jueves, julio 28, 2016

Los antiguos héroes olímpicos




Cada que se acercan los Juegos Olímpicos es común escuchar falsas añoranzas sobre lo que fueron en la antigua Grecia. En vez de conocer de qué se trataban, nos hemos quedado con la visión romántica, decimonónica, de Pierre de Coubertin. Es más, la que predomina es una versión light de esa visión, que sirve para hacer críticas igualmente ligeras.

A diferencia de lo que dice el mito moderno, los antiguos juegos eran profesionales, comercializados, politizados y lo importante no era competir, sino ganar. Además, algunas mujeres sí podían asistir: las vírgenes solteras, quienes también podían participar en otros juegos dedicados a Hera (competían únicamente en carreras, vestidas con un peplos que les cubría sólo un hombro y un seno).

Eso no quita que hayan sido una fuente caudalosa y maravillosa de cultura y de mitos heroicos.

La palabra atleta se refiere a quien compite por un premio (athlon). En la Grecia clásica el concepto de atleta amateur era un contrasentido. Para competir en los Juegos Olímpicos (o en los Ístmicos, los Délficos o los de Nemea), además de los requisitos de ser hombre libre y de no haber asesinado a nadie, era necesario llegar a la sede con amplia anticipación, para demostrar que se estaba bien entrenado. Esto no lo podía hacer cualquiera: sólo personas con dinero o que habían encontrado algún mecenazgo. Y si bien los organizadores sólo premiaban con coronas (de laurel, la olímpica), las ciudades ofrecían a sus vencedores trípodes, bueyes, hasta mujeres. También ofrecía oro, dinero (una victoria olímpica daba el equivalente a lo que obtenía un trabajador común en toda su vida) y pensiones vitalicias, que luego podían ser vendidas y compradas. Se trataba, pues, de profesionales.

Bajo esa lógica, es claro que para los antiguos no tenía sentido alguno la frase de que “lo importante no es ganar, sino competir”. En Olimpia está la tumba de un púgil de Megara que dice: “Aquí murió, boxeando, a los 35 años, sabedor de que su destino era la victoria o la muerte”.

El que las ciudades trataran así a sus campeones no era sólo por la gloria que habían portado. Los juegos eran vistos como un aparador para la grandeza de los habitantes de cada población: los competidores, soldados simbólicos. Hubo algunos pueblos que pusieron particular énfasis en el desarrollo de deportistas: el caso más conocido es Crotona, que tuvo casi tantos campeones olímpicos como Esparta o Atenas (ciudades que requerían menos de ese tipo de victorias para constatar su grandeza).

La organización de los juegos era también un buen negocio. De hecho, hubo disputas y guerras por el control del santuario en Olimpia –que era el equivalente a la suma del COI, el Vaticano y la ciudad destinada a recibir mucho turismo para los juegos-. Hubo incluso una ocasión en que Olimpia fue invadida por los arcadios en plenos juegos.

Pero la tregua olímpica funcionaba. Sólo tres veces la guerra hizo que se suspendieran los juegos. Y las olimpiadas se extendieron por 1170 años. Si los modernos quisieran igualar esa marca, tendríamos que tener Juegos Olímpicos cada cuatro años, de manera ininterrumpida, hasta 3066. Más allá de lo que nuestra mente llega a imaginar.

Y a lo largo de esos más de mil años se realizaron enormes hazañas deportivas en todas las disciplinas: desde el pancracio (una lucha libre en la que sólo estaba prohibido morder y estrangular) hasta las carreras de aurigas. Existen registros de ganadores de todos los juegos (aunque sólo en la prueba reina, la carrera del Stadion, el registro está completo). Algunos de ellos se convirtieron en leyenda. Como en los juegos modernos, no se trata necesariamente de los máximos ganadores, sino de aquellos que, por su personalidad, por su estilo, por sus hechos fuera del estadio, lograron quedar en la memoria, no sólo de sus pueblos, sino en la historia cultural de Occidente. Eso los hace verdaderamente inmortales.

