viernes, junio 28, 2013

Biopics: Haciendo bilis


1984 fue un año biliar, como se comprobará más tarde.  La Facultad de Economía contribuyó en ello.

Durante años hubo en la Facultad un pleito casado entre los “reformistas” (nosotros) y los “vándalos” (pertenecientes a diversos grupos extremistas). Tras el nombramiento de Pepe Blanco como director, los vándalos intentaron hacerle la vida de cuadritos. Luego vinieron las elecciones para el Consejo Técnico y el Universitario. Los profesores, muy democráticos, decidimos que nuestros consejeros fueran electos por representación proporcional. Los estudiantes ultras, en cambio, impusieron el sistema de que el ganador (la planilla ganadora) se lleva todo. Hicieron una campaña muy sucia, y sin embargo, gracias sobre todo a los votos de posgrado, perdieron. La planilla estudiantil que encabezaba nuestro compañero Rubén Álvarez, el Negro, resultó ganadora…  sin embargo, Pepe Blanco no quiso aprovechar esa inesperada mayoría para impulsar cambios importantes, como nuestra idea de limar algo de marxismo atávico al plan de estudios y sustituir materias por otras de política económica. Tenía miedo de las movilizaciones y desmanes que podrían causar los vándalos y, hay que decirlo a su favor, el rector de entonces, el doctor Serrano, quería navegar en una calmada grisura y no deseaba olas, aunque fueran a su favor.

Este es sólo el prolegómeno para lo que importa, que es una grillita dentro de una grillita igual de chiquita. La Facultad tenía varios seminarios y nosotros, durante años habíamos sido hegemónicos en el que algún tiempo había sido el más importante: el Seminario de Desarrollo y Planificación. En aquellos años, el Seminario estaba perdiendo alumnos frente a otros, que se pusieron de moda, en especial, el de Economía Matemática. Algunos colegas migraron también para allá y, de repente, se vio que había un equilibrio entre “reformistas” y “vándalos” en Desarrollo y Planificación, lo que se reflejó en el Consejo que decidía sobre planes y programas de estudio, y sobre la contratación de profesores de asignatura y auxiliares.

Infelizmente, fui elegido para ese Consejo, que se reunía más de lo debido, y que se enfrascaba en discusiones bizantinas, larguísimas e improductivas… porque el equilibrio de fuerzas impedía cualquier decisión. El pedo era que había que estar, para que no nos mayoritearan. De lado nuestro, recuerdo que, además de mí, estaba una profesora joven, Santiaga Ánima, que se la pasaba haciendo deshilados –unos trabajos preciosistas- y no intervenía. Del lado de los adversarios estaban Teté Ceceña, la hermana de Consuelo y Magdalena Galindo. Era un martirio debatir con esas mujeres, y en particular con Magdalena, de voz monótona, experta en sofismas y portadora de mala leche en cantidades industriales.

Se imaginarán, si tienen una pizca de malicia, que los debates más largos eran sobre las plazas. Típico, un profesor “nuestro” se iba de sabático y ellos querían colocar a uno “suyo” como sustituto; yo alegaba que la demanda al seminario iba a la baja y que no sería necesario abrir el grupo, y ellas que no, con un choro larguísimo envuelto en ideología. También querían que a grupos minúsculos (con un profesor de ellos) se les asignara un ayudante (de ellos) porque la materia es compleja y hay muchos controles de lectura y bla bla bla y ya es bien noche y Santiaga sigue haciendo su deshilado y la hermana de Magdalena –igualmente desagradable- lee en un rincón mientras la espera (alguna vez César Chávez, quien después sería diputado del PRD, me dijo que la peor pesadilla del mundo sería despertar con ella y ver en la esquina a la hermana diciendo: “Bravo, Magda, lo hiciste muy bien”). Nada más de acordarme percibo que se me agranda el hígado, porque me mantenía, disciplinado, en esa estúpida trinchera (y el único que me echaba porras era el buen Fallo Cordera) y era una pérdida horrorosa de tiempo.   

