martes, marzo 25, 2014

Biopics: Las ganas de largarse


No me cansaré de reiterar que los ochenta fueron años difíciles. Para fines del 85 la cosa estaba que ardía y la vírgen se llamaba Juana. Patricia había dejado la chamba en el consultorio a raíz de una disputa, que a ella le parecía fundamental, con el dentista que rentaba el cubículo vecino. Teníamos que comprar los pañales a granel, y de los que tenían una fallita. De restaurantes, ni hablar. Vacaciones, las del Transcondovac y estrechitos. El cine, un lujo que te podías dar muy de vez en cuando. El teatro, inaccesible. Y usar los mismos calzones y calcetines deslavados, los mismos zapatos. El chiste era no endeudarse porque después uno quedaba ahorcado (jamás he entendido cómo es que un profesor de economía puede entrar en fase Ponzi).

Encima de eso, cuando uno iba a alguna comida –casi siempre en casa de alguien: ya he dicho que comer afuera era casi prohibitivo-, la conversación derivaba invariablemente a dos cosas: lo caro que estaba todo y la violencia delincuencial en la ciudad. Jorge Carreto era especialista en amargar las comidas con relatos pormenorizados de robos y asaltos, a cual más de aparatosos que habían sufrido parientes o conocidos suyos. Como es un conversador muy ameno, de todos modos solíamos escucharlo, pero no es grato andar comiendo mientras te platican con lujo de detalles cómo unos malandros agarran a un señor y casi lo estrangulan con un alambre para que suelte la cartera y las llaves del coche. Lo peor es que Jorge no tenía la exclusividad en relatos de malosos y en varias ocasiones hubo, al final, que pedirles a él o a otros comensales que cambiaran, por favorcito, de tema. Yo, aunque nunca en la vida he tenido miedo de andar por la ciudad, bastante había tenido con la experiencia de tres años atrás como para que me estuvieran recordando situaciones similares.

A lo mejor por eso, en aquellos meses nos gustaba ir a visitar a los Osos de Amsterdam: mi René (el de Sinaloa) y su mujer de entonces, Aura, la Pastusa. Les decíamos los osos porque parecían que hibernaban en su departamento de la Condesa, y con ellos se hablaba de cosas divertidas (al menos para mí).

Yo había coqueteado desde hacia tiempo con la idea de irme a Italia. De entrada como año sabático, pero también para sondear la posibilidad de quedarme ahí por varios años. Eran, en primer lugar, unas ganas tremendas de largarse, que compartían (ellos pensaban en España) mis amigos Fallo Cordera y Maca Mora. Recuerdo que en esos meses apareció un cartón de Magú, quien siempre tiene ideas claras para resolver las cosas aparentemente irresolubles, en el que mostraba las tres cosas que se necesitaban para salir de la crisis: un pasaporte, un mapamundi y un boleto de avión. Exactamente lo que requería yo.

Lo racionalicé (porque siempre racionalizo) de esta manera: “la última esperanza que le queda al pueblo mexicano es el Mundial del 86. Después del Mundial no quedará ya ninguna esperanza y será momento de largarse”. Casualmente, el final del Mundial coincidía, aproximadamente, con el inicio del periodo en el que yo podía tomar mi año sabático.


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