jueves, febrero 04, 2016

Las películas olímpicas (I)




Este año me he dado a la tarea, titánica pero agradable, de ver –o de volver a ver- todas las películas oficiales sobre los Juegos Olímpicos. El ejercicio resulta una interesante inmersión no sólo cinematográfica, sino sobre todo sociológica.

La primera entrega trata de los filmes realizados hasta 1968. Hay una razón para ello. A partir de 1972, y con sólo dos excepciones, se acabaron las películas olímpicas totalizadoras, que intentaban dar una visión panorámica sobre el evento.

Es importante hacer notar que la gran mayoría de las películas olímpicas tiene una fuerte carga política e ideológica. Tenemos una obra maestra de la propaganda y tres películas exitosas que buscaban, cada una, reivindicar la historia reciente: la Roma eterna, el Japón reconstruido, el México moderno postrevolucionario. Tenemos una película que quiere ser respuesta de izquierda a la Olympia de Reifenstahl, otra que quiere recuperar los valores occidentales del olimpismo, en la austera clave de postguerra británica y una más que juega a la guerra fría. La única que parece totalmente ausente de esa carga es el largo cine-noticiero de 1924.

Tenemos, además, dos ausencias. Amsterdam 1928 y, extrañamente, Los Ángeles 1932, en donde se filmaron miles de metros de cinta, pero a nadie en Hollywood, allí cerquita, se le ocurrió editar el material para hacer una película comercializable.

Aquí están las reseñas:

1924:
Les jeux olympiques, Paris 1924,  dirigida por Jean de Rovera.

Es un documental de 162 minutos que funciona realmente como largo noticiero cinematográfico de la era del cine mudo. Leemos de qué competencia se trata, vemos algunos segundos y después se presenta al ganador que posa ante la cámara (o las tenistas finalistas que se felicitan tras el match).

Tiene momentos interesantes –ver a Nurmi, a Ritola o la carrera de Eric Lidell que luego sería tema central de Carros de Fuego-, pero vale más que nada como máquina del tiempo. Las tomas suelen ser inmóviles (por ejemplo, en las carreras de medio fondo vemos pasar a los atletas una y otra vez por el mismo lugar, aunque en los 3 000 steeplechase hay dos cámaras y la del foso nos regala algunas tomas memorables). Y resulta interesante constatar que los aficionados de entonces (que no llenaban el estadio) no se habían percatado que son mejores lugares los que están después de la meta que los que están en la línea de salida de los sprinters. Lo más curioso es que la cámara tampoco.

1936

Olympia 1. Teil - Fest der Völker  y Olympia 2. Teil - Fest der Schönheit, dirigidas por Leni Riefenstahl

Estas son las películas clásicas de los Juegos Olímpicos, la base de muchas otras y el modelo digno de imitación. Son, al mismo tiempo, expresión de una ideología estética y obras maestras de la propaganda.
Esto último se puede notar desde los subtítulos, “Fiesta de los Pueblos” y “Fiesta de la Belleza”, que toman dos elementos caros a la concepción vital del fascismo: la expresión popular diferenciada y el culto a la juventud (“giovinezza, giovinezza, primavera di bellezza”, cantaba el himno del partido de Mussolini). Si a eso le agregamos el fuego “purificador”, tenemos el concepto del film: los juegos olímpicos son el legado de la Grecia antigua, que rendía pleitesía a la belleza humana y Alemania es el lugar ideal para reconstruir ese legado. Y ese es el significado profundo de las  imágenes que anteceden al encendido del fuego sagrado y al trayecto de la antorcha olímpica hacia el estadio de Berlín. El efecto funcionaba.

