viernes, diciembre 23, 2016

Los diez deportistas mexicanos del 2016

1. Guadalupe González
2. Germán Sánchez
3. María del Rosario Espinoza
4. Ismael Hernández
5. Misael Rodríguez
6. Gustavo Ayón
7. Checo Pérez
8. Ignacio Prado
9. Roberto Osuna
10. Alejandra Zavala 

miércoles, diciembre 21, 2016

Adictos al clic

Hace años, la gente se enteraba de las noticias fundamentalmente a través de los periódicos. Los diarios eran, como decía Hegel, la oración matinal del hombre moderno.

En esa época, la lectura de noticias solía tener su momento del día y su orden específico. De acuerdo con los gustos, uno iba hojeando las distintas secciones, deteniéndose un rato en el texto de algún editorialista o en alguna crónica bien escrita, o se ponía a hacer cuentas con las estadísticas deportivas disponibles.

De hecho, muchos periódicos tradicionales –esos que tienes que desplegar ampliamente para leerlos– se dividían en secciones separables, que a veces se repartían entre los miembros de la familia, según sus preferencias.

Las personas también solían comprar revistas mensuales o semanales, casi siempre de acuerdo con sus intereses especiales. Había quien las compraba de política, quien de futbol o beisbol, quien de temas culturales. Y había revistas que tenían de todo, como en botica. Para leer en ratos libres, pero después del obligatorio periódico matutino.

Cuando la televisión se hizo masiva, no faltó quien pensara que desplazaría a los medios impresos. La gente iba a tener las noticias gratis.

No fue así. El hecho es que un diario tamaño tabloide tiene, en promedio, 40 veces más información escrita que un noticiero de 30 minutos, y suele ser leído en aproximadamente el mismo tiempo. No están, por supuesto, los videos, que –en determinadas ocasiones, pero no como regla– generan interés por su inmediatez y su espectacularidad. También resulta mucho más fácil para la TV grabar sucesos importantes que suceden en el momento: un diario tiene que hacer una edición especial y el suceso debe ser muy relevante (el ejemplo más reciente es el ataque a las Torres Gemelas). Pero nunca la pantalla chica ha podido sustituir a la prensa.

Sin embargo, el advenimiento de la televisión de masas provocó cambios importantes en el periodismo escrito. Ya no era tan atractivo salir con la nota que la televisión había manejado la noche anterior. Y si era de horas antes, todavía menos, sobre todo con la multiplicación de la radio noticiosa. Las noticias duras se convertían en “pan duro” con una rapidez antes no sospechada.

Eso obligó a la gente de prensa a hacer dos cosas: una, aprovechando que tiene más espacio, es dotar de contexto analítico o histórico a la nota del día; con ello se generaba un plus que la televisión era incapaz de ofrecer. Otra, generar notas de investigación, exclusivas de interés que ningún otro medio podía entregar.
De ahí surgió el método de competencia que todavía prevalece. Ya no es “ganar” la nota, sino quién la presenta de manera más interesante, o quién es capaz de fijar agenda. Al mismo tiempo, cobró más relevancia relativa otra zona en donde cada periódico es diferente: las plumas de opinión.

La irrupción masiva de la tele está ligada con cambios en las formas de comunicación y de control político. Si antes se trataba de convencer con argumentos, ahora –de manera creciente– se trata de seducir con ideas-fuerza. Si antes importaban la plaza, la escuela, la opinión publicada, ahora –cada vez más– importan la red social, la pantalla, la opinión pública medida en encuestas.

En los últimos lustros nos hemos estado moviendo, lenta pero consistentemente, del periodismo de información al periodismo de entretenimiento. Cada vez se piensa menos en informar y formar opinión (¡qué vieja suena ya la frase!) y cada vez más en complacer al cliente. Cada vez menos en la construcción de un nicho estable de lectores y cada vez más en la búsqueda frenética de compradores.

