martes, octubre 20, 2015

Pobreza, ortodoxia y terquedad. Cuatro artículos.


A lo largo de los últimos meses, en varias ocasiones he abordado temas económicos en mi columna de Crónica. Hay en ellas una suerte de leit-motiv: la preocupación por la escasa dinámica de la economía mexicana, tanto en términos de su bajo crecimiento como de su mala distribución del ingreso, aderezada por una preocupación tal vez mayor: la que deriva de la terca ortodoxia de quienes conducen la política económica. Quisiera que hubiera lugar para el sentido común, pero tal vez yo también soy muy terco por insistir en ello
Aquí, una selección de cuatro artículos al respecto.



La pobreza y el dinosaurio


Hay muchas maneras de leer el importante informe sobre medición de la pobreza 2014, presentado recientemente por el Coneval. Creo que la mejor es hacerlo sin aspavientos, pero con el realismo necesario para entender la gravedad de la situación. 

El primer dato duro es el aumento en el número de pobres en el país, tanto en números absolutos como en porcentaje de la población. Es un indicador de que el crecimiento económico ha sido claramente insuficiente para disminuir un problema estructural. Pasan las décadas y la pobreza, como el dinosaurio de Monterroso, todavía está aquí.

En términos de pobreza por ingresos, estamos como cuando se empezó a medir, en 1992. Hace 23 años, el 53.1% de la población tenía ingresos por debajo de la línea de bienestar; el año pasado, el porcentaje era de 53.2%.  Tantas vueltas para llegar al mismo lugar. Y, en términos de combate a la pobreza, otra generación perdida.

Al mismo tiempo, en estas dos décadas han descendido casi todas las otras carencias sociales medidas en Censos Nacionales o en la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH): hay menos rezago educativo, mayor acceso a la seguridad social, mejores servicios y espacios de vivienda y mucho mayor acceso a los servicios de salud. Está estancando el problema de acceso a la alimentación, aunque allí quizás haya un problema de medición.

¿Qué significa esto? Que una serie de servicios ofrecidos por el Estado y una política de subsidios focalizados han paliado parcialmente un problema que sería dramáticamente mayor si nos hubiéramos atenido al puro comportamiento de la dinámica económica.

El informe del Coneval distingue con toda claridad los dos efectos en el periodo 2012-2014, correspondiente, grosso modo, a los primeros años de la administración Peña Nieto. La caída en los ingresos reales de las personas explica todo el aumento de la pobreza, que sería aún mayor si no existiera el efecto de las transferencias gubernamentales.

En otras palabras, si no hubiera caído el ingreso, el porcentaje de pobres hubiera bajado al 44.8% y, si no hubiera habido transferencias gubernamentales, la población en situación de pobreza sería de 48.3%, y tendríamos casi 12 % de pobres extremos.  

Esto nos dice que el problema mayor no está en la insuficiencia de las políticas de desarrollo social, sino en la política de ingresos de las personas. En la política salarial del sector formal, que es el determinante principal de la estructura de ingresos familiares.

El otro elemento crucial para la pobreza –directamente ligado al anterior- es la política de empleo y de oportunidades de inversión. Allí donde se crean empleos formales y crece el mercado interno, la pobreza –y, en particular, la pobreza extrema- tiende a mitigarse.

Parece una verdad de Perogrullo, pero Perogrullo no era economista. Y creo que político tampoco.

Si consideramos que el mercado interno es secundario, y que lo importante es que la economía sea competitiva en el exterior, y para ello castigamos los salarios (competimos epidérmicamente, a través de la baratura de la mano de obra), el resultado, año tras año, lustro tras lustro, será el mismo: media población sumida en la pobreza. No hay salida cuando más de la mitad de los mexicanos tienen un ingreso per cápita mensual inferior a los 2 mil 600 pesos.

La respuesta de fondo, entonces, no está en las políticas sociales –que son lucidoras, pero suelen ser paliativos-, sino en la política integral de desarrollo, que debe incluir, por fuerza, a todos los sectores sociales, pero que inicia desde los conceptos centrales de política económica: la elaboración del presupuesto en primer lugar, pero también los programas de apoyo, la política fiscal, la laboral, la regulatoria.

