martes, marzo 22, 2016

Leyendas olímpicas: Amos Biwott y Kipchoge Keino



Ambos corrían descalzos para ir a la escuela. Muchos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Ambos fueron policías y medallistas olímpicos. Pero a partir de ahí, la historia varía…

Amos Biwott sorprendió a todos en México 68. Era un atleta keniano desconocido, que corría sin técnica, pero con gran velocidad los 3 mil metros steeplechase. De hecho, no era su prueba: falló para calificar en la escuadra de su país en los 10 mil metros. Biwott libraba las vallas de manera peculiar, sobre todo la fosa, donde se paraba en el obstáculo y desde ahí saltaba para librar el agua, creando todavía más asombro en el público. Con un cierre espectacular, el único atleta con los pies secos se llevó el oro. Sería el primer oro olímpico de Kenia en esa prueba. El primero de muchos, porque –a menos que haya boicoteado unos juegos- la nación africana desde entonces se queda con el máximo laurel en el steeplechase. 

Biwott recibió por su victoria una beca para terminar la secundaria y un apoyo de un dólar diario para el resto de su vida. Un dólar. No calificó a los siguientes juegos, los de Munich 72 y se retiró poco después. Luego se hizo policía y terminó en la cárcel, acusado de robo. De ahí pasó a ser vigilante en un Parque Nacional y, más tarde, campesino de subsistencia. Siembra maíz y tiene cuatro vacas. Se queja amargamente de su gobierno, de su comité olímpico y de su pobreza. No tiene ni para ir al estadio a ver alguna competencia atlética.
 
Kipchoge Keino es contemporáneo de Biwott y también era policía en Kenia. Pero él sí era conocido al llegar a México: había roto los récords mundiales de 3 mil y 5 mil metros. En México 68 compitió en los 1500, en los 5 mil metros y en los 10 mil. En esta última competencia, iba adelante faltando tres vueltas cuando un tremendo dolor en el riñón lo sacó de la pista. Tenía una piedra, que le extirparon después de los Juegos.

Aún en esa condición, corrió los 1500, pero el autobús que lo llevaba a la final se atascó en el tráfico de la Ciudad de México, así que Kipchoge se bajó y corrió hasta el estadio para llegar a tiempo. Y se llevó el oro, derrotando al favorito Jim Ryun y estableciendo récord mundial. En los 5 mil, haciendo equipo con Neftalí Temu, pudo superar al mexicano Juanito Martínez, pero no al marroquí Mohammed Gamoundi, y se quedó con la plata.

Keino regresaría para Munich 72. Allí se convirtió en el sucesor de Biwott, al ganar la medalla de oro en los 3 mil steeplechase. Y obtuvo la plata en los 1500.

De regreso en su país, el oficial Keino se retiró y compró una granja. Empezó a aceptar huérfanos. Dos. Luego fueron seis. Luego diez. Aquello se convirtió en la Casa Infantil Kip Keino. Muchos de los niños se convirtieron después en doctores y empresarios. Kaino recibió doctorados Honoris Causa y está en el Salón de la Fama del Atletismo.  Puso una fundación con la que construyó una escuela para 300 niños y preside el Comité Olímpico de Kenia.   

viernes, marzo 18, 2016

Biopics: La Bolsa y los elefantes



Para cualquiera que hubiera caído a México a finales del verano de 1987 –y ese era mi caso-, la euforia clasemediera con la Bolsa de Valores le hubiera parecido digna de análisis socio-psicológico. La economía crecía a un ritmo inferior al 2 %, mientras que la de EU lo hacía al 4.5%, la inflación superaba con creces el 100%, los salarios y el mercado interno estaban deprimidos, y sin embargo la gente invertía alegremente sus ahorros en una Bolsa que cuyos índices crecían aceleradamente en lo que, con toda evidencia, era una burbuja especulativa. De cada 63 pesos que entraban a la BMV, uno era para financiar emisiones; los otros 62, para ver qué ganancia obtenían con los cambios de precios. El auge de la Bolsa era para muchos, la receta mágica para salir de su crisis económica, y la palabra que importa aquí es “mágica”.

Al respecto hice tres cosas. La primera, recomendar muy fehacientemente a familiares y conocidos que habían metido dinero a la Bolsa, que lo sacaran de inmediato, porque estaba destinado a desaparecer. Mi suegro don Manuel, quien a instancias de su hijo había colocado allí todos los ahorros de su vida, me hizo caso, y es algo que me agradeció siempre. Mi mamá, en cambio, prefirió prestar atención al vecino José Luis y acabó perdiendo bastante dinero, por necia (muchas ocasiones, en los años siguientes, le reclamé con palabras bromistas que hubiera tenido más fe en un pillo y no en su hijo, que sí sabía de lo que hablaba, hasta que me dí cuenta de que el tema realmente la mortificaba).  

