martes, mayo 28, 2013

Arnoldo y la izquierda de antes



Poco a poco el siglo XX se convierte en un mero recuerdo. Prueba de ello es que muchos de los principales personajes de su último tercio están muriendo. Uno de ellos, insuficientemente reconocido, es Arnoldo Martínez Verdugo.

A Martínez Verdugo se le conoce (un poco) por ser el “último” dirigente del Partido Comunista Mexicano. Esto en sí es ver las cosas parcialmente. Arnoldo es el hombre que cambió el rostro del comunismo mexicano y precisamente por eso fue el último secretario general del PCM. Pero lo importante es lo primero.

Hombre de origen obrero, Martínez Verdugo llegó a dirigir el PCM en una época doblemente complicada, al inicio de los años sesenta. Por un lado, la mayoría de los partidos comunistas del mundo occidental seguían ciegamente los dictados soviéticos (y en el fondo de su corazoncito todavía eran bien estalinistas); por el otro, en México se vivían años de persecución ideológica y de represión. El partido era ilegal, semi-clandestino.

Con Arnoldo a la cabeza, el PCM inició un viraje ideológico, lento al principio, que lo fue alejando de la obediencia soviética y poniendo al día de la realidad y los problemas de la democracia mexicana que se estaba gestando en los movimientos sociales. Lo hizo entre la espada y la pared: entre las presiones, las críticas y los complots de Moscú y los embates de un gobierno mexicano que no aceptaba disidencia alguna.

Ya en 1968, se separó claramente de la línea ortodoxa, ante la invasión soviética a la entonces Checoslovaquia y, tras el movimiento estudiantil –hasta cierto punto, gracias a éste- se lanzó por nuevos derroteros.

Un punto clave fue que, en un momento crítico, Martínez Verdugo no se dejó seducir por los cantos de sirena del foquismo insurreccional y fue conduciendo a su partido hacia las instituciones. Lo hizo a través de un debate muy fuerte, que se desarrolló durante los años setenta, en el que fueron quedando atrás las pretensiones obreristas e incendiarias, y fueron cobrando fuerza posiciones que apostaban por el trabajo político dentro del modelo democrático pluripartidista. Que apostaban por la democracia como la vía maestra a través de la cual podrían introducirse elementos de socialismo en la vida nacional.

Ahora parece muy sencilla y obvia esa elección. No era así en los años setenta. A Heberto Castillo se le ha reconocido el mérito histórico de asumirla (aunque Heberto pensaba, en el fondo, en una Revolución). A Martínez Verdugo debe también reconocérsele, y con más razón, porque siempre fue consecuente.

Tan clara era la elección que en 1976, aún sin registro, el PCM de Arnoldo lanza un candidato a la Presidencia. Era un grito: “¡Queremos participar en las elecciones, tenemos derecho!”.

Es en esas condiciones como el Partido Comunista Mexicano aprovecha la reforma política de López Portillo de 1977 y solicita su registro condicionado para las elecciones de 1979 (mientras Heberto y el PMT deshojaban la margarita). A partir de ahí, el PCM se vuelve el centro alrededor del cual se van aglutinando distintas agrupaciones de izquierda. Primero lo hacen por razones electorales, con la Coalición de Izquierda, que tuvo un buen desempeño en aquellos comicios intermedios.

A partir de la llegada de los comunistas y sus aliados al Congreso, el debate dentro de la izquierda –y no sólo del PC- se intensifica. Se vuelve cada vez menos una discusión sobre la táctica y la estrategia, y cada vez más un debate sobre el proyecto de país que delineaba esa corriente ideológica. Un debate de política económica y de política social; un debate acerca de las libertades y los derechos; un debate acerca de la cultura y las formas de apropiársela. Una parte importante de la izquierda había dejado atrás los sueños revolucionarios y le brotaban las ideas a borbotones.

En esos años, hablabas con un comunista mexicano y luego con uno sudamericano y encontrabas un mundo de diferencia. En el sur vivían todavía –decía un amigo- “el comunismo primitivo”.

Poco después, en 1981, el Partido Comunista toma una decisión histórica: disolverse y fusionarse con otras organizaciones de izquierda para fundar un partido de nuevo tipo. No fue sólo un cambio de nombre, hay que decirlo, aunque esto haya sido significativo. Era una declaración de principios. No en balde, ese gesto fue saludado como un acto valiente de parte de los partidos llamados “eurocomunistas”, que habían roto con el Kremlin y buscaban llegar al poder mediante las instituciones democráticas.