Lo último se ha hecho más que palpable con el advenimiento del internet como herramienta privilegiada de información. Con la red, todos hemos variado notablemente la forma en la que consumimos noticias, opiniones y cosas que parecen noticia o que parecen opinión.

Lo primero es que ya se perdió el orden. Para muchos –en especial para quienes ya no consumen la prensa escrita– el día comienza con una verdadera avalancha de información en las redes sociales. Esta avalancha no suele estar jerarquizada, y uno la va digiriendo a cómo puede. Se entrecruzan notas del momento, noticias del día anterior, análisis más o menos inteligentes, notas triviales que los buscadores de Silicon Valley piensan que pueden interesarte, discusiones más o menos baladíes entre tuiteros o amigos del Facebook, chistes varios, videos de perritos, vínculos a blogs, frases célebres, tests, encuestas y algo que se está grabando en Periscope. Un arroz con mango.

En medio de esa avalancha, la prensa escrita tiene que buscar su nicho. Tiene que insistir en su canon, en señalar lo que le parece relevante. Tiene que enviar el mensaje de la noticia que importa, de la opinión que considera que vale la pena. Y tiene que hacerlo de manera atractiva, que compita no solamente con los otros diarios, sino con todo lo demás que hay en la red, que es, literalmente, un mundo.

También, por supuesto, puede hacer otra cosa. Ponerse a buscar clics de manera frenética, pensando en mejorar sus métricas –que no su número de lectores– y, con ello, su posición en los buscadores y en los compradores de publicidad pública o privada, que utilizan ese criterio para definir pautas y precios.

Es una cosa lamentable ver cómo hay diarios, otrora serios, que se han vuelto, en sus versiones web, adictos al clic, junkies de lo viral. Noticias, opiniones, análisis, contexto, han dejado su lugar al envío de mujeres semiencueradas en los avisos en el celular, insistencia en los #Lores y #Ladies que hacen gala de su falta de civismo, largas disquisiciones sobre los XV Años de Ruby, noticias más triviales que el chisme más ligero de la farándula y videos de accidentes. Todo, envuelto en insinuaciones para hacer más tentador el clic que se multiplicará por mil. Lo de menos es ser leídos.

Hay hechos que se han vuelto virales en la red por el interés humano de la historia que tienen, o porque son de verdad espectaculares. Pero la mayoría lo son por el morbo de la gente. Hace rato que varios medios no lo distinguen. Están demasiado ocupados en su ansia, arrastrándose en pos de un pinchazo: el clic del internauta.

En el camino, la sociedad pierde. Hay más información, pero no está mejor informada.


Posverdades y pitufos asesinos




Cuando apareció la posverdad como nueva palabra (aunque yo digo que hubiera sido más elegante post-verdad), lo primero que se me vino a la mente no fue el bulo, difundido en internet, de que el Papa Francisco había apoyado a Trump, sino la declaración de una campesina serbo-bosnia, durante la guerra civil yugoslava, de que la gente había visto, flotando en el río, a niños cristianos crucificados por los bosnios musulmanes.

La posverdad es una confianza en afirmaciones que pueden parecen realidad, pero no lo son. Esa confianza parte de preconceptos y de sensaciones: en la práctica ni siquiera importa si quien la acepta asume la mentira como si fuera verdad o si, aún a sabiendas de que es mentira, la toma como si fuera verdad.

La palabreja es nueva, pero denota algo que ha existido, con otros nombres o sin nombre alguno, por muchos años. Los niños cristianos crucificados han flotado en los ríos de Europa desde la Edad Media. Es la creencia en información falsificada y manipulada con fines políticos o de otro tipo.  

Hay una enorme cantidad de ejemplos de posverdad a lo largo de la historia. Una de las más conocidas es el libelo antisemita conocido como Los Protocolos de los Sabios de Sión y la conspiración judeo-masónica, que fue usado por el gobierno zarista, primero, y por los nazis, después, para justificar ideológicamente la persecución de los judíos.  