Es previsible que algo parecido suceda con los modernos. Pocos recuerdan a Klaus Dibiasi, el más grande clavadista olímpico, según los números; muchos, a Greg Louganis, seropositivo, reponiéndose del golpe en la cabeza con el trampolín para alzarse con el oro en Seúl. Pocos recuerdan a Ray Ewry, ganador de 8 medallas de oro; muchos, a Jim Thorpe, despojado injustamente de sus medallas por haber jugado beisbol semiprofesional. Pocos saben ya que Larisa Latynina es la máxima ganadora en la gimnasia: ahí no puede haber ni hay nadie como Nadia. Es la esencia de los héroes populares.

Así sucedió con los griegos. He aquí la historia de algunos que, desde hace casi tres mil años, pasaron a esa inmortalidad sui generis.

Orsipo de Megara fue campeón olímpico, pero pasó a la historia y al mito por las condiciones en que lo hizo. Eran los juegos de la 15 Olimpiada (720 AC) y Orsippo decidió competir desnudo, porque decía que los taparrabos le estorbaban para correr. Ganó el Stadion (200 metros). A partir de entonces, todas las competencias olímpicas se hicieron gymnos (es decir, desnudos o con muy poca ropa). De ahí viene la palabra “gimnasio”.





Leónidas de Rodas fue el más grande corredor de los antiguos Juegos Olímpicos. Obtuvo nada menos que 12 laureles en las olimpiadas 179 a 182 (164 a 152 AC). En cada uno de esos cuatro juegos ganó el Stadion, el Diaulos (400 metros) y la carrera con armadura (en la que se corría una distancia de cerca de dos kilómetros con casco, armadura metálica y escudo). Estas competencias se llevaban a cabo durante dos días seguidos. Leónidas era el único en combinar velocidad y resistencia.

Para llevar a cabo una comparación basta decir que, en más de un milenio, hubo muchos tricampeones olímpicos en las carreras a pie: sólo él fue tetracampeón, y además en todos los eventos. Si Michael Johnson hubiera querido empatarlo, habría tenido que repetir otras tres veces su hazaña de Atlanta… y ganar cuatro veces los 3 mil metros con obstáculos.


Teágenes de Tasos, campeón de box en la 75 Olimpiada (480 AC), campeón de pancracio en la 76 Olimpiada (476 AC), fue un hombre polémico. Aunque su especialidad era el pancracio, en 480 se inscribió en box porque quería humillar a Eutimios, a quien derrotó en la final. En vida se le comparó con Aquiles, pero quien contribuyó decisivamente a su mito fue su estatua, erigida en Tasos tras su muerte.
Sucede que un rival que nunca pudo derrotar a Teágenes iba todas las noches a escupir y golpear la estatua. Una noche, le pegó con tal fuerza que la estatua se le vino encima: Teágenes se había cansado de tanto insulto y mató al rival, a través de su representación en mármol.

La estatua fue sometida a juicio y condenada a destierro. Los tasenses botaron a la culpable al mar. Poco tiempo después, una sequía asoló la isla. El pueblo de Tasos consultó al oráculo y la sacerdotisa dijo que habría que perdonar a todos los exiliados. Se les hizo regresar y las lluvias siguieron sin caer. Volvieron al oráculo de Delfos. Las vísceras revelaron que faltaba el regreso de un gran exiliado: Teágenes. Sólo después de que unos pescadores recuperaron la estatua, esta fue lavada, pulida y repuesta en su sitial, volvieron los tiempos de la fertilidad.


Polidamas de Escutussa, en Tesalia, pancracista, campeón de la 93 Olimpiada (408 AC), fue uno de los primeros triunfadores olímpicos que buscaron la fama a través de actos espectaculares. Una suerte de Zovek primigenio. Su ambición era imitar a Hércules, por lo que hizo que soltaran un león en pleno Monte Olimpo: lo mató con sus manos, como el héroe al León de Nemea. Igualmente, domó un toro tomándolo por los cuernos y detuvo un carruaje en movimiento.

Cuenta la leyenda que el emperador persa Darío, al escuchar sobre las proezas de Polidamas, lo mandó llamar y lo retó a luchar contra sus tres mejores atletas, a quienes apodaban “Los Inmortales”. Polidamas no sólo aceptó el reto, sino que luchó con los tres a la vez, a tres caídas, sin límite de tiempo. Salió victorioso.

