miércoles, octubre 05, 2016

El gesto de Luis González de Alba

















Las últimas frases de El Oficio de Vivir, el diario del escritor italiano Cesare Pavese, dicen: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Pocos días después, se quitó la vida.

Luis González de Alba planeó su gesto con más tiempo y más detalle: una última colaboración periodística para ser publicada en el aniversario de un día significativo en su vida: un 2 de octubre que acabaría siendo emblemático por partida doble.

En esa colaboración, González de Alba revisa sus más importantes obsesiones: la reconstrucción correcta de lo sucedido hace 48 años, la desmitificación de los farsantes de la revolución y el amor perdido para siempre, a quien le dedica –además de un recuerdo nostálgico- una paráfrasis de Muerte Sin Fin. 

Adicionalmente, Luis dejó algunos guiños, que se fueron acumulando en días recientes en las redes sociales y que, al final, funcionaron como claves para quienes lo conocieron. El más notable, su último tuit, que tenía tres elementos: la foto juvenil, que es como quería ser recordado; la isla de Poros (el Paraíso de sus recuerdos) y un video con el Salmo de David, “No me Abandones”.

La combinación, desgarradora, termina por enviarnos a un lugar oscuro, de pesimismo y soledad. Y por darnos una idea de lo que pasaba por el espíritu de ese hombre que siempre fue capaz de decir sin ambages lo que pensaba. Y de tener un gesto final, que alguno de sus amigos ha definido como de salvaje libertad.

Ese gesto tal vez servirá en el futuro para recordar mejor la vida y obra de González de Alba. Tengo el presentimiento de que esta última será mucho más perdurable de lo que hoy aparenta: que ganará su peculiar batalla cultural.

Lo primero que viene a la mente con Luis González de Alba es su participación en el Movimiento del 68, su libro Los Días y los Años, y su largo conflicto con Elenita Poniatowska (en el cual él tenía toda la razón y ella, ninguna) sobre La Noche de Tlatelolco.

El libro de González de Alba (“el libro del Lábaro”, se decía hace poco más de cuatro décadas) es imprescindible para entender aquel movimiento. Pero fue sólo el inicio de un proceso de continuo repensar sobre lo sucedido, que no termina ni con su muerte (porque viene un libro póstumo al respecto).

Yo, que soy de la generación inmediatamente posterior a la del 68,  me quedo con la versión del manotazo en la mesa de las tías, que manejó González de Alba. Reparó en que el móvil principal de los jóvenes del Movimiento fue cultural, más que ideológico. La represión era en todas y cada una de las actividades cotidianas. La censura era una constante. El nacionalismo de la “isla intocada” que presumía Díaz Ordaz, un grillete. El movimiento, un manotazo para decirles a las tías regañonas, encabezadas por el gobierno, que no las soportábamos. Me identifico: en la única marcha que fui a mis 14 años, me dieron un póster con la cara de Demetrio Vallejo, yo no sabía quién era y exigí que me lo cambiaran por uno de Zapata.

Por supuesto, el 68 fue un parteaguas en la transición mexicana a la democracia; fue también el punto de partida de una expansión de la izquierda en el país. Pero sobre todo fue el momento en el que las clases medias dijeron que no querían pilmamas oficiales u oficiosas, que estaban hasta la madre del unanimismo priista, que querían libertades. Y de los líderes del 68, el único con los tanates para decirlo, fue el Lábaro

González de Alba fue también un pionero en la defensa de los derechos de los gays. Salió del clóset en una época en la que muy pocos personajes públicos lo hacían, y lo hizo de una manera tan abierta y hasta detallista que no faltó quien lo viera –desde sus anteojeras ideológicas- como una provocación. Su lenguaje era directo y explícito (esa sería otra de sus luchas: decirle pan al pan... la prensa mexicana debe a su insistencia y sus argumentos haber escrito por primera vez las palabras “puto” y “puta” con todas sus letras, y alguno de sus mejores artículos fue una crítica despiadada al gobierno delamadridista que, encima de hambrear a la gente, quería corregir el habla popular).

Como columnista político y de divulgación de la ciencia, dedicó grandes esfuerzos a deshacer los abundantes mitos y prejuicios sobre la homosexualidad (y esfuerzos menores en pelear sobre nimiedades, como su largo diferendo político con las vestidas).  Como empresario, fundó El Vaquero y El Taller, como espacios de reunión gay, y utilizó las páginas de los diarios en los que colaboraba –entre ellos, Crónica, de 1996 a 2002-  para defenderlos de los embates de autoridades resueltas a defender la buena moral y la decencia.

El argumento más convincente que he leído a favor de normalizar legalmente las relaciones entre personas del mismo sexo es el relato que hace González de Alba acerca de una de sus parejas, a la que no pudo acompañar en su agonía ni en sus exequias, por decisión de los familiares. De ahí surgen también, en el texto, interesantes reflexiones sobre el papel mortecino de la culpa.

El periodismo mexicano le debe a González de Alba algunas de las mejores páginas de divulgación de la ciencia que se hayan publicado. Primero en el unomásuno que casi sumimos en el olvido; luego La Jornada, diario del que fue convocante y fundador (y que a su muerte guardó un vergonzoso silencio); después en Crónica, a invitación mía, para inaugurar una duradera relación entre este medio y la ciencia; finalmente, en Milenio.

Luis era escritor, publicó desde muy jovencito en Punto de Partida cosas muy extrañas (lo que entonces se llamaba “varia invención”). Tiene cuentos, novelas y, por lo menos, una autobiografía. En toda su obra se percibe una pluma que corre con facilidad. Insisto en que será más perdurable de lo que nos puede parecer hoy.

Pero si a mí me preguntan qué rescataría yo de la obra de González de Alba, sería “El amor y la memoria”, que es un ensayo de divulgación científica en el libro Los Derechos de los Malos. ¿Por qué? Porque es también una historia de amor desesperado y mal pagado y un recorrido por la obsesión helenística de Luis (que en alguna fiesta se declaró “espartano, no ateniense”) y porque termina abruptamente. 




1 comentario:

FBR dijo...

Dejo como comentario una anécdota. Tras un viaje a la costa dálmata, Luis escribió un texto sobre la vejez, donde hacía el contrapunto entre unos ancianos jubilados que eran como ovejas en tour y el dueño de una casita en la que él rentaba un cuarto.
Aquel hombre, abrió la puerta y le enseñó la huerta de jitomates a Luis, y habría exclamado "Paradise!". Para nuestro amigo, eran dos maneras radicalmente diferentes de pasar los últimos años y el "paraíso" del anfitrión era evidentemente superior.
Le expliqué que el dueño de la huerta no habló en inglés, sino en serbo-croata: la palabra fue "paradajz": jitomate.
Estoy seguro que mi revelación no le gustó, para él había una liga muy clara entre el la zona del Mediterráneo y su concepto de paraíso. Pero la respuesta fue muy buena:
-Llamar a las cosas por su nombre es también una forma de llegar al paraíso.