En el nuevo partido, el PSUM, por un tiempo funciona el concepto, bastante gramsciano, de “partido pensante”. En los cursos de la escuela de cuadros del PCUS, los documentos del PSUM eran de obligada lectura, pero dentro del módulo “revisionismo actual”.

Martínez Verdugo es elegido democráticamente candidato presidencial y hace una campaña propositiva, que no sólo denuncia, sino que busca debatir. Una campaña que se puede resumir en una de sus consignas, “Rescatemos lo mejor de nuestra historia” y en uno de sus pósters, que tenía a Sor Juana Inés de la Cruz y la frase: “Prefiero poner riquezas en mi entendimiento que mi entendimiento en las riquezas”.

Otros tiempos, efectivamente.

El discurso de Arnoldo era por una revolución pacífica, dentro de la ley y de las instituciones. Socialista, pero también democrática. Más importante aún, no era un discurso sólo de él, sino resultado de pláticas y diálogos, en los que el candidato presidencial escuchaba auténtica y sinceramente a sus interlocutores.

La campaña del 82 fue relativamente exitosa y la izquierda seguía ganando puntos en la batalla cultural. Pero los años siguientes serían de retroceso, y los terminaría marcando el secuestro que sufrió Martínez Verdugo –en plena campaña electoral de 1985- de parte de un grupo guerrillero, con oscuros motivos (José Woldenberg acaba de publicar el libro Política y delirio y delito, sobre ese suceso).

A partir de ahí, la estrella de Arnoldo se fue apagando de manera paulatina. Y en la izquierda democrática empezaron las concesiones al revolucionarismo, los devaneos contra la legalidad democrática (esas instituciones que pueden ser mandadas al diablo). Pero sobre todo se fue agotando el debate, se fue olvidando el programa o el proyecto de nación, y fueron ganando espacio el pragmatismo (otra forma de llamar al oportunismo), las prácticas clientelares, el cinismo y las mentadas.

A mí la muerte de Arnoldo, más que tristeza, me generó una enorme nostalgia política. Y lamento, más que su partida, que los jóvenes de hoy desconozcan y no entiendan la política y las dificultades de la izquierda en esa época.

viernes, mayo 24, 2013

Beisbol, estadística y economía (1984)



“El beisbol es un deporte exacto”: Pedro Mago Septién

1.
Tengo en mis manos una copia fotostática del artículo “An Eye on the Records” (un ojo en los registros), de Michael Lenehan, aparecido en la revista Atlantic en septiembre de 1983. Se trata de un análisis de las estadísticas del beisbol y de un perfil de Bill James, un apasionado de los números, que publica cada año un Abstract dedicado al aficionado al beisbol que es también fan de la estadística.
Dos cosas me llamaron la atención al leer ese artículo. Una es que Bill James estudió economía en la Universidad de Kansas y ahí aprendió acerca de modelos matemáticos que más tarde aplicó al beisbol. La otra, que hay una novela llamada The Universal Baseball Association, en la que el héroe creaba juegos imaginarios y, con el tiempo, sus jugadores inventados acumulaban registros estadísticos, empezaban a tener virtudes y defectos, se volvían personas.
La economía y el beisbol son dos actividades humanas en las que las estadísticas juegan un papel de primordial importancia. Los paralelismos son evidentes. Ahora bien, ¿hasta qué punto las estadísticas nos permiten entender mejor el beisbol (la economía)? ¿Qué tanto pierde la economía real, que se vive cotidianamente (el beisbol real, que se juega en el diamante) al pasar por el filtro de las estadísticas? ¿Qué tanto se parecen los modelos econométricos a los partidos de la Universal Baseball Association? ¿Son acaso invenciones de mentes febriles, con variables que cobran vida?