Como Zovek, el momento más famoso de Polidamas fue el de su muerte. Estaba con unos amigos en una cueva cuando ésta se empezó a venir abajo. Confiado en su fortaleza, Polidamas intentó detener el derrumbe. Murió aplastado. Es el ejemplo que usa Diódoro Sículo para decir que de nada sirve tener mucha fuerza si se tiene poco sentido común.


Damagetos y Akusilaos cargan a Diágoras
Se decía que Diágoras de Rodas, inmortalizado por Píndaro, era hijo del dios Hermes. Fue campeón de boxeo en la 79 Olimpiada (464 AC). Fue famoso no sólo por sus victorias (la olímpica y en los Juegos Ístmicos), sino por su estilo refinado al competir, su modestia y otras virtudes ciudadanas. Además es el primero de la familia olímpica más triunfadora de todos los tiempos.

Sus hijos Damagetos y Akusilaos también obtuvieron los laureles olímpicos. Damagetos en boxeo, en las Olimpiadas 82 y 83; Akusilaos en pancracio, en la Olimpiada 83 (448 AC). Otro hijo, Dorios, ganó tres olimpiadas sucesivas en pancracio (además de ocho Juegos Ístmicos). Dos de sus nietos (hijo, cada uno, de una de las dos hijas de Diágoras) fueron también campeones olímpicos.

Estatua en Rodas en homenaje a sus antiguos héroes olímpicos
Una de las hijas de Diágoras, Kalipateira, es la única mujer casada que pudo presenciar unos Juegos Olímpicos del mundo antiguo. Se disfrazó de hombre y se hizo pasar como entrenador de su hijo, Peisirodos. Cuando éste resultó victorioso, en el festejo a ella se le cayó parte de la ropa. A pesar de que descubrieron que el entrenador era una mujer, fue perdonada, en honor a los triunfos obtenidos por la familia.

Cuenta la leyenda que, al término de la Olimpiada 83, Damagetos y Akusilaos, recién coronados y felices, cargaron a su padre en hombros. En la euforia, uno de los asistentes que festejaba le gritó a Diágoras: “¡Has llegado a la inmortalidad olímpica, podrías morir ahora mismo!”. En ese emocionado instante, Diágoras se desplomó sin vida.


Melankomas de Caria, en Asia Menor, campeón de boxeo en la 207 Olimpiada (49 DC) era tan famoso por su belleza como por su peculiar estilo de boxear. Venía, como casi todos los atletas, de familia noble, y escogió el boxeo sobre la milicia porque consideraba que se necesitaba más valentía y que era un sendero que implicaba más sacrificios.

Lo insólito de Melankomas es que ganó sin pegar un solo golpe. Su estilo consistía en esquivarlos todos. Pero este púgil no era lo que hoy se llamaría un “correlón”: provocaba al rival sin tocarlo y lo exasperaba con su cabeceo y sus movimientos de cuerpo. Como se trataba de competencias “a morir”, Melankomas –quien podía boxear un día entero sin descanso- cansaba a sus rivales que, exasperados, se rendían o cometían alguna falta y eran descalificados. Se cuenta que quienes competían contra Melankomas acababan tan agotados que un golpe ligerísimo los hubiera noqueado. El de Caria no lo daba.

Se dice que todos los héroes son jóvenes y bellos. Melankomas murió así, de muerte natural. Sus últimas palabras fueron una pregunta: “¿Cuándo son los próximos juegos?”.


 
Milo de Crotona fue seis veces campeón olímpico: una en lucha infantil (60 Olimpiada, 540 AC); cinco en lucha (olimpiadas 62 a 66 AC). Todavía compitió, cuando tenía más de 40 años, en la Olimpiada 67, y perdió la final.

Crotona, en el sur de Italia, fue la provincia griega con más campeones olímpicos, algo así como Alemania del Este. Y Milo, su máximo atleta. Era tal su fama que, durante una guerra, Milo salió al campo de batalla con su corona de laurel y cubierto, como Hércules, con una piel de león; eso bastó para causar el desorden en las filas enemigas. Cuando no estaba en guerra o en competencia, Milo se dedicaba a la filosofía. Era miembro de la escuela pitagórica.