Al término del semestre caí enfermo de hepatitis. Tenía la bilirrubina cerca de mil. Siempre he pensado que las discusiones del Colegio del Seminario influyeron más que la vez que le chupé el dedito sangrante a Raymundo… a quien le dio hepatitis antes que a mí.

miércoles, junio 19, 2013

Biopics: Cosas de tregua



Tal vez el improbable lector piense que, entre los traumas personales, la crisis económica, la frustración política y, encima de eso, las tragedias que viví de cerca, los años que reseño fueron totalmente negros para mí. No es el caso. Hubo varios momentos y elementos que significaban una tregua, y algo más.

El Rayo

Raymundo crecía y, además de guapo y fuerte, era simpático, inteligente y vivaz. Hablaba mucho, y con muchos errores. Mira uno kíkaro: Mira, un helicóptero. Te bullicaste: Te equivocaste. ¿Qué dice el oj?: ¿Qué horas son, qué dice el reloj?
Una vez me pregunta:
-¿Papá, los gatos muerden?
-Los gatos arañan.
-¡Te estoy hablando de un gato, no de una naraña!
En la mesa:
Yok-Yok con un amigo rana
-Ya no quiero más albón.
-Albóndiga.
-Sí, ya no quiero más albón.
-Albóndiga.
-¡Dije albón, dije albón!
Como pueden ver, al Rayito le gustaba alegar. Un día le dije: “eres alegoso”. Su respuesta:
¡Yo no me llamo así, me llamo Raymundo!
Siempre lo llevaba a la Feria del Libro Infantil y Juvenil, y que lo invitan a la cabina de Radio RIN Infantil. Le preguntan su nombre, y lo dice muy bien.
-¿Y cómo se llama tu papá?
-Se llama Frasquito Báez.
Al Rayito le gustaban mucho los cuentos. Por esos años su favorito era Yok-Yok, un muñequito simpático que venía en unos libros caros. También leía mucho unos de Disney que venían acompañados de un cassette que los contaba, y una campanita decía cuándo había que cambiar de página. Imité el método, grabando –con la ayuda de una campanita casera- las aventuras del Rey Mono, unos libros chinos baratísimos. Esas grabaciones las llegó también a usar Camilo –quien por cierto, en esos días nos enteramos que venía en camino, un motivo de felicidad.
También era fan de los carritos. Hacíamos complicadas carreras con varios competidores a lo largo del departamento. Al niño, por supuesto, le solían tocar los mejores vehículos, y a mí el camión que se volteaba –y había que retrasarlo una cuarta por el accidente.
En el verano tomó clases de natación. Yo lo acompañaba al vestidor y decíamos, cuando se le arrugaban de tanto estar en el agua, que tenía “dedos de pato”.
Muchos momentos de felicidad con mi hijito. Tregua.

Punto

El semanario Punto, que dirigía Benjamín Wong, cubrió con eficacia mi necesidad de escribir y publicar de manera cotidiana, tras la salida del unomásuno y la desaparición de Solidaridad. La publicación era, en lo esencial, una colección de columnas de opinión –muchas, de refugiados del uno- y yo, además de mi columna semanal sobre cualquier tema, me encargaba de la “sección de economía”, que era una plana que yo hacía de cabo a rabo.
Punto estaba a pocos minutos a pie de la casa y, una tarde a la semana, yo iba a las oficinas a entregar mi material, a platicar con el personal y con don Benjamín, un periodista con muy buenas ideas (me ayudó a hacer mis pininos como editor) y un solo defecto: él ponía las cabezas y no sabía cabecear. En una ocasión, Pepe Woldenberg hizo un texto jugando con el nombre de un espía descubierto por EU y el de una marca de whiskey. Wong platicó la respuesta al juego (que era el nombre Johnny Walker) en la cabeza. En otra ocasión, yo quise comparar la Serie Mundial con las elecciones gringas, y Wong puso una cabeza estrictamente de beisbol. En fin. Pero aprendí mucho y me divertí.