Muchas otras imposturas han servido para reescribir la historia de los pueblos. Para hacer mitos fundacionales. Hay que admitir que una parte de la historia moderna está fundada en una plataforma de falsificación, que funciona gracias a la vorágine de irracionalidad con la que suele manejarse la política.

Durante siglos, las posverdades han servido para que los falsarios dirijan la frustración popular hacia enemigos externos, y obtengan, así, el control político de la población. Siempre será una voz autoritaria y paternalista la que nos advierta de la amenaza externa, que porta quien es diferente a nosotros.

Hay posverdades que emanan claramente de los centros de poder. En los regímenes totalitarios son fáciles de detectar, pero son tan pertinaces que acaban por funcionar. En los regímenes liberales requieren de cierta complicidad –consciente o no– de parte de los medios plurales, como fue el caso de las famosas Armas de Destrucción Masiva, que Saddam Husein estaba preparando para el mundo.

Hay otras posverdades que suelen venir también de los centros de poder, pero a veces tienen su origen en la frustración y la imaginación populares. Las hemos conocido toda la vida con una palabra más sencilla: rumores.

En México, hemos tenido rumores exitosos de todo tipo. Y la credibilidad de la población es de asustarse. Habrá quien recuerde que hace medio siglo miles de personas fueron a Paseo de la Reforma, porque habría una procesión de OVNIs a la Basílica de Guadalupe. O, más grave, cuando los padres de colonias populares evitaban la acción de las brigadas de vacunación porque eran “doctores cubanos que esterilizaban a las niñas”. Y en los años ochenta corrió la voz de alarma de que los pitufos de peluche estrangulaban a los niños en el sueño.

Los rumores (creo que habrá que definirlos como posverdades predigitales) han servido, entre otras cosas, para medir la capacidad de penetración de mentiras sobre cierto tema entre la población, y para manipular puntos de vista, para provocar estados de ánimo colectivo, para desarmar la potencial organización autónoma de la gente.

Con el advenimiento del internet, los rumores que antes pasaban de boca a boca, ahora son capaces de multiplicarse de manera exponencial. Sin embargo, lo que no se ha multiplicado de la misma forma es la capacidad de la gente para procesar la información, y distinguir la que tiene sustento de la que no lo tiene.

El internet ha sido un gran democratizador de la información. La red sustituye a la pirámide, a la visión prefabricada del mundo que viene de los medios tradicionales. Y da al usuario la posibilidad de elegir entre una gran cantidad de información. Lo que no le da es la capacidad de elegir críticamente, sobre todo si no tiene la escolaridad necesaria (en cantidad y calidad) para hacerlo.

Cuando no está clara la fuente de las noticias, uno no sabe en realidad con quién está hablando. Si no hay un filtro interno, no sabrá distinguir entre la realidad y la mentira. Y ni siquiera tiene que ser una mentira del tamaño del pitufo asesino: basta con crear una atmósfera de suspicacia, basta con sugerir, con insinuar, para que una posverdad tenga efectos duraderos en el prestigio de personas o instituciones.

Por eso es que hay una liga muy estrecha entre los promotores de las posverdades y los teóricos de la conspiración. Según éstos, todo acontecimiento relevante es resultado de una manipulación perversa de un grupo que tiene motivos oscuros. Al final de cuentas resulta que la manipulación verdadera es la de quienes denuncian una conspiración falsa, para el enardecimiento de los fieles.

He comentado dos cuestiones clave. Dos condiciones necesarias para el triunfo de la posverdad. La primera es un grado de instrucción insuficiente para discernir lo verídico de lo falso en la información. La segunda es una disposición no racional a considerar cierta la información distorsionada: una suerte de fe, guiada por los sentimientos (de enojo, frustración y vulnerabilidad, por lo general).

Nunca sabremos con exactitud qué tanto influyó la catarata de posverdades en la red en la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Lo que sí sabemos es que de poco le sirvió a los medios tradicionales haber apelado normalmente a los hechos comprobados.