Como no podía ser de otra manera, su muerte también fue mítica: quedó atrapado entre las dos mitades del tronco de un árbol que intentó partir con las manos y fue devorado por las bestias del bosque.




lunes, julio 25, 2016

Glorias olímpicas: Adhemar Ferreira da Silva


En el principio era una palabra, que sonó melodiosa y potente en los oídos del joven miembro del São Paulo Futebol Clube, un estudiante de escultura y bellas artes. La palabra era “atleta”.  Era un vocablo tan bonito, que Adhemar Ferreira da Silva decidió convertirse en él. Sería un atleta. El más grande en la historia de Brasil.

Adhemar se decantó por una disciplina extraña: el salto triple. Fue lo suficientemente bueno como para ir a los Juegos Olímpicos de Londres 1948, pero no para ganar medalla. En Helsinki 1952 las cosas serían diferentes. Rompió el récord del mundo en su primer salto. En el segundo, quebró el que había establecido minutos antes. Repitió la hazaña otras dos veces y se llevó, por supuesto, el oro. El público estaba extasiado y Da Silva fue el primer medallista en la historia en dar la vuelta olímpica al estadio.

Para la cita de Melbourne 1956, Adhemar da Silva volvió a llevarse al oro, tras superar en gran duelo al islandés Einarsson, aunque no rompió el récord mundial que él mismo había impuesto en México, el año anterior. Meses antes de los Juegos Olímpicos, Adhemar había actuado en una obra de teatro de Vinicius de Moraes, un musical titulado Orfeu da Conceição, al son de un ritmo nuevo, bossa nova. Cuando en 1959 el musical se convirtió en la película Orfeo Negro, Da Silva volvió a actuar (el suyo era un papel importante, La Muerte, y la obra recreaba el mito de Orfeo y Eurídice en medio del carnaval de Río de Janeiro). Ese filme ganó el Óscar a la mejor película en lengua extranjera, el Globo de Oro y la Palma de Oro del festival de Cannes. Nada mal para un campeón olímpico (y panamericano, porque se dio tiempo para ganar ese año su tercer título continental).

La cuarta y última cita olímpica para Da Silva fue en Roma. El atleta ya no tenía la resistencia pulmonar de antes para los entrenamientos, y no calificó a la final. Desde los 16 años había fumado una cajetilla diaria, y el tabaco le pasó factura.  En cualquier caso, ya se había convertido en el “héroe del oro negro” de su país y en la inspiración para varias generaciones exitosas  de atletas brasileños especialistas en salto triple.

Los equipos de futbol suelen poner estrellas en sus uniformes por los campeonatos ganados. No es el caso del Sao Paulo brasileño. Sus dos estrellas corresponden a los récords mundiales impuestos por el más importante miembro del club: Adhemar Ferreira da Silva, atleta.

martes, julio 19, 2016

Partidos olímpicos de leyenda: Perú vs. Austria (y Hitler)



El partido más polémico en la historia del futbol olímpico se disputó en el Hertha Platz de Berlín en 1936. Era un encuentro de cuartos de final entre las selecciones de Perú y Austria. Ambas selecciones se habían mostrado poderosas en su primer juego, cuando eliminaron a Finlandia y Egipto respectivamente.

Los austriacos empezaron dominando y marcaron diferencias en el primer tiempo, Werginz y Steinmetz horadaron la cabaña resguardada por el Mago Valdivieso. En el segundo tiempo las cosas cambiaron, hubo una feroz reacción peruana y los andinos empataron a dos, con goles de Manguera Villanueva y Jorge Alcalde. El partido se fue a tiempos extras…

…Y aquí es donde la historia se difumina y penetra los terrenos de la leyenda. Hay quienes dicen que el árbitro italiano le anuló tres goles a Perú en el primer tiempo extra. Hay quienes afirman que le regaló un penal a Austria, que fue magistralmente atajado por Valdivieso. Hay quienes niegan ambas cosas. El caso es que en el segundo tiempo extra, los peruanos anotaron dos goles: uno por obra de Villanueva y otro de Lolo Fernández, y se enfilaron al triunfo.