Maca y Mónica

Mónica Speckman había sido alumna mía, y luego se convirtió en mi adjunta (sabía mucho de los temas, pero le ganaba su timidez). Sobre todo fue, en esos meses, alguien con quien pude sostener largas conversaciones acerca de todo. Su papá, un señor que tenía una historia interesante, era dueño de la librería donde compré las historias de Yok-Yok. Las conversaciones estaban salpicadas con asuntos de psicoanálisis, porque ambos estábamos en terapia (y la mamá de ella era psicoanalista). Estaba casada con un comunista chileno sorprendentemente parecido a Humberto Zurita y en esos tiempos esperaba un bebè (o estaba por quedar embarazada). Alguna vez intentamos hacer una reunión de parejas con Patricia y con su marido, pero en realidad quienes éramos amigos éramos ella y yo. Sé que dejó la economía y ahora es psicoanalista, como su mamá.

María Cruz Mora, Maca, ha sido una de mis más grandes amigas. Era esposa de Fallo Cordera y también trabajaba en la Facultad. Solíamos visitarnos a nuestros respectivos cubículos (yo más al de ella), platicar por horas y horas y fumar como chacuacos. De política, de nuestras familias, de historia, pero sobre todo, de la vida. Creo que conocimos con pelos y señales la vida de cada uno, sus dudas, sus miedos, sus amores, sus despechos, sus tics. A ella le dolía mucho lo mucho que habían sufrido sus progenitores, sobre todo su padre, en la Guerra Civil Española. Yo le decía: “Piensa, Maca, si Franco y los fascistas no hubieran ganado, tus padres no se habrían conocido y tú no existirías”. Ciertamente, corrían tiempos complicados y estoy seguro que esas conversaciones nos ayudaban a sobrellevarlos mejor. Nos divertíamos mucho en ellas. Maca es una de las personas más lindas que he conocido.

En mi cubículo del CEDEM
La videocasetera

La modernidad de la videocasetera (una Beta, por supuesto) llegó a la casa en 1984. En los dos años anteriores habíamos ido poquísimo al cine, entre otras razones porque entonces sí se prohibía la entrada de bebés a las salas. Lo siguiente fue conseguir un video-club, porque ni modo de comprar las películas, que eran carísimas.
Vadillo me recomendó uno, que había fundado un amigo suyo, Carlos Sevilla, en la colonia Narvarte. Se llamaba Tiempos Modernos y funcionaba de la siguiente manera. Al hacerte socio “comprabas” una peli y te cobraban por el servicio de trueque semanal de películas de los socios. Obviamente había muchos más casetes que socios, y la oferta –sobre todo del lado semi-culturoso- era buena. La ventaja, que los videoclubes comerciales de los años siguientes no tenían, era que el préstamo era semanal y el cargo si te pasabas una semana o dos más era mínimo.
Los casetes eran de todo tipo: originales, copias tomadas de la tele y piratones. A menudo, filmados sobre filmado: una vez se acabó la peli y lo que siguió fue la grabación de TV del famoso rollo de López Portillo de la defensa del peso como perro; otra, en medio de Lo que el Viento se Llevó, pasó una alerta sobre cierto huracán que se avecinaba a las costas de Texas. Pero el chiste es que por fin podíamos pasar una noche viendo un filme interesante.
  
Claudio en México

En el verano llegó de visita a México mi querido amigo Claudio Francia (ya había estado aquí antes, con un sobrino, pero casi no lo vi porque yo estaba en Sinaloa). Se quedó casi todo el tiempo en casa de Carreto (un par de días en mi casa). También se echó un rol norteño, volando a a la capital chihuahuense y tomando el famoso tren Chihuahua-Pacífico. De su visita recuerdo con gusto un par de reuniones-fiestas en casa de Mapes, una ida al beisbol al clásico Tigres-Diablos, la legendaria perdida que se dio cuando pidió un auto prestado y recaló en Iztapalapa y, sobre todo, las interesantes, y vitales conversaciones políticas y existenciales que sostuvimos.  

