajes trágicos: fácilmente reconocible,  el guerrillero, destinado a ser padre de una revolución a la que se incorporó como soldado raso, a fecundar y morir; más o menos escudriñable, Sarah O’Connor, elegida por el destino (¿o por su hijo?) para una vida de persecuciones y su misión de entrenar a un futuro líder de masas; escondida, y por eso más trágica, la de Terminator, superrobot destinado al fracaso y, en cualquier caso, a ser destruido, porque si Terminator cumple su labor, entonces nunca fue requerido y no existe.

No sé si Terminator 2 responderá a alguna de estas (bastante inútiles) preguntas metafísicas. Estoy casi seguro de que, en vez de ello, va a crear mucha más confusión. No importa. De seguro ha de estar muy emocionante. Y eso es lo que le importa a quienes la produjeron, no nuestras revolturas mentales.

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... y éstas son reflexiones posteriores:
 
La segunda película, por supuesto, aclaró unas cosas pero, como había yo predicho, causó mucha más confusión. Aparecen un Terminator bueno y otro malo, camaleónico, capaz de confundirse con un mosaico, con el agregado de que el Terminator bueno es el que era malo en la peli anterior, pero reprogramado.

Lo que mejor da rienda a especulaciones es el origen de los robots malévolos.Un brazo del Terminator original fue el que dio el impulso a la revolución tecnológica que los generó. Esto respondió de manera suficiente a mi perplejidad acerca de los motivos de los robots para enviar a Terminator a una misión suicida. El Consejo Supremo de Robots es un espejo perfecto de lo que hizo John O’Connor en la primera película: envía al robot asesino a la muerte a sabiendas de que, a partir de su brazo que quedó como desecho, los científicos humanos van a generar los robots que se convertirán en dueños del mundo. Así como John O’Connor es hijo y padre del guerrillero, los robots son hijos y padres del Terminator original. Así ya se entiende ontológicamente su decisión y debo retirar mi aseveración de que tenían mente de malvavisco.

Pero sucede que en Terminator 2, el robot destinado a proteger al niño John O’Connor es tan bueno y tan fiel a su misión que debe terminar autodestruyéndose y llevándose consigo el peligroso pedazo de brazo de su gemelo de la primera película. Al hacerlo, desmorona como fragmentos de la imaginación todo lo sucedido en ambos filmes, a menos de que creamos firmemente que los mundos bifurcados existen y que hay bucles en el tiempo.

Me explico.  Para que Terminator 1 suceda, tiene que haber robots que dominen a los humanos y un líder rebelde que mande a su padre a concebirlo. Según Terminator 2, para que haya robots que dominen a los humanos, tuvo que haber llegado el Terminator original y dejado por ahí su brazo mocho. Pero, si al final de la secuela, el brazo mocho es destruido, no hubo robots hegemónicos, por lo tanto no hubo Terminators malo, bueno y camaleónico-supermalo.

¿Pero qué está haciendo el niño John O’Connor ahí, viendo el último saludo del Terminator bueno cuando es deglutido por el líquido candente? En principio, no pudo haber existido, porque si no hubo guerra contra los robots –y, por consiguiente, él no fue el líder de la resistencia-, no pudo haber enviado en tiempo a su padre a fecundarlo. Podemos desechar la historia y considerar que todo ha sido un alucine de Sarah, que le ha contado una versión inverosímil del futuro a su hijo para justificar su situación de madre soltera. Pero esa sería la salida fácil.

La salida interesante, pero peliaguda, es la de los bucles en el tiempo bifurcado.  Hay dos mundos: en uno se dan la toma del poder de parte de los robots, desarrollados a partir del brazo del primer Terminator, la rebelión humana encabezada por John O’Connor y los sucesivos viajes al pasado; en otro, se da la destrucción del brazo y, por ende, no hay robots tiranos ni rebelión humana, y John O’Connor crece como un hombre con injustificados delirios de grandeza. Sin embargo, el tiempo de los robots queda estático, viendo siempre hacia atrás. La acción de los filmes se desarrolla a partir de los bucles en el tiempo, que pueden ser muchos, que es donde se desarrollan las otras secuelas y la serie de televisión sobre la vida de Sarah O’Connor.