A poco de terminar el juego, hubo una invasión al campo de juego. La mayor parte de las versiones coincide en que eran mayoritariamente aficionados peruanos entusiasmados (hay otra que afirma que se trataba de una provocación). Donde se disparan es en la actitud de los fanáticos. Para unos, se trataba simplemente de gente que quería ver de cerca a sus nuevos héroes, que pasaban a la semifinal. Para otros, era una horda violenta que agredió a los austriacos. Un periódico inglés, incluso escribió que “cerca de mil aficionados peruanos” entraron a la cancha con “barras de hierro, cuchillos y hasta una pistola”. Un jugador de Austria habría resultado lesionado y el árbitro marcó el final del partido.

Jules Rimet, presidente de la FIFA, bajó esa tarde al vestuario a felicitar al equipo peruano, pero ese mismo día la delegación de Austria puso una queja por la invasión al terreno de juego. La FIFA, no sabemos si presionada por el Comité Organizador, decidió que el partido se volviera a jugar, con las gradas vacías.

Para los peruanos, esto era una conspiración nazi. Habían ganado el juego y les estaban escamoteando la victoria para ayudar a una nación “aria” (la tierra natal de Hitler, ni más ni menos). Los delegados peruanos, a la hora de presentar su caso, llegaron con una hora y media de retraso a la sesión, que ya había terminado a favor de Austria. Hay dos versiones al respecto (ya ven cómo todo está difuminado-bifurcado en esta historia): según una de ellas, les dieron mal la hora para sabotearlos; según otra, en el camino se les cruzó un desfile nazi, hubo cortes a la circulación vehicular y un largo etcétera.

La indignación era tal, que la delegación del Perú, en protesta, abandonó los Juegos Olímpicos de Berlín. Pidió la solidaridad continental. Todos los países latinoamericanos dijeron que sí, pero solamente Colombia retiró también a sus deportistas.

A la llegada a su país, los futbolistas peruanos fueron recibidos como héroes. Ya había habido motines frente a la embajada alemana en Lima, y los estibadores del Callao se habían rehusado a subir mercancía a los buques alemanes (y a uno noruego, total son rubios europeos). La prensa decía que el mismísimo Hitler había ordenado cancelar el juego para que no se viera que un equipo con tres negros y dos mestizos había derrotado a sus paisanos. Todo el alboroto nacionalista fue aprovechado por el presidente peruano, Óscar R. Benavides, para afianzarse en el poder (ese mismo año anularía las elecciones y gobernaría por decreto hasta 1939). Durante años se manejó en Perú la idea de que el juego se había suspendido porque el árbitro se percató, en el minuto 119, que la cancha no tenía las medidas reglamentarias. Y no falta el escritor latinoamericano ardiente que ubique al propio Hitler ordenando la suspensión desde su palco.

¿Quién invadió la cancha? Bien a bien no se sabe, pero de seguro no había en el Berlín de entreguerras un millar de hinchas peruanos. ¿Hubo agresiones? Si las hubo ¿de quién? ¿Por qué Jules Rimet cambió de opinión con tanta rapidez? ¿Estaba harta la FIFA de tantas victorias sudamericanas? Como en todas las leyendas, hay una capa de niebla que sólo quienes estuvieron en el estadio Hertha aquel 8 de agosto, y quienes conocieron los intríngulis de aquellos Juegos Olímpicos, pueden responder. Lamentablemente, casi todos son fantasmas: están muertos.

Los austriacos, por cierto, llegaron hasta la final, que perdieron 2-1 con Italia.

viernes, julio 15, 2016

Leyendas olímpicas: Aleksandr Medved



En la mitología griega, los gigantes eran hijos de Gea y surgían de la tierra. Los había de características y personalidades muy diferentes. Todos acababan luchando: contra los dioses, contra Hércules, contra enemigos venidos de otras tierras.

A esa estirpe legendaria de gigantes pertenece Aleksandr Medved. Se afirma que su abuela medía 1.94 metros y que su abuelo era todavía más alto. Eran el tamaño y la fuerza los que les habían dado el apellido, porque Medved significa “oso” en ruso. Aleksandr no era tan alto como sus ancestros: apenas 1.90, en un marco de anchos hombros y poderosas extremidades.