2.
Hagamos una primera aproximación al mundo de las estadísticas. Sabemos que se usan para entender mejor el mundo en cuestión. Gracias a ellas sabemos que hay más probabilidad de hit cuando batea Ken Landreaux (.281) que cuando lo hace Greg Brock (.226) -y es por ellas que el manager coloca a Landreaux de tercer bat y a Brock de sexto-. Gracias a ellas sabemos que la inflación en 1983 fue menor a la de 1982.
Sin embargo, las estadísticas son una traducción de la realidad, no pueden reflejarla sino de una manera imperfecta. Pueden exagerar las diferencias y pueden también minimizarlas. Veamos el ejemplo beisbolero: la diferencia de bateo entre Landreaux y Brock fue de 32 hits en toda la temporada: aproximadamente un hit a la semana. Difícilmente la percibiríamos si no fuera por la estadística. Y si no fuera por la estadística, nadie creería que el embate inflacionario amaina levemente.
Un problema adicional es el de la capacidad del modelo estadístico utilizado para reflejar –así sea de manera mediada- la realidad. Esto depende de los parámetros que se usen. Bill James señala que las estadísticas de fildeo se basan en un error de inicio, porque la finalidad del fildeador no es “atrapar todas las bolas que llegan lo suficientemente cerca como para no quedar mal”, sino “atrapar todas las bolas posibles”.
Análogamente, podemos decir que el problema del desempleo no se reduce sólo a los que han buscado activamente contratarse durante la última semana, sino que abarca gran cantidad de demandantes de empleo que se declaran estudiantes, amas de casa, campesinos, vendedores ambulantes, pensionados pobres, así como aquellos desempleados desesperados que estuvieron en sus casas, jalándose los pelos, la semana anterior a la encuesta.
Tercer elemento, las estadísticas son a menudo una opinión disfrazada tras los números. Velenzuela puede atestiguarlo con aquel triple en los juegos de post-temporada que el anotador marcó como error del jardinero central. Esto también lo podemos encontrar en los encuestadores, que a menudo introducen sus propias opiniones (calculando ingresos, olvidando preguntas o asumiendo respuestas) y –con más frecuencia de la deseada- con los diseñadores de muestras estadísticas.
En otras palabras, toda estadística tiene una carga subjetiva escondida en la formulación de los métodos para la extracción de datos. En ocasiones esta carga subjetiva es consciente y pretende que los encuestados respondan de manera suficiente; en otras, la carga subjetiva está escondida también para quien elabora la estadística, quien se vuelve, así, presa de una ilusión.
Existe otra opción: la de la estadística usada para esconder una realidad, para deformar la percepción de la realidad. Ejemplo de ello son, por una parte, los malabares que hacen algunos comentaristas de la televisión para demostrar(nos) que la economía va bien a través (por ejemplo) de una gráfica que mide las variaciones de la tasa mensual de inflación y no el Índice de Precios al Consumidor (el resultado es de estabilidad, pero no se dice que nos hemos estabilizado en la hiperinflación); por otra, las formas mismas de designar ciertos agregados estadísticos (“errores y omisiones”, que en la balanza de pagos es eufemismo para designar contrabando y fugas de capital) o de hacer hincapié en ciertas variables en desmedro de otras más relevantes (como la absurda pretensión del Banco de México de que nos fijemos en el superávit de la balanza comercial, frente a la caída drástica en el Producto Interno Bruto). Es como convencer a un fanático del beis de que los Mets fueron mejores que los Orioles porque hicieron más triple-plays.
En resumen, las estadísticas son una ayuda valiosa para elaborar una estrategia vencedora. Ningún manejador puede operar eficientemente sin hacerles caso: son un punto de contacto con una realidad a veces invisible. Y sin embargo, resultan engañosas si no se acompañan de análisis que eliminen la mediación: ni la economía de una nación ni un equipo de beisbol se pueden manejar con los puros números. Si el manager se hubiera fijado nada más en las estadísticas, Babe Ruth hubiera sido lanzador toda su vida, y no el más grande bateador de todos los tiempos. Aunque, claro, no sabríamos que Ruth fue el más grande bateador sin la ayuda de las estadísticas.
3.
El beisbol y la economía tratan con seres humanos, pero tienen en común que, a diferencia de otras actividades, el resultado del accionar humano en ellas no es inmediatamente aprehensible. Un ingeniero o un dentista encuentran concreción inmediata para sus actividades: un edificio, una amalgama dental. El economista, en cambio, no se enfrenta a una realidad concreta tangible, sino a un entorno social muy móvil y complejo, en donde lo único con apariencia de exactitud son las estadísticas. Muchos caen, por la necesidad de encontrar puntos de anclaje, en la tentación vana de usar sólo las estadísticas para sus análisis. Un box-score nunca será igual a un juego de pelota y, en la economía como en el beisbol, hay movimiento constante bajo la apariencia estática.