Allí es donde el dinosaurio sienta sus reales. Predomina una lógica que no es de austeridad republicana –de redefinición de prioridades y supresión de gastos innecesarios-, sino de ortodoxia de los recortes, en aras del fetiche de algunas variables que supuestamente son la llave de la estabilidad macroeconómica.

Existe el fundado temor que, ante los evidentes problemas que presenta el contexto económico internacional, sobrevenga una reacción propia del pleistoceno y se privilegien medidas que fracasaron hace tres décadas y con más razón fracasarán en el futuro próximo.

El informe del Coneval debería entenderse como un aldabonazo en las conciencias de quienes hacen política económica en este país para no caer en esa tentación. Hay que hacer un ajuste sensato. No basta con apretarse el cinturón, porque existe el riesgo de que se lleve hasta los magros avances en el combate a las carencias sociales.

Es insensato festinar los resultados en el combate a la pobreza extrema –que los hay-, sin ver que la coyuntura nos dice que la situación puede empeorar, y que puede ser masiva. Más aún, atribuir esos resultados a reformas que todavía no tienen efectos.     

Finalmente, un comentario sobre la evolución de los ingresos por decil. En la lógica del vaso medio lleno, se hace hincapié en que el decil I –que agrupa al 10% más pobre- fue el único que vio crecer sus ingresos reales en el bienio analizado. En la del vaso medio vacío, llama la atención que los deciles más afectados hayan sido los que van del VI al IX: las clases medias y trabajadoras que están entrando en el tobogán que las lleva directo a la pobreza.  

Así no llegamos a ningún lado bueno. Razón de más para dar un golpe de timón en la política salarial.


Para defender la democracia, defender la economía

Si algo hay que agradecerle a José Woldenberg es la claridad con la que expone sus puntos de vista. Podemos o no estar de acuerdo con el diagnóstico que hace de la transición democrática, pero sin duda sabemos lo que dice y lo que piensa. La conversación que sostuvo en Crónica, en la que explica las tesis principales de su nuevo libro, no es la excepción. 

Retomaré en esta columna dos de las cuestiones más importantes comentadas por Woldenberg, dejando de lado el debate sobre el carácter inacabado o no de nuestra transición democrática y subrayando el hecho de que los problemas torales de nuestra democracia no están en el mundo de lo electoral.

La primera cuestión es el déficit social y económico de la democracia mexicana. La segunda, el déficit de ciudadanía, que se refleja en una incomprensión profunda de los cambios llevados a cabo hasta la fecha.

Es cierto que entre las expectativas sociales que se generaron en torno a la democracia había algunas desmedidas. Pedirle a la democracia cosas que ésta no da, de por sí. Pero también es un hecho que, de manera análoga a como los años de crecimiento generaron un consenso pasivo respecto al autoritarismo de entonces, los años de estancamiento están generando un desencanto –pasivo, por ahora- respecto a la democracia de hoy.

Efectivamente, el discurso común a los jóvenes, en las generaciones de antes, era que los regímenes emanados de la Revolución habían conseguido paz y crecimiento, que había movilidad social y que el progreso era inevitable.  Ahora uno tiene que andar insistiendo en que el país en que vivíamos sí había crecimiento y empleo, pero que no había las libertades que hoy gozamos, que se predicaba el unanimismo forzoso y que hoy existen contrapesos ante el poder político que en aquel entonces eran inimaginables. Pero uno sabe que su propio discurso no puede ser recibido con claridad cuando las expectativas de las nuevas generaciones se ven nubladas por la situación económica, de casi nulo crecimiento y social, de creación de compartimentos estancos, que dificulta la movilidad social y perpetúa la desigualdad y la pobreza.

¿Qué significa esto? Que para defender a la democracia mexicana hay que trabajar por mejorar la economía mexicana: hacerla más dinámica y más redistributiva. Si las fuerzas democráticas del país, claramente mayoritarias, no se esfuerzan en ello, será el turno para las que tienden al autoritarismo, sea institucionalizado o caudillista, que tendrán en el malestar social un buen caldo de cultivo para su demagogia.