La “Fiesta de los Pueblos” consiste en tres partes: el legado histórico que recoge el Reich, la inauguración y los eventos de atletismo. La “Fiesta de la Belleza” inicia con una visión idílica de jóvenes en el bosque y recoge los demás deportes, además de unas cuantas tomas de la villa olímpica. Cada película tiene un tono diferente, pero en ambas hay un evidente culto al cuerpo más allá de las razas. En ese sentido, más que un canto racista, la Olympia de Reifenstahl es un canto a esa suerte de superhombre que son los atletas y a la belleza de los cuerpos jóvenes en movimiento. A lo largo del film, los entusiastas espectadores serán una suerte de coro variopinto que canta y se maravilla de los prodigios que realizan los deportistas (paradójicamente muy pobres comparados con los logros de nuestros contemporáneos).

Este humus cultural fascista no impide a Riefenstahl quedar extasiada por héroes que resultan ser no arios. La “Fiesta de los Pueblos” se la lleva, de calle, Jesse Owens, el corredor afroamericano: “el hombre más rápido del mundo”, dice varias veces el narrador. Y en el otro momento cumbre de ese filme, el salto de garrocha, realizado con estupendos claroscuros, la cámara se centra en el porte del garrochista japonés. En la “Fiesta de la Belleza”, están las escenas idílicas de muchachos arios, pero a la hora de la verdad, la cámara de la directora, seducida, se escurre del recio ganador alemán del pentatlón moderno para quedar extasiada ante la imagen del medallista de plata, coronado de laurel. Estadunidense, sí, pero bello.

La distribución de ganadores que ve uno subir al podio resulta más variada de lo que uno esperaría en una película nazi, y sólo unas cuantas frases del narrador alemán denotan esa ideología (corren juntos tres maratonistas finlandeses y dice: “Tres corredores, una nación, una voluntad”). Hay un par de escenas en las que un espectador avezado se da cuenta de que Hitler era un maniático, y las escenas del campo traviesa, en las que los jinetes militares caen una y otra vez a un charco resultan finalmente graciosas. También hay muchísimos momentos poéticos: son conocidos los de los clavadistas a los que se hace volar como aves hasta llegar al Olimpo (incluso utilizando la cámara en reversa), los garrochistas y los veleros que parecen cisnes. Yo me quedo con las escenas de remo, que son puro frenesí.

Leni Reifenstahl innovó la manera de ver el deporte, sentó las bases en muchos aspectos técnicos (las fosas de camarógrafos, por ejemplo) e incluso definió los que por años serían considerados deportes “estéticos” y, por ende, filmables. Realmente hizo un clásico, difícilmente comparable con el resto precisamente porque abrió la brecha.

Se trata pues de filmes contradictorios. Desmesurados. Bellos. Geniales, a ratos. Desagradables, por momentos. Como su autora.  

1948

XIV Olympiad: The Glory of Sport, dirigida por Castleton Knight.

Si los filmes de Reni Riefenstahl eran grandilocuentes y eran manifiestos estético-políticos, el de Knight se va precisamente por el otro lado. Es la Gran Bretaña que se apresta a dejar de ser imperio y es mesurada y sobria. La intención es hacer un correcto documental de unos juegos austeros. Al mismo tiempo, la película intenta no apostar por el patriotismo y ser balanceada, en una suerte de fair-play británico. 

Eso sí, se va –además del atletismo, que suele llevarse la parte gorda de casi todas las películas olímpicas- por los deportes caros a los ingleses (lo que nos permite, entre otras cosas, disfrutar de imágenes del triunfo de Mariles y los jinetes mexicanos). Está filmada con calidad y se deja ver, al tiempo que nos muestra modas y actitudes de aquella lejana inmediata posguerra.   