Los Juegos Olímpicos del 84

Ya saben que tengo debilidad por los Juegos Olímpicos. Los de Los Ángeles en 1984 no fueron la excepción, y los disfruté mucho, a pesar de la ausencia del bloque soviético, la consiguiente victoria arrasadora de la delegación estadunidense y las cantidades industriales de propaganda nacionalista reaganiana –a la que Televisa hizo eco y bocina- que acompañaron esos juegos.
¿Mis principales recuerdos? La inauguración, que estaba bien chafa hasta que aparecieron decenas de pianos tocando Rapsodia en Azul. El primer día, la fuga de Raúl Alcalá en el ciclismo de ruta –y mi indignación con Sonny Alarcón, quien se preocupaba de que lo acompañara un italiano, cuando el problema es que una fuga de dos tiene pocas probabilidades de éxito-. En los días siguientes, mi apoyo al Albatros alemán Michael Gross –único obstáculo para la barrida de los tritones gringos-, mi admiración para Greg Louganis –Sonny calificaba los clavados según si salpicaban agua o no-, los triunfos arrasadores de Carl Lewis, la emoción incontenible con el 1-2 de Canto y Raúl González en los 20 kilómetros de caminata (la afrenta de Moscú estaba vengada) y con el oro de Raúl en los 50 k, la pelea que le dio medalla a Héctor López (que vimos Pablo Pascual, Xavier Cabrera, Pepe Zamarripa y yo en una tele minúscula que tenía Chamarrita en su cubículo) y la final, en la que perdió el oro.
También hice tremendos corajes con los periodistas y narradores. Ya comenté de Sonny. En Televisa hacían un resumen super elogioso para los gringos con un tipo tan pro-yanqui que a la arquera mexicana Aurora Bretón le decía Orora Bretton. Ninguno se dio cuenta de lo bien que iba el luchador Daniel Aceves, hasta que sacó su medalla. En el caso de Youshimatz fue peor: no sabían cómo se medían los puntos en la carrera australiana y el mexicano había calificado con pocos puntos, pero ganándole una vuelta a los rivales: afirmaron que pasó de panzazo y no transmitieron la final, donde obtendría el bronce. Fue la primera vez que, aunque con menos horas de pantalla, Canal 13 derrotó a Televisa en la calidad de su transmisión olímpica: una tendencia que duraría dos décadas.

martes, junio 18, 2013

El inútil Gran Hermano




La revelación de Edward Snowden, ex operador de la CIA y consultor de la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA) de Estados Unidos, al hacer públicos documentos que destaparon el “estado de vigilancia” que prevalece en ese país, es un asunto que amerita reflexión. No es cualquier cosa que cualquier Estado espíe profusamente  a su población. Van unas cuantas ideas al vuelo.

La primera es que en el fondo Snowden destapó una verdad que muchos sospechaban. Después de la aprobación del Patriot Act, en la era de Bush Jr., una serie de libertades –y en especial, las que se refieren a la privacidad-, quedaron formalmente limitadas en aras de proteger a los Estados Unidos de la amenaza terrorista.  La novedad (relativa) es que, bajo el gobierno del demócrata Obama, la intromisión con el pretexto de la seguridad no sólo no disminuyó, sino que aumentó. El gobierno husmea conversaciones telefónicas, e-mails, páginas web y más. Por supuesto, también espía a otros gobiernos.

No ha tardado en saberse que esos otros gobiernos –el primero en ser señalado ha sido el británico- utilizan procedimientos similares. El apetito por información es tal que espiaron a todos los participantes en la cumbre del G-20 del 2009, con particular énfasis –el Secret Service sabrá por qué- en la delegación turca. Pero ni uno sólo de los asistentes –incluyendo a México- se salvó. Suponemos que Peña Nieto, quien mientras escribo está en el Reino Unido, ya sabe que probablemente hay pájaros en el alambre.

La verdad sospechada es que todos los gobiernos espían, de acuerdo con sus posibilidades y sus diferentes niveles de paranoia. Y que ahora lo hacen más, gracias a la enorme cantidad de información fácilmente asequible en la red –y también, por qué no decirlo, a nuestra inveterada incapacidad de callarnos la boca y nuestro regusto por ventilar públicamente nuestras cosas.

Sabemos que la información es poder. La intención de todo gobierno es consolidarse en el poder. Por eso, su tentación natural es hacerse de toda la información posible, pensando que eso le ayudará a tomar las decisiones que permitan su mejor desempeño y, sobre todo, su permanencia en el mando. Hay gobiernos que resisten más a esa tentación, ya sea por tradición, por ideología o por la existencia de una normatividad muy estricta, pero ninguno es ajeno a ella. Por consiguiente, todos practican lo que dicen no practicar.