Esto nos lleva necesariamente a los problemas económicos de coyuntura, señaladamente el fiscal-presupuestal: si no se generan condiciones para que aumente la inversión, la mala economía seguirá trabajando en la erosión de la democracia. Y si no hay un mercado interno lo suficientemente dinámico, hay que dinamizarlo.

La inversión privada aumentará en cuanto haya demanda interna (aunque muchos en la IP digan que aumentará en cuando les quiten impuestos y se homologue el IVA)… o en cuanto Estados Unidos crezca a tasas a las que no va a crecer en muchos años. La inversión pública estratégica puede ayudar a detonar esa demanda: actualmente está a niveles reales de 1946, cuando este país era mucho más pequeño y pobre. Mal haríamos en jugar a empequeñecernos.

(Ah, y por supuesto, hacer como que crecemos, como que creamos empleos y como que no es necesario un cambio estructural, nada más sirve para chuparnos el dedo).

El otro tema es igual de grave: el déficit de ciudadanía. Ha habido actores políticos que han insistido en que México sólo es democrático cuando ellos ganan. Subsiste una cultura que rechaza la política aún en su sentido más noble: cuando es capaz de poner de acuerdo, en un punto intermedio, a quienes piensan diferente. Existe la tendencia en los medios a cebarse en los escándalos, en las fallas más clamorosas del sistema, pero no para acabar con los primeros y mejorar el segundo, sino para sacar raja política o comercial de ello. Se mantiene la idea popular de que una ley es buena si se aplica en los bueyes de mi compadre, pero no en mí ni los míos. También persiste el concepto, heredado de los tiempos predemocráticos, de que el Presidente es todopoderoso.

Este humus cultural reacio a la democracia también tiene que ser considerado como problema. Y es válido identificar a quienes son sus mayores portavoces, porque suelen ser personajes o grupos de interés verdaderamente interesados en que la población no se apropie de la transición democrática. Que no la haga suya para que ellos puedan presentarse como los salvadores (del pueblo bueno, de la gobernabilidad, del orden público, etcétera).

Al mismo tiempo, es necesario para quienes trabajamos en los medios, ser capaces de subrayar lo bueno, lo conseguido, sin dejar de tener una visión crítica y propositiva de la realidad. El morbo y el escándalo pueden ser entretenidos y rentables, pero pocas veces dejan una buena cosecha social.

Se trata, en ambos casos, de un asunto de distribución del poder. Si la economía no crece y el empleo escasea, el poder se distribuye de una manera muy distinta a cuando la economía es dinámica y hay ofertas de empleo: hay menos oportunidad de explotación y expoliación. Si la gente se asume en democracia, es más capaz de ejercer sus derechos y luchar por ellos, en vez de andar dependiendo de la buena voluntad de gobernantes-tlatoani… o desconfiando de todo y de todos (que es la receta para acabar con la cohesión social).


Un mito (y un mitote)

Para algunos cascarrabias como quien esto escribe, es complicado convivir con algunos mitos persistentes, que los hay de todos colores y en todas las áreas de la vida. Suelen generar sofismas de lo más molestos. Comentaré uno de los más insistentes en los meses recientes: la inminente subida de las tasas de interés en Estados Unidos.

Si uno se pone a revisar los comentarios de los sesudos analistas financieros, se encontrará que, en todo momento, la mayoría de ellos supone que un alza en las tasas de interés está por venir.

Llevamos más de un año siendo torturados, como el personaje del cuento de Allan Poe, El Pozo y el Péndulo, con la idea de que, en cualquier momento (es decir, el mes próximo), la Reserva Federal de Estados Unidos va a incrementar las tasas de interés y, con ello, obligar a las autoridades mexicanas a hacer lo propio para evitar una salida importante de capitales –pero generar un frenón adicional al crecimiento económico del país, ya de por sí lento.

Durante todo este año, la idea peregrina de que la Fed subiera las tasas no resistía el más mínimo análisis. Me explico: la autoridad monetaria sube las tasas de interés cuando una economía está sobrecalentada: es decir, cuando crece en exceso y genera posibilidades de inflación. Las reduce, si la economía se encuentra contraída, con capital excedente y demanda débil.

