jueves, noviembre 19, 2015

La hibris y París




Hace unos días acabé de leer En el poder y en la enfermedad, un libro escrito por David Owen, médico neurólogo y psiquiatra, fundador del Partido Socialdemócrata británico y ex ministro de Salud y de Relaciones Exteriores del Reino Unido. El libro terminó por estar muy ligado, por un extraño camino, a los recientes ataques terroristas en París.

Owen analiza los efectos que tienen diversas enfermedades y su tratamiento en la toma de decisiones de parte de los líderes políticos. Su conclusión central, sobre la que da interesantes ejemplos, es que un político enfermo –de ciertos males- suele tomar peores decisiones que uno sano, con consecuencias enormes.

Hay un tipo de enfermedad, un síndrome, que resulta particularmente dañino para los políticos, según el autor. Es la hibris. Sus características principales son el orgullo exagerado y la soberbia, que llevan a una desmesura en las acciones. La persona pierde la perspectiva de la realidad, ve sólo lo que desea ver y, en consecuencia, toma decisiones equivocadas, que lo llevan al desastre (y también, sí es un líder, a sus seguidores).

Quien actúa bajo este síndrome no presta atención a la información, no mantiene la mente y el juicio abiertos, suele persistir en políticas inviables o contraproducentes y se niega a sacar provecho de la experiencia (porque significaría admitir un error).

¿Cómo se identifica la hibris? Owen señala algunos síntomas: inclinación a ver el mundo como escenario; preocupación desproporcionada por la imagen; una forma mesiánica al hablar; identificación de sí mismos con el Estado, la nación o el pueblo; tendencia a usar el plural mayestático (“nosotros”, en vez de “yo”); excesiva confianza en su propio juicio; exagerada creencia en lo que pueden conseguir personalmente; la creencia de ser responsables no ante el tribunal terrenal, sino ante Dios o la Historia; tendencia a permitir que su “visión amplia” haga innecesario considerar los detalles prácticos, los costos y el resultado final; inquietud, temeridad, impulsividad; una obstinada negativa a cambiar de rumbo… 

En otras palabras, tiene síndrome de Hibris el político que pierde el piso. Lo grave es que termina generando incompetencia y problemas posteriores, a menudo más graves que los originales.

Antes de que, a partir de los síntomas evidentes, nos pongamos a calificar a todo tipo de personajes políticos, debo señalar que los dos ejemplos más notables que señala Owen son George W. Bush y Tony Blair, en relación con la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Husein.

Los problemas empezaron antes. Owen comenta que, “aun cuando la invasión de Afganistán estaba justificada”, los problemas de largo plazo del control del país “fueron burdamente menospreciados”.  Bush, al centrarse en la guerra y no ver las consecuencias de sus acciones, evidenció que padecía la hibris.

En el caso iraquí, la cosa fue todavía peor. Se aceleró la invasión en medio de una incapacidad total para planificar la posguerra. A todas las advertencias de que la ocupación de Irak conduciría necesariamente a un ejercicio de construcción nacional prolongado, costoso y con presencia de tropas, se les ninguneó totalmente.

Owen cita a un ex agente de la CIA: “Estaba fuera de duda que llegaríamos a Bagdad en un abrir y cerrar de ojos. Más nos hubiera valido tener un plan para cuando llegáramos. Pero no teníamos nada excepto cuatro páginas de Power Point. Fue una arrogancia…”.

En otras palabras, el vago plan que tenían tras el derrocamiento de Husein chocó, de manera dramática, con la realidad. Dejaron que empezaran los saqueos y la anarquía. Y, en contra de la opinión de los expertos, ejecutaron una disolución sin orden de las fuerzas armadas iraquíes y del partido Baaz (“al anochecer habrá empujado usted a la clandestinidad de 30,000 a 50,000 baazistas”, advirtieron). Finalmente, tanto Bush como Blair desoyeron las advertencias que decían que era necesario mantener una fuerza de ocupación numerosa por cierto tiempo: esa era una recomendación que ningún político que lucha por votos quiere escuchar.

Ninguno de los gobiernos post-Husein ha podido controlar todo el territorio de Irak. Y, después de la invasión, ha muerto casi un millón de civiles en ese país.

Para agosto de 2007, se reveló que el Pentágono no podía rendir cuentas de 11 mil fusiles de asalto AK-47 y 80 mil pistolas, supuestamente suministrados a las fuerzas de seguridad iraquíes. “Pocos dudaron” –escribe Owen- “que las armas suministradas por Estados Unidos estaban nutriendo a la insurgencia, abrumadoramente compuesta por suníes iraquíes. Los combatientes extranjeros integrados en ella procedían sobre todo de Arabia Saudí…”.

Ese es, precisamente, el caldo de cultivo en el que se gestó el Estado Islámico.

Ahora que esta excrecencia de las malas decisiones ha crecido, y amenaza con convertirse en metástasis mundial, es necesario extirparla. Es necesario destruir esa organización. Los hechos de París no hacen sino reiterarlo.

Pero lo peor que podrían hacer los líderes del mundo democrático es contagiarse de la hibris y apostar, como en su momento lo hicieron Bush y Blair, por un arrasamiento militar sin tener claro qué es lo que sigue. Si se confían en su fuerza superior y menosprecian tanto los costos como el significado del “después” en una zona del mundo tan compleja, nos hundiremos en una espiral infernal.

La diferencia entre el Estado Islámico y el mundo que lo combate debe ser, en primer lugar, que haya un poco de cordura de este lado. La cordura no se riñe con la fuerza ni con la decisión.

Que la hibris sea de ellos, y sólo de ellos. Porque entonces, dirán los griegos antiguos, significa que ellos serán los castigados por los Dioses.


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