La segunda cosa fue escribir al respecto en una columna en La Jornada. Utilicé un símil que no por evidente dejaba de ser eficaz, el de la canción infantil que dice: “Quince elefantes/ se columpiaban/ sobre la tela de una araña/ como veían que resistía/ fueron a llamar un camarada”. Era exactamente lo que estaba sucediendo.

La tercera fue convencer a la gente del periódico que debíamos dejar de tener una actitud neutra respecto a la burbuja especulativa, y advertir que iba a explotar, por honor a la información veraz y como servicio a nuestros lectores.
 Un día, me llama Carlos Payán a su oficina, para que le explique a un influyente amigo suyo, que estaba muy indignado por el cambio de línea editorial, por qué lo habíamos hecho. Ese amigo era el antropólogo Fernando Benítez.
 Quería yo empezar a explicar cuando don Fernando me interrumpió, diciendo algo así como: “Mire, joven, le voy a explicar cómo funciona la Bolsa. Cuando uno compra una acción, se vuelve dueño de una parte de la empresa…” y se largó con una explicación elementalita. Yo le dije que sí, pero que en este caso el 98 por ciento del dinero no era para financiar empresas, sino mera compraventa de títulos. Hizo un dejo despectivo: no le interesaban mis argumentos. Supongo que al final perdió un buen billete.

Un colega de la Facultad, Xavier Cabrera, había metido mucho dinero en la Bolsa, pero a sabiendas de que aquello iba a explotar. Su hipótesis era que la burbuja pincharía apenas se destapara al candidato del PRI. Acertó en pleno.
Cuando, dos días después del destape, se desplomó la Bolsa –llevándose consigo fortunas y ahorros-, le comenté a Cabrera:
-De seguro sacaste ayer tu dinero, y ganaste un montón.
-No. Me engolosiné –e hizo un mohín.
Definitivamente, aquello merece todo un análisis psico-sociológico.

miércoles, marzo 09, 2016

Glorias olímpicas: Pyrros Dimas



Grecia, la nación que dio vida a los juegos olímpicos de la antigüedad y cuya capital fue sede de los primeros de la era moderna, no ha podido presumir muchos triunfos olímpicos. En particular, el siglo XX fue avaro con los atletas griegos, que ganaron sólo 4 medallas de oro en los primeros 90 años. Pero en la última década apareció un hombre capaz de darles la gloria y los laureles anhelados. Ese hombre es Pyrros Dimas, El León de Himara.

Himara es un pueblo situado en Albania, pero históricamente habitado por miembros de la minoría griega. Allí nació Pyrros Dimas, durante el gobierno del dictador stalinista Enver Hoxha. Desde muy joven destacó en el levantamiento de pesas; ya a los 18 años, en 1989, era campeón de Albania y ayudó a esa pequeña nación a lograr un tercer lugar en el Campeonato Europeo de Halterofilia.

Pero los tiempos políticos estaban cambiando. En 1991, el sucesor de Hoxha, Ramiz Alia, llevó a cabo una serie de reformas políticas y económicas que transformarían el sistema. Entre esas reformas, permitió la salida del país de los miembros de la comunidad griega: entre ellos estaba el joven Pyrros Dimas, quien adquirió el año siguiente la nacionalidad helena, y compitió en los Juegos de Barcelona, en la categoría de menos de 82.5 kilogramos.

Dymas se llevó la medalla de oro, levantando 370 kilos en total. En su tercer intento de envión, con el que aseguraría el lugar más alto del podio, gritó: “¡Por Grecia!”. Se convirtió en héroe nacional instantáneo: a su regreso fue ovacionado por 100 mil de sus compatriotas en el mítico estadio Panathinaikon.

El halterista griego mostró que su triunfo no era resultado de la casualidad. Fue campeón mundial en 1993 y 1995. Llegó a los juegos de Atlanta como favorito. No defraudó. Rompió el récord mundial al levantar 392.5 kilogramos.

Volvió a ganar campeonatos mundiales y asistió a Sydney, en el año 2000, y conquistó su tercera medalla de oro consecutiva, algo que sólo había hecho antes Naim Suleymanoglu, El Hércules de Bolsillo. Solía ganar con tanta facilidad que mantenía la haltera alzada aún después de la chicharra que daba por bueno el levantamiento, para que los fotógrafos no tuvieran problemas.

Más tarde vinieron las lesiones, y una baja notable de su capacidad. Aún así, el ya veterano pesista se presentó en su patria, en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Allí, levantado por el cariño y las porras de su gente, logró llevarse la medalla de bronce, y convertirse en el único pesista en subir al podio en cuatro olimpiadas consecutivas.

De las pesas pasó a la política, como diputado del Partido Socialista, desde donde pugna por la incorporación a Grecia del Epiro Septentrional, la región de Albania que lo vio nacer.  
  

jueves, marzo 03, 2016

Biopics: Un país igual, pero diferente, pero igual

El México que reencontré, tras nueve meses fuera, era igual, pero diferente.