La Fed difícilmente puede bajar la tasa de interés, porque está en un nivel históricamente bajo. Desde 2009, la Fed aplica un intervalo que va del 0 al 0.25 por ciento. Esto se debe a que la economía de Estados Unidos, a partir de la crisis desatada por los fondos de inversión con instrumentos chatarra, ha crecido a tasas muy reducidas. Se le ha debido inyectar liquidez para que pueda funcionar razonablemente.

En esas condiciones de respiración asistida, las tasas trimestrales de crecimiento económico de EU han sido muy variables en los últimos años. A un trimestre de recuperación suele seguirle otro con resultados amargos (en el primero de 2014, por ejemplo, hubo incluso decrecimiento; y en el primero de 2015 la economía de EU creció a ritmo de sólo 0.6 por ciento anual). En otras palabras, no hay signos de una recuperación sostenida (y subrayo el adjetivo: sostenida).

A diferencia del Banco de México, al que –de una manera miope, derivada del trauma de la hiperinflación en tiempos de Miguel De la Madrid- le han asignado exclusivamente un papel antiinflacionario, la Fed tiene entre sus tareas, “maximizar el empleo” y “lograr unos tipos de interés de largo plazo moderados”.

Pues bien, a pesar de eso, cuando la economía crece al 4 por ciento, los expertos pronostican alza en las tasas de interés… pero igual lo hacen cuando va  al 1.9, el 0.5 o el -0.9 por ciento.

En otras palabras, no hay un razonamiento detrás del pronóstico, sino un juego perverso. Dicen que va a subir porque no puede bajar: cuando la Fed se decida y acepte un aumento mínimo, dirán: “Tal y como pronosticamos…”, sin explicar por qué fallaron más de un año en la fecha.

En algunos medios masivos mexicanos la cosa está peor. He escuchado “analistas” que dicen que, porque la economía china está en problemas y porque no ha bajado el desempleo estadunidense, EU subirá las tasas de interés. No amiguitos charlatanes, es al revés: si la economía mundial crece demasiado rápido, entonces es cuando aumentan los intereses.

Lo ridículo del caso (y ahí es cuando hago entripado) es que el mero efecto de los magos de Oz –porque son más falsos que el de la película-  afecta en realidad a los mercados, generando una expectativa que no por falsa deja de ser influyente.

Vaya, hasta el gobierno federal cayó en este pánico, con ajustes precautorios. Y desde las altas oficinas de Hacienda y del Banco de México se habla del famoso aumento de las tasas de interés como un hecho (incluso hubo un alto funcionario cuyas siglas son LV que habló del aumento en tiempo pasado, como si ya hubiera ocurrido).

¿Cuándo aumentará la Fed su tasa de referencia? Cuando haya la percepción mayoritaria de que el crecimiento económico de EU es sostenido y en aceleración, sin que haya nubarrones económicos serios en otras áreas importantes de la economía mundial: es decir, en China, Japón y la Unión Europea. En mi lógica, eso no se sabrá hasta que aparezcan los datos preliminares del último trimestre del año.

Lo peor del caso es que, efectivamente, cuando la Fed suba su tasa de referencia, habrá una notable salida de capitales desde los mercados emergentes. Una sobrerreacción.  Un mitote.

Cuando llegue ese momento, México hará un intento heroico por demostrar que es diferente a algunos emergentes consentidos de antaño (Brasil, Rusia, Sudáfrica, China), subrayará sus fortalezas macroeconómicas, su correcto manejo financiero, su inflación dominada, sus reformas recientes. Pero no servirá de nada: está en el paquete de los países emergentes, y como tal se le tratará (mal).
Eso nos pasa, a México y al mundo, por prestar nuestros valiosos oídos a los charlatanes.


"No hay más ruta que la nuestra"

La aprobación de la miscelánea fiscal para 2016 y del dictamen de amortización de deuda pública nos dicen, en términos políticos, que en economía el gobierno federal ha hecho suyo el lema de los muralistas: “No hay más ruta que la nuestra”. Y, en términos económicos, que toda estabilidad, así sea la del estancamiento con carencias acumuladas, es preferible a tomar riesgos.