La prensa, en particular, y no solamente en EU, tiene el deber de repensar sus métodos y su papel. Si millones la ven con tanta desconfianza como para darle el mismo valor a su información que a los bulos interesados y a veces delirantes, es que algo anda mal. Es un activo de toda sociedad democrática, pero muchos la consideran un represente más de la “elite”, de los “expertos” que poco hacen por mejorar la vida de la gente común y corriente.
 
Por cierto, iba avanzado en este texto cuando decidí buscar en internet acerca de las mentiras que maneja el régimen dictatorial de Corea del Norte. Lo primero que encontré no fueron alabanzas a Kim Jung Un, sino una nota que dice que su gobierno crucifica a los niños cristianos en cruces de fuego.

viernes, diciembre 02, 2016

La muerte de Fidel... una noche en la redacción



Hay días por los que vive un periodista. Ratos de adrenalina, en los que hay que hacer muchas cosas, hacerlas rápido y hacerlas bien, mientras por tu cabeza van pasado muchas otras cosas. Y son momentos en los que en realidad no quieres que el tiempo pase más lentamente, porque estás gozando el trabajo a contrarreloj, porque es como una droga.
Uno de esos días fue el pasado viernes 25 de noviembre.

Eran poco más de las 10 y media de la noche. Yo estaba en casa, tenía poco de haber llegado y platicaba con mi mujer y mi hija. Terminado el café, me asomo a mi celular. Veo que en twitter alguien escribe que Fidel Castro ha muerto. Sin verificarlo siquiera, llamo de inmediato al periódico. Me contesta Geovanni De la Rosa, el auxiliar de redacción, la guardia. No sabe nada. Le pido que me pase a Carlos Patiño, quien está a cargo del cierre ese viernes. En lo que llega, reviso de nuevo mi TL: la BBC confirma la noticia. Cuando Patiño toma el auricular, le digo que ya está confirmado: ha muerto el líder histórico de la Revolución Cubana. En mi teléfono aparece un mensaje de Whatsapp; es Wendy Garrido, la coordinadora de la edición de Crónica en línea: "Se murió Fidel Castro", es el texto. Mientras leo, escucho a Patiño, que me dice:
-No hay paginadores. Ya se fueron todos. Jeovanni Nanni -el asistente de sistemas- está enviando las últimas planas.
-No importa -respondo-, ahorita rearmamos el diario.
Lo siguiente, hablarle a Rafael García Garza, subdirector y gerente general del periódico. Mi Rafa queda de llamar al taller para suspender el segundo tiro, a un horario indefinido (quedamos, en principio, que a la una de la mañana) en lo que se rehacían las páginas.
Una llamada fundamental: a Fran Ruiz, editor de la sección Mundo. Ellos tienen los archivos en los que estaba preparado el obituario de Fidel; un especial de seis páginas que empezamos a armar hace diez años y cuya última actualización (nos enteramos más tarde) era del 2010.
-¡Hostia! -reacciona Fran- Ahora mismo voy al periódico. Yo le llamo a Humberto (Flores, quien armó el paginado de ese especial).
Terminada la llamada, pienso: "Ojalá viviera mi madre para darle la noticia, ora sí de veras" (durante años la engañaba cada 28 de diciembre con que Fidel había muerto, y siempre cayó redondita).
Nuevo telefonazo: ahora es a Arturo Ramos, el Trosko, quien es mi mano derecha en varias cuestiones de trabajo. También él volverá a las instalaciones del diario.

Tomo el auto de regreso a la chamba. Me acompaña, solícita, mi hija Taide. En el camino, hablo de nuevo con Wendy. Me informa que Mariano Rojas, el que está de guardia nocturna para la edición web, ya subió una primera nota, con los datos de la muerte, el anuncio oficial, etcétera. Me dice que ella y Héctor Vieyra alimentarán la página y las redes sociales durante la noche.
Le comento a Taidita que, hace 20 años, en la redacción, me puse con los caricaturistas cubanos Carlucho y Boligán a hacerle a Fidel uno de esos tests que te dicen cuánto vas a vivir. Ellos conocían bastante bien la rutina y el estilo de vida del Caballo. El resultado fue que Fidel moriría a los 90 años, en 2016.
-¡Coño, faltan 20 años! -exclamó Carlucho.
Pues esos 20 años se habían cumplido.