El primer cambio, esperado, eran los precios. En promedio, habían subido casi al doble y las cosas costaban en pesos en México muy parecido a como costaban en liras en Italia. Demasiado parecido, porque me percaté que habían cambiado también los precios relativos.
Me explico: a mi llegada a Italia había percibido que los bienes básicos y los servicios eran mucho más caros allá que en México, los autos costaban casi exactamente lo mismo y los otros bienes –notablemente, los electrodomésticos- eran bastante más baratos. A mi regreso a México, la estructura de precios era similar, salvo por los servicios. Eso significaba que la inflación mexicana había sido desigual, y lo que más había aumentado de precio era la canasta básica: alimentos, papel del baño, pañales, medicinas…

El segundo cambio era que, a pesar de que todo estaba igual, había un ánimo ligeramente más esperanzado. Lo atribuí a la inminencia del destape del candidato presidencial, que significaba –aunque fuera sólo en la retórica- la posibilidad de un viraje en el rumbo del país.
Esta sensación de esperanza encontraba, tal vez, su expresión más clara, en un absurdo auge en la bolsa de valores. Con la economía estancada, la inflación desatada y pocas expectativas reales, mucha gente metía dinero a la bolsa, pensando en quién sabe qué soluciones mágicas (volveré sobre el tema en otra entrega).

Una cosa de la que me había enterado, a través de cartas de amigos, era que mi partido, el PSUM, había desaparecido tras fusionarse con el Partido Mexicano de los Trabajadores. Alguno de ellos me decía que esta fusión fue sin el entusiasmo de la que fundó el Partido Socialista Unificado de México. Y a mí el asunto me entusiasmaba todavía menos, dadas las diferencias de fondo con la concepción de hacer política del caudillo del PMT, Heberto Castillo, que he referido en muchas entregas de esta autobiografía. El nuevo partido se llamaba PMS (Mexicano Socialista) y no me afilié.

Otra cosa de la que había leído allá, pero no había visto las consecuencias acá era el movimiento estudiantil que se desarrolló en mi ausencia, el del CEU. Supe que mis cuates habían tenido opiniones encontradas al respecto, pero que la mayoría condenó los resortes de aquella movilización, en particular la defensa del pase reglamentado (o “automático”) del bachillerato de la UNAM a las escuelas y facultades, así como de la gratuidad de la matrícula. Lo que yo había platicado con algunos de los futuros activistas, en vísperas de mi viaje y del propio movimiento, es que la exigencia debía ser por mayor presupuesto a las universidades públicas, algo así como “estamos dispuestos a pagar una cifra razonable, si ustedes mejoran aulas, laboratorios, salarios académicos, etc”. Consideraba que era una manera no gremialista de abordar el problema real de la contracción presupuestal, algo que podría hacer más rico el movimiento. Por lo que sucedió después, entiendo que aré en el mar.

Mi intención al regresar era seguir haciendo lo mismo, pero mejor. Conseguí cambiar mi cubículo del Anexo de la Facultad de Economía a uno en las instalaciones de la Maestría en Docencia Económica (un edificio entre las rocas, camino a la Facultad de Psicología). El cambio fue porque yo estaba seguro que, si me quedaba en el cubículo de la fac, me la iba a pasar en la grilla y el cotorreo. En cambio, el de la Maestría en Docencia, desde el cual podía ver a las ardillas en su árbol rodeado de rocas volcánicas, me permitiría mantener el ritmo que traía de Módena y seguir investigando.
He de decir que los primeros meses llegaba yo a las 9 de la mañana, me ponía a leer y escribir varias horas en la soledad de mi cubículo y avancé en un trabajo sobre inflación. Después me pasó que trabajaba una hora o dos y me ponía a cotorrear con los colegas de la Maestría. Y al final, aunque estuviera a cientos de metros de la Facultad de Economía, la grilla me tragó.

También tenía la intención de retomar en automático mi trabajo como “asesor del director” de La Jornada. Así fue, pero no en automático, porque Miguel Ángel Granados Chapa, por razones que nunca conoceré y que quiero suponer de grilla interna del periódico, bloqueó por unas semanas mi regreso. Al final, Carlos Payán le dobló la mano.

Raymundo ingresó a la primaria, al Colegio Nápoles, que estaba a pocas cuadras de la casa. Camilo lo hizo a un jardín de niños que se llamaba Celestin Freinet, ubicado todavía más cerca (no regresó al viejo kínder luego de que Rayo nos dijo que la maestra los castigaba llevándolos con el “profesor de francés” –su novio haitiano- a que éste los asustara poniendo los ojos en blanco). Patricia regresaría a trabajar a un consultorio. Pongo énfasis en el tiempo del verbo regresar.