viernes, agosto 04, 2017

Venezuela: la fuga hacia la suplantación (y la dictadura)



Es difícil encontrar precedentes históricos de lo vivido en Venezuela durante el último mes. En medio de una crisis económica galopante, se desarrolla una guerra civil en sordina, que ha culminado en dos votaciones excluyentes entre sí, en un centenar de muertos y en el fin de la mascarada democrática de la “Revolución Bolivariana”.

Las elecciones del domingo 30 de julio, para nombrar una Asamblea Constituyente, fueron las típicas de un Estado totalitario. No participó la oposición, y no lo hizo –entre otras razones– porque todo el proceso estaba diseñado para que la representación fuera exclusivamente de fieles al régimen.

La votación se diseñó de tal forma que las zonas urbanas, donde se concentra la oposición, estuvieran sub representadas y  una parte de los constituyentes fue votada bajo una lógica gremial-corporativa: trabajadores, campesinos (y pescadores), estudiantes, personas con discapacidad, pueblos indígenas, pensionados, empresarios y comunas (y consejos comunales).

Tampoco podían participar los partidos políticos como tales. Eso no obstó para que fueran elegidos, por ejemplo, Diosdado Cabello, número dos del régimen, la excanciller Deysi Rodríguez y –no podía faltar– Cilia Flores, esposa del presidente Maduro.

El primer papel de esta asamblea –cuya misión formal es cambiar la Constitución promulgada durante los primeros años de Hugo Chávez en el poder– es sustituir en los hechos al parlamento elegido bajo las leyes electorales tradicionales, que es plural, pero en el que la oposición a Maduro tiene la mayoría.

Se trata, pues, de una suplantación. En un país escindido, una parte decide suplantar al todo. Además, lo hace con la consigna de realizar una fuga hacia adelante. La idea, si se le quiere ver en positivo, es blindar los cambios realizados por el chavismo; en negativo, es generar condiciones en las que toda disidencia sea castigada con severidad e imponer la “democracia participativa” de las comunas y consejos comunales creados por Chávez.

En otras palabras, no se trata de una Constitución como la conocemos en otras partes, en donde el texto plasma el contrato social vigente. Lo que pretende plasmar es precisamente la ruptura del contrato: la decisión de una parte de la población de actuar en contra de la otra parte. No se trata de organizar en común la vida de ciudadanos que tienen distintas maneras de pensar, sino de imponerse contra los que piensan diferente.

El proceso a través del cual Venezuela se transforma en dictadura tiene la peculiaridad que, a pesar de que el creador de la Revolución Bolivariana no era ningún demócrata, llegó al poder a través del mandato ciudadano en las urnas. Recordemos que Hugo Chávez ganó con facilidad las elecciones de 1998. Su “Polo Patriótico” obtuvo el 56 por ciento de los votos.

Aquellas elecciones estuvieron signadas por el hartazgo social hacia la clase política tradicional, corrompida y que se repartía el poder. Tanto los democristianos del COPEI como los “nacionalista-revolucionarios” de AD estaban hundidos en las encuestas, ante el militar que prometía “refundar la República”. El desprestigio de adecos y copeyanos era tal que acabaron desechando sus propias candidaturas. El COPEI primero apoyó a Irene Sáez, una ex Miss Universo que se había lanzado como independiente y, una semana antes de los comicios, cambió por Henrique Salas, un político que se había lanzado como independiente. AD dejó botado a su candidato y pidió también el voto por Salas. Sáez obtuvo el 2.8 por ciento de la votación; Ucero, el candidato adeco, el 0.6 por ciento.

En el 2000, tras la aprobación de la nueva Constitución, Chávez obtendría casi el 60% de los votos, la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional y capacidad para consolidar su proyecto social, apoyado en los altos precios del petróleo, de los que dependía totalmente. Se trataba de un esquema con los pies de barro, ya que dependía del precio de una sola mercancía.

En 2006, el bolivarianismo chavista llega a la cúspide de la popularidad y su líder se reelige con el 63 por ciento. Ya no alcanzaría esa cota en su última reelección, en 2012, en la que ya enfrenta a una oposición mayoritariamente radicalizada. Luego vendrían su enfermedad y muerte, coincidiendo con la caída, primero paulatina y luego estrepitosa, de los precios internacionales de petróleo.

Nicolás Maduro, nombrado sucesor por el dedo de Chávez, ganó las impugnadas elecciones de 2013 por apenas un punto porcentual. Parte de ello se debió a la campaña delirante de Maduro (recordemos la anécdota del “pajarito chiquitico” que era el alma de Chávez) y a que no mostró otra propuesta que la cantaleta del eterno amor al eterno líder.

Maduro, un hombre mucho menos capaz que su antecesor, se topó con una inflación creciente, problemas de desabasto, deuda pública disparada, inversión escasa y criminalidad al alza. En realidad nunca se le ocurrió intentar resolver esos problemas, sino que se dedicó a predicar una ideología vaga, a buscar culpables externos y a polarizar más la arena política. Eso le costó perder las elecciones legislativas de 2015.

En ese momento había dos opciones. O empezar a hacer política democrática o fugarse hacia una dictadura. Sólo un pacto que tomara en cuenta los distintos intereses sociales podía evitar la espiral de hiperinflación y desabasto. Ante una oposición envalentonada Maduro prefirió las medidas unilaterales, que culminan con este autogolpe. Una revolución que comenzó por las urnas, termina dándoles la espalda cuando se da cuenta de que la mayoría de la población ya no la apoya.

Ahora Venezuela dejará el “capitalismo popular” que propugnaba el ala histórica del chavismo, y se adentrará en el terreno pantanoso del “Estado comunal”, un esperpento que puede traducirse en un retroceso económico de muchas décadas.

Desgraciadamente, en Venezuela el espacio para cualquier tipo de pacto político se ha hecho mínimo. La polarización ha llegado a extremos que nublan cualquier salida racional.

Los venezolanos acabarán encontrando esa salida. Pero me temo que dentro de un buen tiempo, tras un sufrimiento social innecesario.   

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