 1952

Olympia ’52, dirigida por Chris Marker  

Es tal vez la película más rara y curiosa de todas. Sin duda es la que contó con menos presupuesto, pero resulta sumamente interesante. Hubo momentos, sobre todo en la extraña introducción, que me dije “esto parece nueva ola francesa”. Efectivamente, Chris Marker, ex partisano antinazi, fue parte de ese movimiento (del grupo de la Rive Gauche, para ser precisos). Más tarde, reparé en el título: se trata de una respuesta política a la obra mayor de Riefenstahl. Si aquella iniciaba con imágenes de la Grecia antigua, ésta lo hace con trabajadores de limpia en el estadio de Helsinki. Si aquella retrotraía a la grandeza, ésta lo hace a la cotidianeidad (los pequeños adornos olímpicos en calles y tiendas, un tiovivo, unos pies que se calzan). Y si aquella mostraba las gotas de rocío que caían sobre una laguna de mítica belleza, en ésta las gotas de lluvia caen sobre un charco camino a una inauguración olímpica pasada por agua. Si el filme de Reifenstahl era una suerte de “fetichismo de lo físico”, el de Marker responde con imágenes que hacen humano al superhombre: Zatopek  mientras duerme o lee; una atleta que toma el té alzando el dedito.

También hay claras respuestas a algunas alusiones racistas del filme alemán. Lo paradójico es que hoy suenan políticamente incorrectas. Si en la película sobre Berlín 36 hablaban del “negro americano”, en la de Helsinki 52 hablan de victorias de “la América negra” y de “la negra más bella del mundo”.

La película está filmada casi exclusivamente en el estadio, por lo que sólo hay unas cuantas escenitas de otros deportes. Está hecha con notables limitaciones presupuestales (Marker usó solamente cuatro cámaras en total), y eso también se nota.

Otra paradoja: hay un héroe en la Olympia de Reifenstahl: Jesse Owens; en la Olympia de Marker el héroe es Emil Zatopek. La realidad deportiva es lo que es. Y al final, siempre están los mismos coros, la misma celebración de la belleza.

Dos comentarios finales: uno es que esta película histórica requiere de una restauración urgente (al menos las copias disponibles en línea); el otro, que hay varios momentos verdaderamente emocionantes en lo deportivo (de las glorias de Zatopek a la victoria del relevo de Jamaica).   

1956

Melbourne rendez-vous, dirigida por René Lucot 

En mi opinión, la película más mala de todo el grupo. Todos los tópicos y lugares comunes que se pueden imaginar están ahí, empezando por los canguros y los koalas. La música es de supermercado (un gran retroceso respecto a las dos Olympias e incluso a la del 48). Además es racista y sexista. La gran campeona Shirley Strickland es retratada como un ama de casa que recoge rosas de su jardín suburbano y eleva la mirada para mirar el avión con los atletas extranjeros. Se dedican un rato a burlarse de la única atleta india –que no completa su heat de 100 metros- y otros más los destinan a la delegación de Liberia, que primero desfila y luego se la ve tirada en la playa. La única parte filmada con brío -y con una música diferente- es la dedicada a la carrera de maratón, ganada por el francés Alain Mimoune (a quien antes habíamos visto posar en una tienda de souvenirs). A la hora de filmar a las mujeres deportistas no falta algún comentario velado sobre sus traseros, ni la frase “hay mujeres que se quitan la ropa en frente de miles de espectadores”.

Tal vez el hecho de que el director fuera francés hizo de esa parte la más relevante que la relativa a las glorias de Dawn Fraser, la gran nadadora australiana y estrella de aquellos juegos. Eso no obstó para que el filme tuviera cierto tufillo de guerra fría: tras verlo uno queda con la impresión de que Estados Unidos arrasó y la URSS quedó en un lejano segundo lugar. Ve uno la tabla final y resulta que los soviéticos ganaron.

Pero aún su partidarismo de guerra fría resulta poco atractivo… y pensar que tenían en sus narices el histórico partido de waterpolo entre Hungría y la URSS (conocido como “Sangre en el Agua”) para abordar el tema. El caso es no querían tomar riesgo alguno.