La teoría económica ha tomado muchas veces el papel de la estadística en lo que se refiere a la necesidad de puntos de apoyo para el economista. La construcción teórica toma el lugar de una construcción real: es el mecanismo que sirve para hacer accesible lo inabarcable (la realidad económico-social) para darle un sentido a la labor del economista. Con la crisis económica internacional también han entrado en crisis las diversas teorías económicas y el resultado –comprensible, aunque paradójico- es una tendencia a refugiarse en las estadísticas y en los modelos econométricos (que no resuelven el problema, pero dan la necesitada sensación de seguridad: hay todavía algo a lo que uno se puede asir).
La economía es una disciplina que se acerca a la realidad a través de instrumentos, de categorías que ha creado, pero que no se puede fusionar con la realidad misma. Existe entonces la tendencia a cambiar por real lo que tan sólo es sombra de la verdadera realidad, a vivir en la Gruta de Platón.
La economía que vivimos los economistas no puede ser sino una pequeña parte de la economía real: vivimos la economía de nuestro entorno cotidiano, sumada a una casuística más o menos limitada: fenómenos específicos de los que nos enteramos. La economía que debemos manejar como material de trabajo es, por regla general, mucho más amplia, y sólo podemos hacerlo auxiliados por categorías teóricas que se mueven en un contexto abstracto y a menudo se sustentan en afirmaciones estadísticas que obedecen a un determinado instrumental matemático. Como se ve, las mediaciones pueden ser múltiples.
4.
Entonces, la teoría y la estadística son las herramientas del economista. Si no queremos un desarrollo enajenado de la disciplina económica, tienen que permanecer como tales, no transformarse de objetos en sujetos y tampoco pasar de instrumentos a fines. Por desgracia, los economistas de hoy en día siguen empeñados en lo contrario, suprimiendo potencialidades a su labor y a la economía misma.
En otras palabras, si no entendemos que las categorías teóricas y las estadísticas son creaciones humanas hechas para comprender mejor la realidad, si les negamos su calidad de sombras, desarrollaremos un trabajo enajenado y enajenante. Nos sucederá el proceso típico de enajenación descrito por Marx: edificamos entes ficticios, salidos de nuestras cabezas, los consideramos después entes autónomos y acabamos por someternos a ellos como sus esclavos. Terminaremos por asemejarnos al personaje que daba vida a sus inventados registros beisboleros.
Marx señaló, asimismo, que los economistas son los teólogos modernos. La inaferrabilidad de su materia es la misma, así como la pretensión de tener la verdad. Economistas y teólogos tienen su corte de seguidores dogmáticos. Ambos manejan mediaciones de la realidad, y no pueden sino hacerlo. Pero un economista con pretensiones científicas y humanas debe buscar caminos para hacer transparentes los velos y avanzar en su eliminación.
La primera manera de hacer transparentes los velos es explicitar su existencia misma, evitando caer en el fetiche. El siguiente paso consiste en comprender que la economía real, esa realidad que hay que transformar, se mueve en el mundo de lo fenoménico. O, en otras palabras, que –aunque tenga valores tras de sí- la economía se maneja en precios y, si queremos cambiarla (para cambiar la vida) esto quiere decir que debemos asumir ese carácter que le es esencial y movernos con soltura también en lo cuantificable, en las unidades homogéneas que hoy en día se utilizan.
Por supuesto, esto no quiere decir que tengamos que detenernos ahí. Para una crítica y una transformación verdaderas de nuestra sociedad (de nuestra vida) tenemos que pasar a un tercer escalón, recordando que la finalidad de la economía es la satisfacción creciente de las necesidades humanas (es por eso que resulta indisociable de la política). La economía no puede dar respuesta a muchas de las necesidades del hombre moderno si se mantiene exclusivamente como economía de los valores de cambio sin ocuparse de lo que más importa: los valores de uso. Si no reencuentra, por tanto, sus puntos de contacto, por una parte, con la vida diaria de la población (y, por ende, con la política) y por otra, con otras disciplinas afines como la historia, la filosofía, la sociología.