Llegamos a Crónica al mismo tiempo que Humberto, que tiene fiebre. Fran Ruiz, que vive muy cerca ya está ahí. También ha llegado el ingeniero Fernando Paz.
Hay que hacer una labor de ajuste, porque hay que liberar planas de la sección Nacional, para que lo de Fidel vaya hasta adelante (además, un par de páginas de Mundo se fueron ya en el primer tiro). Fran necesita tres planas, por lo menos, para meter aunque sea la parte más inmediata del especial preparado hace años. Nos enfrentamos con un robaplanas de publicidad, pagado, en la página 5. Patiño ya decidió tirar la plana en la que venía un trabajo sobre las escuelas normales, pero hay que tirar por lo menos otras dos. Decido eliminar la última página de opinión, que tenía un largo artículo de Patiño y hacer que lo comprima en otro lado, sacando información menor. En la restante, habrá que hacer un trabajo de edición para que quepa en una plana lo que antes estaba en dos, sin que se vea mal. Así quedan libres las tres planas mínimas que requiere Fran. Surge otro problema: el especial, titulado "¿De verdad la historia lo absolverá?" está diseñado para ser desplegado en dos planas, y no podrá ser así, porque hay que abrir con la noticia.
En tanto, Geovanni -apenado por no haber capturado a tiempo la información, como guardia- ya hizo una nota más amplia, que es subida a la red. Mi hija Taide y Hugo Trejo, de scanner, buscan fotos del líder fallecido. Me presentan un titipuchal: escojo una en la que se ve a un Fidel no muy viejo, pero no joven, pensativo, con mirada triste, enfundado en su traje verdeolivo. Atrás se adivina la bandera cubana.
Ya llegó Arturo, está rehaciendo -porque entre sus gracias también está la de paginar- las páginas de interiores que han sido cambiadas.
Rehago con rapidez las partes periféricas de la portada: lo que estaba en el centro, lo paso a avisos superiores; uno de los avisos se convierte en la cachucha (la nota avisada hasta arriba); los avisos de abajo desparecerán por el peso de Fidel.
Ahora lo duro: qué titular darle a esta noticia. Ni modo que "Murió Fidel". Es el último del Siglo XX, lo tengo claro. ¿Pero el último qué? Peloteo con Fran, quien dice:
-Lo que es Fidel, es un mito.
Era la palabra perfecta, porque a Fidel lo rodeó un aura mítica toda su vida; y porque lo mítico tiene algo de fábula, de alteración de la realidad: "Murió el último mito del Siglo XX".
El espacio que queda, a como diseñé la plana, da apenas para algunos balazos que definan al líder: su muerte, la construcción de un socialismo con cerrazón política, su triple carácter de revolucionario, dictador y leyenda y, sobre todo, su doble condición de generador de grandes esperanzas y profundas decepciones. Por el mismo lado se fue la "esquina" editorial... y Taide me recordó que hay leyendas que no perduran. Así que incluí un "a veces".
Fran, en tanto, hacía a todo vapor una nota que fuera más que estrictamente informativa; y cambiaba sumarios y detalles del especial que habíamos armado cuando aún imprimíamos todo en blanco y negro. Para entonces, Taide lo auxiliaba con las reacciones a favor y en contra que encontraba en la red. Humberto, duro y dale a la paginación.
Entonces regresé a mi oficina. Y tuiteé: "¡Estos ratos frenéticos, con el tiempo encima, son maravillos en las redacciones!". Así, frenéticamente, por eso puse "maravillos".
Arturo Ramos, el Trosko, paginó la portada, con Patiño muy atento a que se fueran bien los pases (no fue el caso de todos). Trejo limpió la foto, para que luciera espléndida.
En lo que salían las páginas, verifiqué que el Granma todavía no había cambiado su portada en línea, (esperaban disciplinados, la línea oficial), posteé una foto en la que yo estaba en Varadero con mi mamá (yo tenía cinco años y un salvavidas con dibujos de Fidel, Camilo, Ché y la Sierra Maestra) y vi reacciones diversas a la noticia.