1960

La grande olimpiade, dirigida por Romolo Marcellini
 
Aunque Romolo Marcellini se había distinguido por documentales de propaganda en los que transformó la terrible guerra civil española en una suerte de gran aventura bélica, en La grande olimpiade olvida sus pretensiones de autor, se asume como artesano y brinda una obra agradable, un filme panorámico sobre los Juegos Olímpicos de 1960, que termina por ser espectacular porque el espectáculo es doble: el deportivo y el de la ciudad de Roma, aquella Roma de La dolce vita, que se vuelve protagonista principalísima.

Un documental que no pretende ser más porque tiene mucha tela de dónde cortar. No arriesga mucho, pero la ciudad le basta: desde el Vaticano hasta el lago de Albano, pasando por las Termas de Caracalla (¡Vaya lugar para escenificar las pruebas de gimnasia!), el Estadio Olímpico o la Vía Appia. Esa escenografía privilegiada, a menudo tomada desde el helicóptero, da lugar a escenas muy atractivas, como los atletas en el puente del Tïber marchando rumbo al estadio en el día inaugural o la cúpula de una iglesia del pueblo junto al lago, que compite por nuestra atención con los lejanos remeros. Y hay otras divertidas: el comportamiento del público en la carrera de ruta ciclista: el joven que corre junto al campeón italiano y lo va rociando amablemente, mientras que al soviético con el que lucha le lanzan una cubetada de agua a las piernas.

Hay varios atletas inmortales que aparecen en este film, pero la escena que domina a todas –la predestinada a quedar en la pupila para siempre- es la de Abebe Bikila, que corre descalzo el maratón en una Roma, casi espectral, que se ilumina para que llegue a la meta.

Un plus adicional de este film –que sin embargo no escapa de algunos preconceptos raciales- es la narración. No pretende ser al momento –como en los filmes anteriores- y tampoco peca de laconismo. Sigue la mejor escuela de periodismo deportivo italiano: un poco de descripción y una pizca de poesía, sin soltar nunca el carácter popular y masivo del evento. Es de hacer notar que la narración de 1960 hace hincapié en el oficio de los deportistas, uno es herrero; el otro, soldado; la otra, estudiante. Eso se repetirá en los siguientes dos filmes: eran los últimos gritos en defensa de la idea del deportista amateur, porque evidentemente el profesionalismo se apoderaba de los Juegos.

La grande olimpiade inaugura, a mi entender, la trilogía de películas olímpicas panorámicas de los años 60 que, poniendo en bandeja aparte la obra de Riefenstahl, son lo mejor que ha dado el género.

1964

Tôkyô orinpikku, dirigida por Kon Ichikawa

Este film tiene varias características positivas que destacar. La primera es que se centra sobre el esfuerzo del deportista, más que sobre el triunfo o la derrota. Aquí estamos lejos del superhombre del film berlinés, y pegados al sudor, a la concentración, a los tics y manías de atletas que quieren dar lo mejor de sí. Los vemos reír, los vemos llorar de emoción y de dolor, los vemos caer exhaustos y los vemos levantar los brazos en alto. Vemos a seres humanos embarcados en una empresa que suele ser más grande que ellos mismos.

Al mismo tiempo, al igual que el film romano, da buena cuenta de la atmósfera que rodeó el grande (y esta vez muy lluvioso) evento. Y eso significa que puede ir de lo general a lo particular: de lo grandioso a lo pequeño. Ichikawa se mete en la intimidad de la competencia –particularmente notable en las escenas de lucha- y en la grandiosidad de lo que la rodea. Esa intimidad también penetra, en ocasiones, en el sonido; algunos son aislados como en una burbuja: el de los pies de los corredores, el jadeo de los atletas, las banderas que ondean (un método que repetirá, con éxito, la película mexicana). A cambio, las ovaciones de los espectadores a menudo no van de acuerdo con el evento que estamos viendo y la narración tipo radio de varios eventos e totalmente anticlimática.