Valgan, de inicio, dos ejemplos. No se puede pensar solamente en la inflación cuantitativa; existe también en la calidad de los productos, en su valor de uso concreto y en la relación temporalmente enajenada del consumidor con los bienes y servicios (expresable en la frase “la verdad es que no necesitaba tanto el pitufo de porcelana”). El segundo es igualmente dramático: el tiempo de vida se ve reducido a harapos: ¿de qué sirve un ingreso monetario si no hay capacidad real de disfrute del mismo?
En fin, ¿contra qué variables macroeconómicas se puede medir la angustia de un obrero que no tiene tiempo para disfrutar su magro salario, que compra caro y vende barato? ¿Y la desesperación del subempleado cuya vida misma depende de la venta callejera de un “superglobo”, contra qué índice se mide?
Estos retos que se presentan a los economistas de hoy son tan importantes (o más) como los que representa la capacidad para recrear y utilizar nuevas tecnologías, por ejemplo los definidos por la necesidad de dominar la estadística, los modelos cuantitativos y el cambiante universo técnico y tecnológico del quehacer de los economistas.
No se trata, entiéndase bien, de echar por la borda los conocimientos y las técnicas instrumentales. Antes bien, habría que reforzar su dominio, pues sin ellos la economía queda como un banal ejercicio de voluntades idealistas, encerradas en un restringido mundillo cotidiano o en inútiles juegos de la imaginación. Los valores de uso no se transforman si no cambian también los valores de cambio.
5.
Dada la situación presente de la disciplina económica, estamos obligados a actuar con modelos. El desarrollo de las matemáticas nos permite trabajar con modelos cada vez más complejos, en los que interviene un número creciente de variables. Estos modelos, sin embargo, nunca serán suficientes: carecen de intuición y de capacidad para comprender la vida de los pueblos, la cambiante política. Por esa razón buena parte de la econometría ha evolucionado hacia la teoría de los juegos: la economía se convierte en un ajedrez multidimensional imposible de domesticar.
Un modelo econométrico toma parecido con un partido de la Universal Baseball Association en la medida en que desestima parámetros relevantes y el hecho mismo de que la economía, como la vida real, se mueve constantemente, pero sobre todo en la medida en que toma el lugar de la realidad económica, en que se vuelve un fin en sí mismo.
Si el modelo, en cambio, es esclavo de una voluntad humana, política, colectiva, puede resultar muy útil, tanto –quizá- como las estadísticas beisboleras para el desarrollo de ese deporte.
6.
Grave es la cosa cuando el modelo, cuando el registro se convierte en amo. Un caso extremo de enajenación económica lo podemos encontrar en aquellos que otorgan mayor importancia a las estadísticas que a la realidad en que éstas se sustentan. Son los adoradores del fetiche, inmersos en un mundo en el que los datos toman vida propia y los instrumentos se vuelven fines; un mundo maravilloso que no tiene nada que ver con el que se encuentra fuera del cuadro, la gráfica o el bit de computadora. Son economistas que no están al servicio de la vida, sino al servicio de la imagen, representación muerta de la vida.
Estos economistas niegan la realidad, afirma que la realidad está en los números, que un equilibrio estadístico cuenta más que la vida de quienes lo forman. Pretenden que la realidad es ficción y la imagen es realidad. Pretenden también que todos estemos de acuerdo con ellos, que nos encadenemos a su lado, frente a las sombras de la Gruta de Platón.
Así, resulta que el bienestar real de la población carece de importancia si en el mundo de las imágenes no hay equilibrio (estaremos en la “economía ficción”). Lo “realista”, según esta visión, es sacrificar el presente en aras de un futuro –siempre diferido- en el cual reinará la armonía entre los agregados económicos que registra la estadística.
Ilustremos, de una manera simplificada, esta “lógica”, con el llamado “enfoque absorción” de la balanza de pagos. Se inicia con definir el ingreso (Y) como la suma del gasto total (Gr) y las exportaciones (X) menos las importaciones (M). El gasto total, a su vez, es la suma del consumo (C), la inversión (I) y el gasto público (G).
De esta forma, Y = C + I + G + X – M, y el desequilibrio externo aparece cuando el ingreso es menor al gasto total. Para restaurar el equilibrio, se necesitará reducir C y G, el consumo y el gasto público. Si el desequilibrio es grande, probablemente se encontrará el equilibrio en medio del hambre generalizada.
Yo, la verdad -y a pesar de mi gusto por las estadísticas-, prefiero ver un buen partido con el Toro Valenzuela que leer la tirilla al día siguiente.  