La más precisa de esas reacciones, fue un tuit de Viétnika Batres -quien trabajó en Crónica en los primeros años del diario-: "Eliseo Alberto decía que Fidel moriría un viernes x la noche para cortar la borrachera a la prensa y joder hasta el último momento al enemigo".
No cortó la borrachera -que no la había-, nos jodió la noche del viernes. Pero nos la jodió rico. En eso pensaba, a la una de mañana, cuando regresábamos a casa Taide y yo.
  

"Era un tirano, pero era mi padre" (algo sobre la muerte Fidel Castro)




Me lo dijo hace años un cubano: “Fidel es un hijo de puta, pero es mi padre”. Resumía en esa frase la contradictoria sensación de muchos de sus compatriotas ante ese hombre que les definió la vida entera, ese individuo que fue portento de la historia, y que ahora ha muerto.

El fallecimiento de Fidel deja a muchos en una extraña orfandad. Se ha ido quien les dio razón de vida y, al mismo tiempo, les hizo la vida imposible. Esa figura a veces sabia, pero siempre atrabiliaria. La guía que no los dejaba crecer y los castigaba si pensaban por sí mismos. El patriarca que daba, pero que exigía sacrifico constante y adoración. El mito viviente y aplastante.

En algún momento, Fidel declaró que había sido marxista toda su vida. Por lo menos lo fue en su obsesión con la Historia, esa que se escribe con mayúsculas y cuyo avance implacable vale más que cualquier vida humana. Lo trágico es que la Historia –su concepción maniquea de una Historia que absuelve o condena-  le importó más que sus millones de hijos.

En realidad, la formación de Fidel fue otra. Las fuentes de las que abrevó su generación revolucionaria estuvieron lejos del socialismo científico y cerca del idealismo retórico de hace un siglo. José Enrique Rodó y José Ingenieros. No fue El Capital; fueron Ariel y El Hombre Mediocre.

Rodó advertía contra la “nordomanía”, la penetración cultural estadunidense, y proponía la unidad 
latinoamericana frente al imperialismo, para hacer una revolución guiada por seres humanos educados moral e intelectualmente.

Ingenieros dividía a la población en inferiores, mediocres e idealistas. A estos últimos les tocaba la tarea de perseguir quimeras y, en esa tarea, quemar el pasado y abrir paso al porvenir. Les tocaba ser pastores de las masas, ese inmenso rebaño que aprendería a pensar con la cabeza del idealista.

Estos pensadores de hace un siglo no eran democráticos en el sentido moderno de la palabra. Imaginaban una casta superior –no por su clase social, sino por sus ideales– que guiaría a los pueblos a su dicha. A final de cuentas, prepararon el camino ideológico para el surgimiento del populismo latinoamericano, para la llegada de los caudillos, de los patriarcas, de los déspotas ilustrados. Fidel fue el máximo y más exitoso exponente de esa estirpe y el único que de verdad se enfrentó a la “nordomanía” y al imperialismo norteamericano.  Que haya aderezado su acción con una barnizada de marxismo aprendido a las carreras es resultado de la geopolítica del momento.

¿En dónde se juntan el idealista Fidel y el marxista Guevara (en versión trasnochada de Mariátegui)? En la idea grandilocuente del “hombre nuevo”, que desecha la condición humana y pretende una nueva construcción, totalmente ideológica, en la que la transformación de la conciencia convierte a las personas en apasionados seguidores del ideal revolucionario (en fanáticos o en feligreses, diría el crítico).