El problema y el escándalo, a mi parecer, radican en dos cuestiones. Una tiene que ver con las proporciones. Lo revelado por Snowden apunta a una maquinaria enorme de vigilancia sobre el ciudadano común, que se convirtió en un sistema de crecimiento casi autónomo. La otra tiene que ver con la credibilidad gubernamental. La administración Obama decía que estaba relajando los puntos del Patriot Act que chocaban con la Constitución de los Estados Unidos, y no era cierto. El gobierno del presidente demócrata había sucumbido completamente a la tentación del Big Brother.

Como sabemos, el Big Brother  o Gran Hermano es un personaje de la excelente novela distópica Mil Novecientos Ochenta y Cuatro, de George Orwell, situada en un mundo dominado por regímenes totalitarios omnivigilantes, enfermos de propaganda, que pretenden hasta transformar el lenguaje para hacer imposibles ciertos pensamientos libertarios. Todo ciudadano de Oceania, en la novela, sabe que el Gran Hermano lo está vigilando.

Si somos un poco más incisivos, veremos que la capacidad de vigilancia del Gran Hermano depende más del carácter dictatorial del gobierno, de la capacidad de represión que pueden ejercer el Partido y los administradores del Ministerio del Amor (de tortura y reeducación), que de la tecnología existente.

La idea de espiar masivamente a los ciudadanos choca con el concepto central de la democracia, que habla de un gobierno del pueblo. También ahonda la brecha que hay entre gobernantes y gobernados: genera el “ustedes” y “nosotros” que es típico de las sociedades autoritarias. Está, en contraste, por supuesto, con los fundamentos ideológicos en los que se basan los Estados Unidos y las demás democracias occidentales.

Dicho esto, quedan dos preguntas, que a mí se me hacen las más puntiagudas: ¿A qué sirve tanto espionaje?  ¿Les ayuda la tecnología?

Mis respuestas tentativas son: 1) A hacerse la idea de que controlan lo que no controlan y 2) No.  

El problema de la llamada “era de la información” es que contamos con demasiada información, con un exceso enorme. La cantidad de intercambios en las ondas catódicas, en las electromagnéticas, en los bits de las computadoras y demás artilugios es inimaginable. Sin embargo, la pretensión de los aprendices de brujo (digo, de Gran Hermano) es obtenerla toda. Tecnológicamente, y con un gran esfuerzo humano, es posible. Lo que es imposible es editarla correctamente.

Me explico. Los gobiernos pueden hacerse con millones de terabytes de información, pero ¿cómo encuentran la aguja en el pajar? ¿Cómo discriminan la información relevante de la que no lo es? ¿Se ha inventado el algoritmo capaz de hacerlo?

Opino que no. Al menos, no todavía. Porque para hacerlo deben definir claramente qué quieren espiar y qué no. Y todo burócrata con alma de policía prefiere pecar por exceso que por defecto. El resultado es una mole de información escasamente depurada que suele ser inútil –o, por lo menos, muy difícil de clasificar.  Al final de la historia, la clasificación y los énfasis se harán en función de la subjetividad de algunos funcionarios. Y eso normalmente no termina bien.

Lo común es que al exceso se acompañe el defecto. Es como esos cortafuegos informáticos que pretenden evitar que el empleado se distraiga (no pueden ver páginas que digan “sex” o “puta”, y no pueden acceder a la de la “Sexagésima segunda  legislatura de la Cámara de Diputados”, pero sí a las que dicen “she-males”). Mucha vigilancia en nombre de la seguridad nacional, pero a la hora de la verdad, de poco sirve.

Valga, en el caso de Estados Unidos, el ejemplo de los hermanos Tsarnaev. De seguro estaban vigiladísimos con los métodos más sofisticados. Incluso de Moscú les habían advertido que esos fanáticos planeaban algo feo. Pero, en medio de tanta información, eso quedó fuera de la edición, dicen que por la humana incapacidad de los gringos de escribir correctamente tan difícil apellido, con los resultados trágicos sufridos en Boston.