En el primer caso, hay varios elementos que tienen lógica, y están relaciones con dos tipos de deducciones: el de inversión inmediata en capital fijo nuevo y el de las personas que tienen incapacidad laboral.  Junto con ellos, está el aumento de la deducibilidad para personas físicas, que tiene escaso impacto negativo pero es ganador entre las clases medias. Pero hay un tercero que no tiene razón: la disminución a la mitad del  IEPS a las bebidas adicionadas de azúcar.

De esto último, no puede pensarse sino en que el peso de los intereses de poderosos grupos empresariales pudo más que los argumentos científicos de la Secretaría de Salud. El efecto del impuesto se había ya reflejado, si bien de manera marginal, en los hábitos de consumo. Ahora habrá más dificultades para detener la epidemia de obesidad. A la menor recaudación habrá que sumar, en años próximos, el mayor gasto en salud.

Más grave todavía resulta la decisión de que los remanentes de operación del Banco de México se canalicen, en un 70 por ciento, al pago anticipado de la deuda pública. El 30 por ciento restante queda en el Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios.

Los remanentes del Banco de México se registran debido a la apreciación del dólar frente al peso. Normalmente se dedicaban a obras de infraestructura (inversión que genera empleo).

¿Qué hay detrás de esa medida, que fue rechazada por la oposición? Mucha ideología y poco sentido común.

El sentido común te dice que, si viene un año de vacas flacas, como el que se espera, racionalices tu gasto y fijes tus prioridades. Entre éstas no pueden estar los pagos anticipados: quitas dinero que se puede gastar en rubros fundamentales (pensemos, en nuestro caso, en el gasto social o en la inversión pública, que podría apuntalar la débil economía nacional).

Pero la ideología dice que se generará ese imponderable llamado confianza si se reducen las obligaciones del sector público. La ideología dice que toda deuda es anatema y todo déficit es condenable.

El sentido común dice que el pago de deudas se puede adelantar cuando sobra un poco de liquidez y que no hay que generar grandes déficits: sólo aquellos que sean cómodamente financiables (como una tarjeta de servicios, por dar un ejemplo de finanzas personales). Aquí estamos en otro reino.

Pero la decisión de más fondo es la que va a darse en torno al Presupuesto de Egresos de la Federación, que es la siguiente discusión en el orden del día.

Si se aprueba tal y como ha sido presentado, generará condiciones de estabilidad macroeconómica acompañada de tasas de crecimiento ínfimas y de una red de protección social cada vez más tenue, casi de ala de mosca. Condiciones que durarán más que el año sobre el que se debate el presupuesto. Mucho más.

No hay, en el presupuesto presentado, una estrategia (o mejor dicho, un conjunto de estrategias) dirigidas a disminuir la pobreza de raíz, a través de mejoras productivas y mayores salarios. Hay, sí, un gasto social dirigido a paliarla: a permitir que las cosas siguen como están (en vez de empeorar, que es lo que dictaría el puro mercado).

Se trata, entonces, de un presupuesto con visión restringida, que no ve que un factor clave de la cohesión social en el país es la reducción de sus grandes desigualdades. Apuesta a la inercia que nos ha llevado a la polarización en los últimos años. Es miope.

México ha tenido durante los últimos lustros un crecimiento económico bajo debido a la debilidad estructural del consumo. El porcentaje de la inversión como promedio del PIB es muy bajo (y no hablemos de la inversión pública, a niveles de hace 7 décadas). Si no hay un impulso a la inversión –y sabemos que la pública genera condiciones para que se implante la privada-, no habrá manera de crecer ordenadamente en el futuro.

Esto parece no importar. Hay un aferramiento a los conceptos que ya se demostraron fallidos en otras partes del mundo. Ganas de complacer a (una parte de) los capitales, cuando a la mayor parte de las empresas productivas –que verán sus pagos atrasados y terminarán financiándose vía proveedores- les hacen la vida imposible. “No hay más ruta que la nuestra”.

En esa ruta, México seguirá creciendo a tasas mediocres, con las empresas jineteándose obligatoriamente las unas a las otras, los salarios en el suelo y el subempleo –más informal que formal, a pesar de los esfuerzos- como expectativa de vida de las mayorías.

¿Es eso lo que queremos? ¿De verdad no hay otra ruta fiscal y socialmente responsable?


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