Tras la vorágine revolucionaria popular que derroca al dictador, Fidel encabeza a una casta de idealistas que –obligados rápidamente a enfrentarse al imperialismo de la época– dan un vuelco radical a su movimiento de masas, e intentan crear al “hombre nuevo”, sin que existan las condiciones objetivas para ello.

El resultado, más de medio siglo después, no deja dudas de que fue un fracaso. Los hijos, los millones de hijos de la Revolución del Comandante en Jefe Fidel Castro, lo intentaron, pero no fueron diferentes a las demás personas. Repitieron las consignas. Por algunos años incluso creyeron en ellas. Quisieron ser distintos, para complacer al padre. Hicieron trabajo voluntario. Aceptaron sacrificios (la tarjeta de racionamiento, el más representativo). Jalaron p’alante. Pero eran humanos, al fin y al cabo. Nunca podrían, y nunca pudieron, ser como lo exigía el padre (o el padrastro, que era más rígido, además era argentino y qué bueno que se largó al Congo y a morir a Bolivia).

Y Fidel siempre recordaba a los muertos. A sus compañeros del asalto al Cuartel Moncada. A los caídos en Sierra Maestra. A los de Playa Girón y la Ciénaga de Zapata. El cubano vivo tenía que rendir eterno homenaje a los muertos con trabajo, sudor, disciplina política. El padre a cada rato le decía a los hijos vivos lo buenos, lo generosos que habían sido sus hermanos muertos, con los que no se podían comparar.

Fidel era un padre que sabía de todo. Era experto en pesca, en finanzas, en industrialización, en agricultura, en cocina, en deportes, en lo que dijeras. Y si fallaba la Zafra de los 10 Millones, si fracasaba la Industrialización Instantánea, si el Sistema Financiero Presupuestado se convertía en un hoyo sin fondo, si la Revolución Energética significaba apagones de horas en toda la isla, por años enteros, no era culpa de Fidel, que sabía lo que ordenaba, sino de los hijos malagradecidos. Ya se sabe que las leyes objetivas de la construcción del socialismo son las leyes subjetivas del Comandante en Jefe.

Y era un padre que siempre te vigilaba. Que hacía que unos de sus hijos denunciaran a otros, a los que hubieran mostrado el más ligero signo de deslealtad y desobediencia. Esa vigilancia trastocó las relaciones sociales: generó un miedo mortecino a decir las cosas, porque el vecino podía ser chivato; generó una cultura de la simulación (los más ardientes revolucionarios de repente aparecían en el Mariel, en un bote que los llevaría a Miami), de la sospecha (es mi socio, mi amigo, ¿no será informante del Minint?), de las peores traiciones. Ningún antídoto mejor contra “el hombre nuevo”.

Fidel era un patriarca de largos sermones. Larguísimos. Discursos interminables que había que diseccionar para adivinar sus deseos, y poder cumplirlos.

Pero hablaba bonito. Era enorme orador. Sin retórica revolucionaria no habría habido Revolución. Era un padre que sabía hacer sentir orgullosos a sus hijos. Que les dijo que eran mejores que otros. Que les vendió con éxito –al menos por tres décadas– la idea de dignidad nacional. Que igualó sus condiciones materiales en la pobreza, pero no –casi nunca- en la miseria.

Y sí, con Fidel al frente, Cuba tuvo logros notables en educación, en salud, en deporte. Eso, a cambio de vivir en el Castillo de la Pureza revolucionaria.

El padre titánico y tiránico ha muerto. Hace rato que dejó el control de la casa al tío, un hombre pragmático que no tiene su carisma pero sí más sentido común. Aún así, el sentimiento de orfandad existe. Fidel, Fidel/ ¿Qué tiene Fidel/ que los americanos/ no pueden con él?

Cuando un patriarca de ese tamaño muere, hay un duelo necesario e imprescindible. Después de ello toca a las nuevas generaciones la tarea de madurar de prisa, de ser ellas las dueñas de su propio destino. Se acerca el momento de la reconstrucción política de Cuba y deben ser los propios cubanos, soberanos, y nadie más, quienes decidan las formas.