martes, junio 18, 2013

El inútil Gran Hermano




La revelación de Edward Snowden, ex operador de la CIA y consultor de la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA) de Estados Unidos, al hacer públicos documentos que destaparon el “estado de vigilancia” que prevalece en ese país, es un asunto que amerita reflexión. No es cualquier cosa que cualquier Estado espíe profusamente  a su población. Van unas cuantas ideas al vuelo.

La primera es que en el fondo Snowden destapó una verdad que muchos sospechaban. Después de la aprobación del Patriot Act, en la era de Bush Jr., una serie de libertades –y en especial, las que se refieren a la privacidad-, quedaron formalmente limitadas en aras de proteger a los Estados Unidos de la amenaza terrorista.  La novedad (relativa) es que, bajo el gobierno del demócrata Obama, la intromisión con el pretexto de la seguridad no sólo no disminuyó, sino que aumentó. El gobierno husmea conversaciones telefónicas, e-mails, páginas web y más. Por supuesto, también espía a otros gobiernos.

No ha tardado en saberse que esos otros gobiernos –el primero en ser señalado ha sido el británico- utilizan procedimientos similares. El apetito por información es tal que espiaron a todos los participantes en la cumbre del G-20 del 2009, con particular énfasis –el Secret Service sabrá por qué- en la delegación turca. Pero ni uno sólo de los asistentes –incluyendo a México- se salvó. Suponemos que Peña Nieto, quien mientras escribo está en el Reino Unido, ya sabe que probablemente hay pájaros en el alambre.

La verdad sospechada es que todos los gobiernos espían, de acuerdo con sus posibilidades y sus diferentes niveles de paranoia. Y que ahora lo hacen más, gracias a la enorme cantidad de información fácilmente asequible en la red –y también, por qué no decirlo, a nuestra inveterada incapacidad de callarnos la boca y nuestro regusto por ventilar públicamente nuestras cosas.

Sabemos que la información es poder. La intención de todo gobierno es consolidarse en el poder. Por eso, su tentación natural es hacerse de toda la información posible, pensando que eso le ayudará a tomar las decisiones que permitan su mejor desempeño y, sobre todo, su permanencia en el mando. Hay gobiernos que resisten más a esa tentación, ya sea por tradición, por ideología o por la existencia de una normatividad muy estricta, pero ninguno es ajeno a ella. Por consiguiente, todos practican lo que dicen no practicar.

El problema y el escándalo, a mi parecer, radican en dos cuestiones. Una tiene que ver con las proporciones. Lo revelado por Snowden apunta a una maquinaria enorme de vigilancia sobre el ciudadano común, que se convirtió en un sistema de crecimiento casi autónomo. La otra tiene que ver con la credibilidad gubernamental. La administración Obama decía que estaba relajando los puntos del Patriot Act que chocaban con la Constitución de los Estados Unidos, y no era cierto. El gobierno del presidente demócrata había sucumbido completamente a la tentación del Big Brother.

Como sabemos, el Big Brother  o Gran Hermano es un personaje de la excelente novela distópica Mil Novecientos Ochenta y Cuatro, de George Orwell, situada en un mundo dominado por regímenes totalitarios omnivigilantes, enfermos de propaganda, que pretenden hasta transformar el lenguaje para hacer imposibles ciertos pensamientos libertarios. Todo ciudadano de Oceania, en la novela, sabe que el Gran Hermano lo está vigilando.

Si somos un poco más incisivos, veremos que la capacidad de vigilancia del Gran Hermano depende más del carácter dictatorial del gobierno, de la capacidad de represión que pueden ejercer el Partido y los administradores del Ministerio del Amor (de tortura y reeducación), que de la tecnología existente.

La idea de espiar masivamente a los ciudadanos choca con el concepto central de la democracia, que habla de un gobierno del pueblo. También ahonda la brecha que hay entre gobernantes y gobernados: genera el “ustedes” y “nosotros” que es típico de las sociedades autoritarias. Está, en contraste, por supuesto, con los fundamentos ideológicos en los que se basan los Estados Unidos y las demás democracias occidentales.

Dicho esto, quedan dos preguntas, que a mí se me hacen las más puntiagudas: ¿A qué sirve tanto espionaje?  ¿Les ayuda la tecnología?

Mis respuestas tentativas son: 1) A hacerse la idea de que controlan lo que no controlan y 2) No.  

El problema de la llamada “era de la información” es que contamos con demasiada información, con un exceso enorme. La cantidad de intercambios en las ondas catódicas, en las electromagnéticas, en los bits de las computadoras y demás artilugios es inimaginable. Sin embargo, la pretensión de los aprendices de brujo (digo, de Gran Hermano) es obtenerla toda. Tecnológicamente, y con un gran esfuerzo humano, es posible. Lo que es imposible es editarla correctamente.

Me explico. Los gobiernos pueden hacerse con millones de terabytes de información, pero ¿cómo encuentran la aguja en el pajar? ¿Cómo discriminan la información relevante de la que no lo es? ¿Se ha inventado el algoritmo capaz de hacerlo?

Opino que no. Al menos, no todavía. Porque para hacerlo deben definir claramente qué quieren espiar y qué no. Y todo burócrata con alma de policía prefiere pecar por exceso que por defecto. El resultado es una mole de información escasamente depurada que suele ser inútil –o, por lo menos, muy difícil de clasificar.  Al final de la historia, la clasificación y los énfasis se harán en función de la subjetividad de algunos funcionarios. Y eso normalmente no termina bien.

Lo común es que al exceso se acompañe el defecto. Es como esos cortafuegos informáticos que pretenden evitar que el empleado se distraiga (no pueden ver páginas que digan “sex” o “puta”, y no pueden acceder a la de la “Sexagésima segunda  legislatura de la Cámara de Diputados”, pero sí a las que dicen “she-males”). Mucha vigilancia en nombre de la seguridad nacional, pero a la hora de la verdad, de poco sirve.

Valga, en el caso de Estados Unidos, el ejemplo de los hermanos Tsarnaev. De seguro estaban vigiladísimos con los métodos más sofisticados. Incluso de Moscú les habían advertido que esos fanáticos planeaban algo feo. Pero, en medio de tanta información, eso quedó fuera de la edición, dicen que por la humana incapacidad de los gringos de escribir correctamente tan difícil apellido, con los resultados trágicos sufridos en Boston.

En otras palabras, en una democracia espiar sirve de poco o nada.  Eso dejémoslo a las dictaduras.

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