jueves, mayo 23, 2013

Biopics: La gestación de un ensayo



Esta entrada podía ser “En el diván IV”, y tocar de nuevo el tema de la muerte y la vida. Pero no lo es estrictamente.

La semana oscura de eclipse y muerte me pegó muy hondo, porque me enojó mucho. Ese enojo era producto de una molestia muy grande que tenía yo, que también puede definirse como frustración. “¡Tanto amor y no poder hacer nada contra la muerte!”, dice el poema de Vallejo. Pero obviamente no se refería sólo ni principalmente al hálito de muerte que rodeó aquella semana, sino a algo más profundo y duradero, contra lo que me rebelaba de manera vaga y difusa, sin poder vencerlo.
Muy posiblemente, el alimento principal de esa frustración que yo sentía era la situación general del país. La inflación galopante ahora también se convertía en jamón que no era jamón y queso que no era queso, las perspectivas salariales eran bajas, y también en política la izquierda estaba bocabajeada. Adicionalmente, eran los años en los que el monopolio de Televisa era efectivamente eso, porque generaba una suerte de unanimismo cultural y estético de lo más ramplón (uu-ooh uu-ohh, suena el estribillo como sonido de fondo). Y, como cereza en el pastel, la omnipresente propaganda gubernamental vendía una estrategia económica totalmente equivocada –cuyos efectos aún resentimos-, mientras crecían en influencia visiones aún más extremistas, que querían profundizar la recesión para salir de una crisis que parecía no tener fin.
En el lado personal, igualmente, había sus asuntos. Sentía que no era lo suficientemente apreciado  profesionalmente, la grilla en la Facultad empezaba a parecerme asfixiante (poco después empeoraría) y, en otras cosas, la rutina parecía tragarme.
¿Cómo rebelarse a ese malestar?
Uno de los mecanismos de huida que he utilizado de toda la vida ha sido jugar con números, listas y demás. Son un intento de poner orden en un mundo que percibo caótico. Evidentemente, son un mero subterfugio neurótico –en eso hizo énfasis Juan Diego, mi analista-, porque no sustituyen la realidad caótica, sólo me sirven como paliativo para dar la impresión de que controlo algo, al clasificarlo o numerizarlo. En otras palabras, no controlo ni madres, pero me hago la ilusión de que sí, y eso me ayuda a vivir.
En esas fechas, había yo vuelto a hacer mis juegos de pepper-game casero, que había practicado mucho durante mi infancia (tirar la bola contra la pared, decidir qué jugada es, según donde rebote y cómo la atrape, llevar el registro como si se tratara de un juego de beisbol). Esta vez, había llevado el juego a un nuevo nivel de refinación: jugaban todos los equipos de Grandes Ligas, con su roster completo, y llevaba yo una estadística estricta. Entre pláticas y reflexiones, me fui dando cuenta de que era la típica reacción del esclavo-rebelde (comentada aquí), y que nada solucionaba. Era un sucedáneo de juego, como sucedáneo de vida era lo que sentía estar pasando. Tenía que rebelarme en serio: hacer una suerte de manifiesto vitalista, y vivir de acuerdo a él.

En esas estaba, cuando Salvador de Lara, también fan del beisbol, me pasó una fotocopia de un artículo sobre el rey de los deportes aparecido en la revista Atlantic (una fotocopia, faltaban muchos años para que surgiera el internet). El artículo hablaba de un tipo entonces desconocido, llamado Bill James, y que todo beisbolero decente conoce hoy como el fundador del sabermetrics, e
s decir, del análisis del beisbol a través de la evidencia objetiva (que no se encuentra en las estadísticas tradicionales). Pero también mencionaba una novela en la que jugadores falsos de una liga de beisbol inventada (como los míos) cobraban vida y terminaban dominando a su autor, en un proceso típico de enajenación.
Se me prendió una luz y encontré que había un hilo que ligaba los dos temas del artículo con la realidad económica del país y con la crisis de la teoría económica, que estaba siendo sustituida por modelos matemáticos adorados por una nueva generación de economistas. Y todo eso lo expresé de una manera en la que –al tiempo que subrayaba la necesidad de cambiar una vida insatisfactoria- las contradicciones se expresaban como un duelo constante entre Eros y Tanatos, entre el principio de vida y el principio de muerte.
Es el surgimiento de “Beisbol, Estadística y Economía”, un ensayo que se publicó en Economía Informa en julio de 1984 (y que años más tarde reproduciría la revista etcétera). Era un llamado didáctico a los economistas a saber utilizar los números como herramientas, no como un fin. Era una crítica a los teóricos de la economía pura, que estaban al alza, y cuyas fórmulas iatrogénicas estaban dañando la vida de la gente. Pero sobre todo era un manifiesto vitalista, producto de mi momento.
Releo el texto y ya no estoy de acuerdo al cien por ciento. Hoy le cambiaría algunas cosillas. Pero me sigue gustando. Y sigo pensando que es de lo mejor que he escrito en materia de economía (con su pizca de filosofía).

