jueves, junio 19, 2014

Biopics: El Mundial del 86



Solía yo decir, en 1986, que el Mundial era la última alegría que le quedaba a México en un buen rato y que la siguiente sería el final del sexenio de Miguel de la Madrid. Con esa actitud futbolera y entusiasta abordamos muchos amigos el campeonato que tenía como sede a nuestro país.

Por un lado, escribí un montón de artículos sobre futbol, publicados en diversas revistas y suplementos culturales (recuerdo uno hecho al alimón con Pepe Woldenberg); por otro, en la facultad organicé, con Pepe Zamarripa, una gran quiniela mundialista. De hecho fueron tres: La quiniela México 86, la quiniela Donde se Vive la Emoción y la quiniela El Mundo Unido por un Balón. No pensaba asistir a ningún juego, porque los boletos estaban carísimos, pero acabé yendo a dos.

En la lluviosa mañana del debut mundialista de México frente a Bélgica, recibí una llamada de Arturo Balderas. Sucede que varios amigos habían comprado abonos, y entre ellos estaba Santiago Oñate, pero al Toro Oñate lo habían invitado a un palco, así que sobraba un boleto. ¿No quería yo ir? De inmediato dije que sí, y me dirijí a casa del Pitufo Balderas, en la colonia Ajusco, cerca del estadio Azteca.

La mañana fría se fue convirtiendo en un mediodía caluroso, con algo de bochorno. Los boletos eran hasta arriba, cerca del banderín de corner. Nuestro grupo era bastante grandecito e incluía a Fallo, Maca y sus hijos. El estadio estaba a reventar. A mi alrededor había puro clasemediero, y eso que eran de los lugares más baratitos. Y bastante villamelones, en su mayoría: en determinado momento, la gente empezó a gritar “¡Culeeero!” y un chavo cerca de mí pregunta: “¿Qué dicen?”: su compañero responde: “Dicen Leeeo, por las victorias de Leo Lavalle en tenis”.

Los anales cuentan que México ganó ese juego 2-1, con goles de Fernando Quirarte y Hugo Sánchez. Mi recuerdo más claro, el tricolor sacando pelotazos durante los últimos 20 minutos a una desdentada delantera belga. El juego estuvo malito; la experiencia fue formidable.

Nunca he entendido por qué a Patricia le disgustó que yo hubiera aceptado la oferta de ir al partido, una que ningún hombre en sus cabales podía rechazar. Quise entender que fue porque Raymundo se había quedado triste, así que decidí llevar al niño al siguiente partido del Tri. Tremenda cola para comprar los boletos unos días antes, tremendo hoyo en la cartera. Pero fuimos al México-Paraguay.

Los boletos eran de tercer piso, a la altura del área grande. El juego me pareció mucho más entretenido que el primero. El público asistente, del mismo tipo que en el partido anterior, con un chavo que se puso dos vasos vacíos de cerveza debajo de la playera para imitar a la Chiquitibum, la chichoncita que era el ícono comercial de aquel torneo. En los primeros minutos, enotme movilidad de Luis Flores, que recibe un pase perfecto y anota. “¡Agûevo!”, gritè yo, que siempre preferí a Flores sobre el mediático Abuelo Cruz para acompañar a Hugo en la delantera (no es nada nuevo que en México se generen ídolos de coyuntura, jugadores del montón que con un par de juegos buenos se convierten en estrellas). Raymundo estaba feliz. Después vino el empate paraguayo.

Cuando el juego fenecía, el Abuelo se interna por la banda derecha y lo faulean. Me levanto y grito: “¡Penal!”, apuntando al punto de penalti como si fuera el árbitro. Al momento de sentarme digo: “La verdad estaba fuera del área” (la jugada fue exactamente frente a dónde estábamos). Los aficionados cercanos casi me linchan.

Como se sabe, el árbitro marcó el penal y Hugo lo falló miserablemente, lo que preservó el empate y permitió que el arquero paraguayo, feliz con el resultado, nos hiciera señas obscenas al terminar el juego. La experiencia personal fue aún mejor que en el primer partido.

El Mundial siguió, salpicado de comentarios de cuates que habían logrado asistir a algún partido –además de Fallo y su familia, de Balderas y de Rafful, exalumno, que tenían abonos-. Eduardo Mapes y Pepe Zamarripa fueron a sendos partidos de Inglaterra, con amigos ingleses. Pepe fue al de la “Mano de Dios” (juro que no me dí cuenta hasta que pasaron la repetición en la tele). Rafful comentaba un estribillo en el estadio, que nos dice de la época: “El dólar a seiscientos/ y México luciendo”. De las famosas quinielas, dos las ganaron Maca y su hijo Diego; la otra, por atinar todos los marcadores de México, la ganó Eliezer Morales y se llevó una bonita peluca tricolor de premio. La final estuvo muy buena y los que le íbamos a Argentina sobre Alemania quedamos con una sensación doblemente grata.

Como se sabe, México perdió en cuartos de final con Alemania, en penales. Ese partido lo vimos en casa. Cuando terminó la ronda de tiros de penal y México quedó eliminado, Raymundo rompió a llorar con un desconsuelo enorme. Yo lo que pensé fue: “Este niño no está acostumbrado a las derrotas”. Y es que mi generación fue educada a pensar que el destino de México era perder. Eso ya no sucedería en las mentes de la nueva hornada. Se nota, y qué bueno.




2 comentarios:

Santiago Cordera dijo...

Buenísimo Pancho, yo, de las únicas cosas que recuerdo, es que entraba al Azteca debajo de la falda de mi madre para darle mi boleto a Inti. De eso y de un partido de Francia en CU.

FBR dijo...

Sé, por Maca, que ustedes llevaban banderas francesas, por cierta afición de Diego hacia les Bleus. Eso me pareció pésimo, porque yo he sido azzurro de años. El juego era contra Italia.
También me contó Maca de la empapadota que se pusieron en CU en el Argentina-Corea.