Debo aclarar que he visto la película dos veces. La primera, hace 50 años (y los chavitos de secundaria nos asustamos con los tremendos sopes de las lanzadoras de bala europeas). La segunda, muy recientemente. Hay al menos tres versiones del film: la original dura 170 minutos y pone énfasis en la parte artística de la cinematografía; la que dictaron los organizadores japoneses dura 93 y se dedica más a una visión general de los juegos (y supongo que es la que vi de niño). La que vi hace poco dura 125 minutos y de seguro es una mixtura de ambas. Así que desconozco la versión del director.

1968

Olimpiada en México, dirigida por Alberto Isaac

Si hay al menos tres versiones del film olímpico de Japón, de la película mexicana hay ocho. Sucede que esta obra tiene un núcleo básico de aproximadamente hora y media y siete agregados, uno para región del mundo a la que se envió para su distribución. El tiempo total de la cinta, juntando las versiones, sería de 4 horas. He visto el núcleo básico –que es la edición olímpica oficial- y la versión para México. He de decir que el agregado agrega muy poco –los mariachis de la clausura, lo destacable- y que dejando el puro núcleo queda una película sobria, elegante, bien hecha, muy afín a su época. En ese sentido, modernísima.

Olimpiada en México toma prestado lo mejor de las películas que la antecedieron, en particular la de Ichikawa, y le quita y adiciona varios ingredientes, que la hacen todavía más disfrutable. Rehúye  la tentación del Magno Evento Masivo –en contra del gusto de las autoridades mexicanas de aquellos años- y se dedica a filmar de cerca a los atletas, al individuo. Se acompaña de una narración contenida, casi espartana –lo cual es una mejora respecto a la película de Tokio- y de una música exquisita, compuesta por Joaquín Gutiérrez Heras.

Si una palabra define positivamente este film, es flujo. Y en él, la música es protagonista fundamental. La música fluye con los atletas, con los pasos, los saltos, las paletadas y el sonido ambiente –en el que se utiliza a menudo la misma técnica de aislamiento de la película olímpica japonesa-. El resultado es una bella sinfonía visual.

Hay tres escenas que resultan particularmente bien hechas. Una es el salto de Bob Beamon, en el que los clicks de una cámara imaginaria captan diversos instantes de la hazaña, para luego resolverse en la música y el baile de la incredulidad del atleta que ha alcanzado algo impensable. Otra es el partido final de waterpolo, con un muy buen uso de la cámara subacuática. La feria de faules es acompañada un contrapunto magnífico entre una música muy sutil, el sonido ambiente y el silbato del árbitro tan calvo como la pelota. Entre las más recordadas, por el gran hallazgo de los faros del carro que iluminaban a penas al corredor, la llegada del último maratonista a la meta. Una escena que después intentaron repetir, pero sin el mismo éxito. Y, por supuesto, la película contiene el famoso saludo del Poder Negro en el podio de los 200 metros planos.

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Después de la trilogía de los años sesenta de filmes panorámicos sobre los Juegos Olímpicos, resultaba una tarea cada vez más difícil superar a los anteriores sin repetirse. Además, la televisión irrumpía a escala mundial. Era momento de buscar otra manera de grabar una memoria de los Juegos. Lo difícil de esa encomienda se verá en la segunda parte.  

Hay que decir que, a pesar de los esfuerzos mexicanos por hacer siete películas para consumo regional, la película de esta trilogía que más ha trascendido en la historia del cine es la japonesa, que resultó ser la más innovadora.

En la colección de posters, destacan por su belleza –a mi juicio- los de Berlín y Roma. En cambio, el de México es como un pegote mal logrado.

Casi todas estas películas se pueden ver completas en youtube; la mayoría de ellas, en el canal "Olympic". De la romana, quien no tenga el video debe buscar las partes. La de París está recogida, parcialmente, en varios videos disponibles en la página del COI. 

Las películas de 1972 a 2012 están reseñadas aquí. 

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