Algún lector poco atento me comentó que el texto “Beisbol, Economía y Encuestas Electorales”, que apareció en Nexos en 2006 es una suerte de remake del publicado originalmente en 1984. Hay elementos comunes (El epígrafe, Bill James contra la visión esclerotizada del beisbol, la crítica a determinadas estadísticas económicas y la necesidad de encontrar parámetros relevantes), pero son en realidad muy diferentes.
“Beisbol, Estadística y Economía” es más filosófico, más político, se encamina a una crítica radical de la disciplina económica. El ensayo de Nexos se detiene mucho más en el beis, y hasta cierto punto, modera los excesos vitalistas del texto más antiguo: se centra más en la conveniencia de encontrar estadísticas útiles que en el hecho de que toda estadística es imagen y, por tanto, mediación de una realidad difícil de aprehender.

martes, mayo 14, 2013

Biopics: Una semana de eclipse y muerte



A mediados de 1984 hubo una semana particularmente terrible, densa, malvibrosa. Tres días fueron particularmente dramáticos.


El eclipse y el asesinato de Manuel Buendía

El 30 de mayo por la mañana, un eclipse anular de sol sería visible en buena parte de la república mexicana. Salí con Rayito al parque cercano a nuestra casa, mi intención era que viéramos el fenómeno entre el follaje de los árboles, para no estar demasiado tiempo mirando el sol. Salimos muy animados, pero ya en el camino me dí cuenta de que aquello sería un fiasco: de todas formas el sol no se veía porque el cielo estaba totalmente nublado, en capas superpuestas. A los pocos minutos de estar en el parque, cuando parecía que entre las hojas se abría un espacio para ver el sol tapado sólo por una nube ligera, comenzó a chispear, el cielo se encapotó totalmente y regresamos a casa. La luz había disminuido, pero era difícil siquiera saber qué tanto se debía a la nubosidad y qué tanto al efecto del eclipse.
Pocas horas después, recibí la primera de varias llamadas telefónicas para darme una noticia infausta. Manuel Buendía, el respetado periodista de Excelsior, acababa de haber sido asesinado, cuando salía de su oficina en la colonia Juárez. En ese momento no dudé en pensar que alguien en el gobierno lo había mandado matar: era lo que nos faltaba: a la crisis económica, la represión sindical y la disminución de espacios críticos en la prensa, se sumaba ahora la violencia contra un periodista muy reconocido, quien ese día nos representaba a todos.
Al otro día, asistí –puesto que ya me consideraba parte del gremio de los periodistas- al homenaje que le hicimos a Buendía en el monumento a Francisco Zarco. Recuerdo que uno de los oradores fue Miguel Ángel Granados Chapa.
El gobierno de De la Madrid quiso desviar las investigaciones del asesinato hacia temas personales y hasta pasionales. No tenía credibilidad. Fue hasta principios del sexenio siguiente –un lustro después- que se detuvo al autor intelectual del crimen: José Antonio Zorrilla, quien era director de la Dirección Federal de Seguridad, la policía política. En otras palabras, el trabajo del caso Buendía, en sus primeros años, fue encabezada por el criminal: la realidad superó a la ficción de la película Investigación sobre un ciudadano por encima de toda sospecha. Hay muchas versiones sobre los motivos (la narcopolítica es la más socorrida), pero nunca se sabrá, con certeza, por qué mandaron matar a Manuel Buendía.
No puedo dejar de apuntar que, en la época del asesinato de Buendía, la DFS dependía de la Secretaría de Gobernación, a cargo de Manuel Bartlett, hoy senador “de izquierda” bajo las siglas del Partido del Trabajo.

Doble Suicidio

Habían pasado dos días de la muerte de Buendía y yo me encontraba en el cubículo de mi amiga Maca Mora, platicando de las cosas de la vida, cuando llegó, visiblemente perturbado, Pepe Zamarripa. Nos dijo que nuestro cuate y compañero del MAP, Carlos Juárez, había muerto, aparentemente por suicidio. Al cubículo también llegó otro profesor y mapache, Xavier Cabrera Adame, con la misma noticia. Ahí mismo decidimos que iríamos a ver. Capaz que no había muerto.
Llegamos a casa de Carlos Juárez, que estaba en el sur de la ciudad, y ya había varios cuates allí. Nos confirmaron que en la recámara superior estaban los cadáveres de èl y de una chava muy joven, de 22 años, que había llegado al PSUM por la vía del Partido Comunista, y de la que se había hecho novio pocas semanas atrás. La planta baja, que era la típica casa de profesor universitario, con hartos libros y muebles baratos estilo colonial mexicano, estaba limpia y normal. Los vecinos habían escuchado dos detonaciones la tarde anterior, decían.
Yo no lo podía creer. Apenas el 1º de mayo había recorrido con Juárez y con Fernando Arruti el centro de la ciudad, luego de la marcha obrera –en la que estuvimos en el contingente del Sutin, para mentársela más a gusto a MMH-, y Arruti se le había pasado haciéndole comentarios jocosos a Juárez acerca de su joven novia.
Pasaron los minutos y la mayoría estábamos abajo, en el patio, como pendejos. Luego llegó Rolando Cordera, subió y, de regreso, además de describirnos con lujo de detalles la escena, caviló sobre algunas sospechas (es que así de enrarecido estaba el clima político, tras el asesinato de Buendía). Los dos cuerpos en la cama, uno sobre el otro: el corazón de ella y el cerebro de él, estallados. En el buró, dos tragos medio vacíos y una copia de Las Flores del Mal, de Baudelaire. A Rolando le parecía un montaje.
Llegó un agente del MP y luego gente de la funeraria. Estaba yo de baboso al pie de la escalera cuando los empleados de la funeraria empezaron a bajar, cargando en un catre de lona el cadáver de Juárez, cubierto con una cobija, trastabillaron un poco, y Pablo Pascual y yo nos ofrecimos a ayudarlos. Mientras bajaba, sosteniendo el peso (y entendí al empleado, el muerto estaba gordito), alcancé a ver la bota del cadáver que se bamboleaba. Apenas colocamos el cuerpo en la camioneta, me fui a paso veloz al primer lavadero que encontré y me lavé afanosa e insistentemente las manos sudadas y temblorosas. “La muerte es sucia”, pensé, sentí.