Nacido en Ucrania, pero de ascendencia rusa, el joven Medved se dedica al trabajo de leñador en las duras condiciones de la inmediata postguerra soviética. A los 17 años consiguió un trabajo de obrero. Dos años después, sería enviado a cumplir el servicio militar a Bielorrusia. Allí cambiaría su vida.

La división de tanques en la que servía vio de inmediato que el recluta tenía capacidades deportivas innatas. Lo hizo lanzar martillo, lo metió al equipo de balonmano… y luego lo probó como luchador. Aún sin conocer bien las técnicas, ganó los torneos militares tanto en lucha libre como en grecorromana. Al terminar su servicio, decidió quedarse en Bielorrusia, estudiar para profesor de educación física y dedicarse al deporte.

Cuatro años después, corría 1961, Medved consiguió su primer título nacional y una medalla de bronce en el campeonato mundial. Tenía una rivalidad amistosa con su tocayo Alekandr Ivanitsky, pero lo segundo pudo más y Medved decidió, para los juegos de Tokio bajar de peso, competir en lucha libre en la categoría de semicompletos (menos de 97 kilos) mientras Ivanitsky lo hacía en la de los completos. Ambos regresaron a la URSS con sendas medallas de oro.

Su momento de leyenda ocurrió en los Juegos Olímpicos de México 68, ya compitiendo en su categoría natural (su peso entonces era de 102 kilogramos). Tras cada competencia, solía desvanecerse: en un principio los soviéticos lo atribuyeron a la altura de la ciudad de México; la verdad es que Medved sufría de presión alta. En la semifinal contra el alemán Dietrich, en una toma de manos, el rival le dislocó completamente un dedo, que colgaba al revés, de manera totalmente antinatural. Medved, temeroso de que el árbitro pudiera decretar la victoria del teutón, se alejó un segundo y ¡crac!, recolocó el dedo en su lugar, ante la mirada azorada del réferi y del otro luchador. Continuó el combate y, con fuerza de oso, hizo que Dietrich se rindiera y pidiera un doctor.  Con el dedo dislocado, igualmente ganó la final. Su segundo oro olímpico.

Se pensaba que los problemas cardiovasculares de Medved terminarían con su carrera, pero no. Hizo el equipo olímpico de la Unión Soviética para Munich 1972. Allí tuvo un enfrentamiento memorable –también en la semifinal- ante otro gigante, el estadunidense Chris Taylor, que pesaba nada menos que 190 kilos, frente a los 114 del soviético. Fue un combate en el que Medved logró extenuar a Taylor, y vencerlo por un punto. Tras derrotar al búlgaro en la final, el Oso besó la lona en el centro del ring, señalando su retiro definitivo. Fue el primero en ganar tres medallas olímpicas de oro en la lucha estilo libre.

Regresó a Bielorrusia, donde se dedicó a entrenar a jóvenes y tras el rompimiento de la Unión Soviética, se convirtió en vicepresidente del Comité Olímpico Bielorruso y presidente de la federación de lucha de su país.

viernes, julio 08, 2016

Paracetamol económico



En los chistes de moda los médicos estudian seis años de carrera, más su residencia, más su especialidad, y terminan recetando paracetamol para todo. Pareciera que algo similar sucede con las autoridades económicas del país: para cualquier problema, coyuntural o estructural, recetan recorte del gasto y aumento en las tasas de interés.

En el camino, el uso reiterado de la receta produce iatrogenia: es decir, un daño a la salud provocado por el acto médico.

Esta actitud deriva de dos hechos. Uno es la esclavitud ideológica hacia un economista muerto (en este caso, Milton Friedman). Otro, ligado a la primera, pero también a un mandato legal entendido a pie juntillas, la obsesión, rayana en lo enfermizo, por atender sólo una de las muchas variables económicas en juego: el índice inflacionario.

Varios analistas internacionales han señalado que el mercado cambiario del peso mexicano no tiene ya nada qué ver con la situación de las finanzas de nuestro país. Se le ha utilizado, en cambio, como un proxy de la percepción mundial de riesgo económico. En otras palabras, los especuladores mundiales juegan con el peso porque es una divisa muy líquida, que se intercambia a toda hora todos los días y puede ser convertida en una suerte de termómetro. “Cubrirse contra el peso es como sacar un kleenex cuando sientes que vas a estornudar”.