En otras palabras, en una democracia espiar sirve de poco o nada.  Eso dejémoslo a las dictaduras.

jueves, junio 06, 2013

Desnudez y totalitarismo


Una de las modas de la rebelión juvenil de la segunda mitad de los sesenta fue el culto a la desnudez. No es casual que una de las obras de teatro más representativas de esa época haya sido el musical Hair, en el que se hacía apología de la desnudez y de la greña como cosas naturales que el stablishment inhumano combatía. Regímenes rígidos, como el mexicano de aquel entonces, vetaron la obra. Otros iban más allá: en la España franquista no se podía dar un paso en traje de baño; había que quitarse la ropa en la playa y volvérsela a poner allí mismo, so pena de toparse con el tricornio de la Guardia Civil.

De hecho, muy poco hay de natural en bailar con música electrónica amplificada por instrumentos complejos. Tanto la música como los instrumentos necesitaron de siglos de civilización. Sólo una colusión (una ilusión colectiva) pudo disfrazar aquello de retorno a la naturaleza, por mucho que se hablara entonces de Consciousness 3. Y entonces ¿por qué la desnudez y la greña?

Creo que la respuesta la dio, en 1969, un viejo periodista, James Reston. En una columna editorial del New York Times combatió las reglamentaciones sobre el largo del cabello que se instrumentaban en algunas escuelas de Estados Unidos. El argumento de Reston era el siguiente: lo que toda sociedad totalitaria busca es la uniformidad; para ello, hay que despojar a cada persona de su individualidad, convertirla en parte de una masa informe; por eso, cárceles y campos de concentración sustituyen los nombres de las personas por números y, consecuentemente, rapan a los cautivos. La idea esencial es despojarlos de toda personalidad, de toda libertad; que vean y sientan que son números, no personas.

La rebelión de la greña era un grito de individualidad: la nueva generación no estaba constituida por autómatas que repetirían ciegamente valores y actitudes de la anterior. Dentro de la lógica de transgresión, la desnudez atentaba contra el anterior concepto de pudor y tenía, más allá de las supuestas naturalidades rousseaunianas, una evidente carga sexual.

Pero, paradójicamente, pocas cosas hay tan uniformadoras como la desnudez. Todo atuendo –ropa, máscara, maquillaje- es expresión del individuo que lo porta, del momento que vive ese individuo. El que está desnudo no se tiene más que a sí mismo. Por eso el rey de la fábula pierde el poder al verse descubierto… y todo rey vestido magnifica su poder si el pueblo está desnudo. La desnudez puede ser vista como reivindicación del cuerpo, pero también puede significar indefensión. Los jóvenes contestatarios jugaban a que el rey estaba desnudo, pero no era cierto.

Ahora los desnudos están a la orden del día y, aunque todavía quedan mentes ancladas en las décadas anteriores, que se asustan por los efectos sexuales que tienen en sus propias mentes, se han vuelto parte del panorama. La desnudez de hoy ya no es transgresora, su carga es perfectamente sublimable en consumo. Y en una sociedad democrática, ni el “rey” ni el pueblo están desnudos.

En las sociedades totalitarias la moda no existe. O más exactamente, hay una moda única, que se propaga o se impone desde arriba. Equivale a la desnudez, porque los individuos no pueden expresarse en toda su diversidad. O más exactamente: no pueden expresarse. No es casual el gusto de estos regímenes por los uniformes, sean estos formales o informales.

En ese sentido, cuando la información corre sólo de arriba hacia abajo, en forma de órdenes, consignas, verdades preestablecidas, los receptores de la misma están desnudos. Cuando hay una ideología oficial, el pensamiento sólo tiene una forma de vestirse, un lenguaje, unos ademanes. Y si el pensamiento es dictado jerárquicamente, toda persona que quiere pensar por sí misma y carece de instrumentos (informativos, culturales, políticos) a su acceso, tiene que intentar (re)elaborarse a retazos, convertirse en una especie de arlequín mental. Y a veces sustituyen el uniforme por harapos de odio visceral.

Si en los sesentas y setentas, las fuerzas del progreso luchaban en muchos países de Occidente por despojar de tabúes a la desnudez, hay que dar cuenta, hoy en día, que la lucha contra el totalitarismo –inclusive el que está latente en sociedades democráticas y modernas- pasa, en primerísimo lugar, por la lucha contra la uniforme desnudez ideológica y cultural.


(Este texto apareció originalmente en El Nacional Dominical, nº 89, 2 de fberero de 1992)