Pelotera en el túnel de CU

¿Qué mejor para quitar la mala vibra que ir a un buen partido de futbol al día siguiente? Más aún si se trata de la semifinal Pumas-Chivas en el estadio de CU, para la cual teníamos boletos mi amigo Eduardo Mapes y yo.
Acostumbrados a ir a partidos chicos de los Pumas, y –por tanto- desacostumbrados a ese tipo de clásicos, Eduardo y yo llegamos al estadio poco antes de las 11 de la mañana. Ya se veía lleno desde que estacionó su auto. Varios de los accesos a las gradas ya estaban cerrados y mucha gente se concentró en los pocos que permanecían abiertos. Allí, a las afueras del Universitario, nos encontramos con Pepe Zamarripa, Carlos Daniel García y Ramón Sosamontes, compañeros de partido, pero chivas de corazón, y con Fernando Calzada, mapache y profesor de la Facultad, quien había llegado con dos pequeños sobrinos.
Entramos todos, junto con decenas de personas más, al túnel que nos llevaba a las gradas, pero a la mitad del camino el avance se hacía cada vez más lento… hasta que nos quedamos atrapados. La gente que estaba parada detrás de las últimas filas de la parte baja del estadio estaba siendo empujada por quienes llegaban y casi no podía desplazarse. Se generó un tremendo tapón y ya nadie se podía mover. La masa humana tenía movimientos peristálticos, como de olas, pero no avanzaba. Empezaron los gritos histéricos; venían de atrás y se contagiaron hacia adelante, a una mujer embarazada junto a mí. Traté de ahuecar el tórax para no aplastarla. Aquello era desesperante.
De repente, escucho un grito. Es Calzada: “¡Pancho, te mando a mi sobrino!”, y veo que el niño, como de nueve años, viene hacia mí gateando por encima de las cabezas. Logro incrustrarlo delante de mí, mientras veo que Mapes –entonces todavía muy delgado- empieza a escurrirse en su camino del túnel a la luz. Lo voy siguiendo y a los pocos minutos estamos libres, y encontramos lugares hasta adelante, a la altura del manchón de penalti. Allí llegan poco después Calzada, el sobrino más pequeño y Carlos Daniel García. Zamarripa y Sosamontes no lo harían (eran los que iban más atrás y decidieron salir del túnel por el lado opuesto, renunciando al partido).   
Del partido puedo decir que fue una experiencia rara: la publicidad estática frente a nosotros evitaba que viéramos el pasto (y por lo tanto, los pies de los jugadores y la pelota) en una parte importante del terreno. Para colmo, el partido –a pesar de la victoria de los Pumas con un bonito gol del Tuca Ferreti- se fue a penales (que por supuesto se tiraron del lado contrario a la zona donde nosotros estábamos), Manolo Negrete falló y los Pumas fueron eliminados.
Queriendo huir de las experiencias mortecinas fui capturado por otra, con muy claros símbolos: la masa informe que va perdiendo humanidad, el túnel y la dificultad para atravesarlo y llegar a la luz-renacimiento. Por si hubiera alguna duda del parentesco de esa experiencia con la muerte, casi exactamente un año después fue la tragedia del Túnel 29, en el mismo Estadio Olímpico Universitario, que cobró 11 vidas.