Por eso mismo, era de esperarse que el triunfo del Brexit  en el referéndum británico trajera consigo una ola contra el peso. Las autoridades de Hacienda, ni tardas ni perezosas, respondieron con un recorte al gasto público por 31.7 miles de millones de pesos, que se suma al de 135 mil millones anunciado desde el año pasado.

La idea detrás de este recorte es mostrar que las finanzas públicas de México se manejan de manera responsable y prudente, en la esperanza de que los mercados reaccionen positivamente a ello. El problema es que los mercados no están viendo el comportamiento de las finanzas públicas mexicanas más que de soslayo, porque no es el factor determinante del mercado cambiario, como tampoco lo es la inflación. Una encuesta en la que Trump empareje a Clinton o una negativa griega a pagar sus adeudos tendrían más peso.

A cambio de un respiro cambiario de algunos días, el gobierno ha recortado millones de pesos en salud y educación. Hospitales que no se construirán, escuelas de tiempo completo que seguirán siendo de tiempo parcial, trabajos que no se crearán –y otros que desaparecerán-. Así es esto de las prioridades. Y así es, también, esto de los efectos perversos de la globalización financiera: el voto del metalmecánico desempleado de Sunderland pega en el centro de salud de la sierra mexicana.

Lo paradójico del caso es que la decisión del recorte se dio dos días después de que se anunciara un superávit fiscal primario de 12,478 millones de pesos, “apoyado en una sólida recaudación tributaria y un gasto moderado”.

Tras la decisión de Hacienda, llegó la del Banco de México: aumentó la tasa de interés de referencia, en la lógica de que los mercados responden a los precios (en este caso, la tasa de interés es el precio del dinero) de acuerdo con el librito: aumentar intereses equivale a encarecer el peso internamente. El problema es que la moneda no es una mercancía cualquiera: se le demanda no sólo por motivos transaccionales, sino también por motivos especulativos. El efecto negativo interno es mucho más fuerte que el efecto positivo externo.

El resultado neto es un freno a la actividad económica, en un momento en el que todos los indicadores ya marcaban una tendencia a la baja. Recordemos nada más que, antes de estos anuncios, el gasto corriente del sector público había bajado 5% real y la inversión física casi 16%. 

¿Cuál es la intención declarada de esas medidas? Contener la inflación, evitar que el precio del dólar tenga efecto sobre los demás bienes y servicios. A cambio de mantener la meta de Banxico, se sacrifican el empleo, la inversión y el gasto social.

Peor aún, como dice el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, se trata de un “recorte sin ningún análisis de costos, que seguirá fortaleciendo una asignación de recursos ineficiente”. Lo que dice el CEESP es que se requiere más inversión.

La cereza del pastel de este inicio de mes ha sido la decisión de aumentar los precios de las gasolinas y de la energía eléctrica. El recorte preventivo de hace meses fue por la baja de los precios de los hidrocarburos; el incremento recientemente anunciado de precios y tarifas, por su alza. Estiran la cuerda, pero no saben empujarla.

Si la madre de todas las variables era la tasa de inflación, las alzas a las tasas de interés, a la gasolina y a la electricidad no hacen sino abonar a que no se cumpla la meta. Puede usted apostar que, cuando se vea el aumento en la inflación subyacente, la respuesta será paracetamol: un nuevo recorte.

Si no se quiere utilizar ni una parte de las sacrosantas reservas de Banxico para acotar la devaluación del peso (conste que hacerlo al otro día del Brexit hubiera sido suicida), y si no se quiere decir que el peso ha sido sometido a una ola especulativa sin precedentes (no se vaya a enojar el buen capital financiero internacional), entonces al menos se podría aprovechar la caída del peso para aumentar los salarios mínimos en una proporción similar (seguirían siendo ridículamente bajos), pero no, es anatema en el librito de texto.

El mercado mexicano ha sido objeto de incursiones especulativas porque es grande. Precisamente por eso, el gobierno debería apostar por el mercado interno, empujado por un alza en la masa salarial. No lo hará: el economista muerto lo prohíbe. Mejor una nueva dosis de paracetamol. Y luego se preguntarán, rascándose la cabeza, por qué hay malestar social.